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pasó el cortejo al templo, donde fué conducido el féretro en la forma antes indicada.

En el centro de la iglesia se había colocado un sencillo túmulo, junto al cual se depositó el féretro, cubierto con el pabellón español y ostentando los atributos de la mo narquía.

Durante la ceremonia no cesaron las salvas de la arti llería, disparadas en los Alamillos, junto á la huerta del monasterio.

La iglesia estaba llena de público.

A las diez y algunos minutos terminó la misa de Re quiem.

Acto seguido fueron conducidos los restos de D.a Isabel al sitio que se denomina el Pudridero, donde permane cieron determinado tiempo antes de ser colocados en la urna que les corresponde en el panteón. En aquel sitio se reconocieron por los monteros de Espinosa, quienes doblando una rodilla juraron ser aquel mismo el cádaver que les fué entregado en París.

Realizada esta ceremonia solemne, rezóse un responso, y pasó el féretro al mencionado Pudridero.

dió

Comenzóse á tapiar la entrada, y tras de esto se exten y firmó el acta de enterramiento, que firmó como notario mayor del reino el Sr. Sánchez de Toca.

A seguida se entregaron el acta y las llaves de la caja al mencionado prior, y con ello dió término la inhumación de los mortales restos de doña Isabel II.

Otorgó testamento en París en junio de 1901, y pocos días antes de su muerte hizo D.a Isabel un codicilo para dejar algunos legados, nombrando albaceas testamentarios al conde de Parcent y al notario M. Berceón. En estos momentos es posible que se acordase de aquel día en que de vuelta de su viaje por Castilla, León, Asturias y Galicia, oyó misa en el altar del Panteón del Escorial, contemplando el sepulcro que había de encerrar sus restos.

Calculóse que la cuantía del haber hereditario ascendía

á unos quince millones de pesetas, incluyendo el valor de las joyas y objetos de arte (1).

Recomendó D.a Isabel en su testamento que se impusiera á su cadáver, en señal de humildad, el hábito de religiosa de San Francisco, y que así vestida se expusiesen sus restos mortales al público para que á todos fuera notorio cómo reconocía en lo que vienen á parar los honores y glorias de este mundo.

Hay otra cláusula en que dice:

«Desciendo al sepulcro con el perdón para todos los que me hubieren ofendido, rogando á Dios que me perdone como yo los perdono.>>

Ordenó que se diera sepultura á su cádaver en el Panteón de Reyes del Monasterio del Escorial.

Dejó algunos legados para la madre de Alfonso XIII, para la Princesa del Drago, la Infanta Josefina, varios de sus antiguos servidores, los pobres, y para misas por el eterno descanso de sus padres y de sus hijos D. Alfonso XII y D.a Pilar.

Dividió su fortuna en cuatro partes, que corresponden á las Infantas D.a Isabel, D.a Paz, D.a Eulalia y los herederos de D. Alfonso, mejorando á la primera con una parte del tercio libre.

Es muy interesante la cláusula que se refiere á la Virgen de los Dolores.

Dice así:

<Encargo que la imagen de la Virgen de los Dolores, que siempre tuve á mi lado y ante la cual tantas lágrimas he vertido de gratitud hacia Dios y la Virgen María por los inmensos beneficios de que me han colmado, implorando siempre su socorro en momentos de pena y amargura, sea colocada allí donde mi sucesor en el Trono estime oportuno, á fin de que se le tribute el debido culto »

El final del testamento se refiere al Monarca de España y dice:

«Recomiendo á mi muy querido nieto el Rey don Alfonso XIII que tenga por la Nación española el gran ca

(1) Véase el periódico La Epoca de 21 de abril de 1904.

y

riño que siempre la profesó su abuela, y que haga toda clase de esfuerzos para desarrollar la fe y alcanzar la gloria la grandeza del país; que rinda siempre culto á la justi cia, y que haga saber á España, después de mi fallecimien to, que muero amándola y que, si Dios me admite á su divina presencia, intercederé siempre por su prosperidad. >>

Da Isabel, española y madrileña, guardó siempre, lejos de su patria, un cariñoso recuerdo á la tierra donde había nacido y al pueblo que había gobernado en tiempos para ella felices.

