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ras y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que, por su propia ilimitación, permite que se le den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese á extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo á todos los de la casa nacional.

<Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus aventuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Argüelles. Graciosos diálogos con Narváez contó sobre cuál de los dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el general quedaba vencido en estas disputas, y así lo demostraba la Reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía, marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatro rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez, O'Donnell ó Espartero, figuras para ella tan familiares, que á veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente... Le oí referir su impresión, el 2 de febrero del 52, al ver aproximarse á ella la terrible figura del clérigo Merino, impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterio que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos. Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real, en 1844; mas no con la puntualización de hechos y claridad descriptiva que habrían sido tan gratas á quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias... Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dió á D. Salustiano para su hija y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, obscura en el caso esen. cial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra á la pobrecita Reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional,

regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables y pasiones desbordadas.

>> Cuatro palabritas acerca del Ministerio Relámpago, habrían sido el más rico manjar de aquel festín de historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta á la confianza como en otros. Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la monja Patrocinio. «Era una mujer muy buena - nos dijo, era una santa y no se metía en política ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia para que mi marido y yo hiciéramos las paces, pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo... Cierto que aquel cambio de ministerio fué una equivocación; pero al siguiente día quedó arreglado... Yo tenía entonces diez y nueve años... Este me aconsejaba una cosa, aquél otra, y luego venía un tercero que me decía: «Ni aquello, ni esto debes hacer, sino lo de más allá. Pónganse ustedes en mi caso.. Diez y nueve años y metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba...» Gustosa de tratar ese tema, no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesto á mil tropiezos por no tener á nadie que desinteresadamente la guiara y la aconsejara. Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional; eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se tratara de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de Constituciones y de todas estas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome á obscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, tan jovencilla, Reina á los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero á mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer á los necesitados; no viendo á mi lado más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?.. Pónganse en mi caso.

>> Recordando después, lejos ya del Palacio de Castilla, las últimas expresiones de desaliento que oímos á la Reina Isabel, y aquella otra declaración que en anterior visita hizo, referente á los defectos y virtudes castizas que reconoce en sí, vine á pensar que sus virtudes pueden pertenecer al número y calidad de las elementales y nativas, y que los defectos, como producto de la mala educación y de la indisciplina, pudieron ser corregidos, si en la infancia hubiera tenido Isabel á su lado persona de inflexible poder educativo, y si en las épocas de formación moral tuviese un corrector dulce, un maestro de voluntad, que le enseñase las funciones de Reina y fortificara su conciencia vacilante y sin aplomo. No se apartaba de mi mente la imagen de la Reina bondadosa, tal como en sus floridos años nos la presentan las pinturas de la época, y pensando en ella hacía lo que hacemos todos cuando leemos páginas tristes de un desastre histórico y de las ruinas y desolación de los reinos. Nos complacemos en desbaratar todo aquel catafalco de verdades y en edificarlo de nuevo á nuestro gusto. Yo reconstruía el reinado de Isabel desde sus cimientos, y á mi gusto lo levantaba después hasta la cúspide ó bóveda más alta, poniendo la fortaleza donde estuvo la debilidad, la prudencia en vez de la temeridad, el sereno sentir de las cosas donde moraron las malas pasiones, la superstición y el miedo. Y en esta reconstrucción empezaba, como he dicho, por el fundamento, y lo primero que enmendaba era el enorme desacierto de las bodas Reales.»

A pesar del dominio que Galdós tiene sobre su pluma, y á pesar también de su republicanismo, confesado momentos antes de salir á luz La de los tristes destinos, pero latente en el espíritu que informó todas sus obras, se deja traslucir en los párrafos que transcritos quedan de su precioso artículo la sugestión misteriosa que Isabel ejercía en el ánimo del que la hablaba, del que la veía solamente ó del que pensaba en ella, como nos sucede á nosotros que, decididos mantenedores de la inflexibilidad en la crítica histórica, más de una vez nos inspiramos en el generoso ambiente de la benevolencia, subyugados por la atracción magnética, no ya de su figura, ni del encanto de su voz, ni de la expresión de sus ojos, sino de su recuerdo que afluye

á nuestra imaginación y nos la representa con los mismos trajes, con la misma sonrisa que tanto nos cautivaba en nuestra niñez.

El espíritu esencialmente sincero del escritor no ha cedido ante los exclusivismos de la política, y Galdós, con noble franqueza, nos presenta á la Reina Isabel tal como la siente en el fondo de su conciencia, defraudando quizá las esperanzas de sus correligionarios que esperarían de los Episodios nacionales una invectiva contra esta desventurada señora. Y más adelante, en el libro que la dedica, apenas esfuma su figura entre el sinnúmero de personajes y de accidentes interesantes que acumula para hacer la his toria de la Revolución de 1868, empleando tonos suaves y condescendientes donde la intransigencia esperaría frases incisivas y fulminantes anatemas. Galdós supo sobreponerse á las conveniencias del partido. Inteligencia honrada que oyó directamente de los labios de Isabel las pruebas de su bondad, no quiso dejarse arrastrar y confundir entre los políticos del montón, y juzga á la de los tristes destinos con criterio propio, ajeno á toda influencia, para dejar en el último libro de los Episodios el testimonio de su since

ridad.

XXXIX

ANÉCDOTAS

Corren por ahí de boca en boca, y hasta impresas, muchas anédotas referentes á la Reina