Los funerales por el alma de doña Isabel II se celebraron en el templo de San Francisco el Grande el sábado 16 de abril de 1904, organizados por el Gobierno de Su Majestad.

En una visita que recientemente hemos hecho al Monasterio del Escorial se nos dijo que los restos de la Reina Isabel hállanse todavía en el Pudridero, ó enterramiento provisional, para ser trasladados en tiempo conveniente á la urna cineraria que les corresponde en el Panteón de los Reyes, y que es la segunda (comenzando á contar por la parte superior) de la primera fila vertical que se encuentra entrando, á la izquierda de la única puerta de aquel triste y lóbrego recinto.

Al apoyar la mano en el mármol que cubre los muros del Panteón experimentamos una impresión desagradable de húmeda frialdad, porque semejaba el frío de la muerte. La obscuridad que allí reina, interrumpida por el macilento resplandor de una vela de cera que levantaba en alto el encargado de enseñar el local á los viajeros, infundía en el ánimo del visitante dulce y poética melancolía; y una linda señorita de la colonia veraniega del Escorial, y que, conocedora de los tesoros artísticos y arqueológicos que encierra, nos guiaba en nuestra visita de curioso, nos iba leyen do con argentina voz las cartelas de los sarcófagos.

Al escuchar los nombres de los reyes que precedieron á Isabel II en la posesión de la corona de España, cruzaron por nuestra imaginación, con la brevedad del relámpa

go, los acontecimientos que forman la historia de cada uno de aquellos reinados, y nos persuadimos que el de Isabel es quizá el que más contratiempos sufrió dentro del país, el que encontró mayor número de obstáculos en las interioridades de la política y de la familia. Era débil y era. mujer, circunstancias ambas que cautivaron nuestra benevolencia.

Feministas por sentimiento, no pretendemos equiparar la mujer al hombre en el funcionamiento legal de la sociedad, porque esto, á nuestro juicio, tiende á disminuir y obscurecer la dignidad de esa bella mitad del género humano; pero deseamos conservar y acrecer su prestigio, reconociendo la dulce y sacrosanta empresa que al mundo trae, dignificándola cuanto posible sea por medio de la ilustración y del cariño á que tiene perfecto y natural derecho.

Esta idea, si no bien razonada, bien sentida, nos ha impulsado á juzgar benignamente el concepto histórico de Isabel II, quien por la sola circunstancia de ser mujer había ya conquistado nuestro respetuoso afecto, puesto queno ha llegado el día en que la historia se escriba sin suges tiones ni prejuicios.

XXXVIII

CRÍTICA BENEVOLA

El eximio novelista D. Benito Pérez Galdós visitó en París á Da Isabel con objeto de conseguir de ella algunos datos para continuar la serie de Episodios nacionales con referencia á la época en que ocupó el trono la ilustre dama; y á raíz de la muerte de ésta publicó Galdós sus impresiones en un inspirado artículo, del que vamos á presentar al lector algunos párrafos como muestra:

«A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no le había, sino el macizo de mi perplejidad ante la grandeza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por Reina. Me aventuraba yo á formular preguntas acerca de su infancia, y ella, con vena jovial, refería los incidentes cómicos, los patéticos, con sencillez grave; á lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba D.a Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero y sin que ninguna idea extranjera asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Es su lenguaje propiamen te burgués y rancio, sin arcaísmo, el idioma que hablaron las señoras bien educadas en la primera mitad del siglo anterior; bien educadas, digo, pero no aristocratas. Se formó, sin duda, el habla de la Reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que debieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas mane

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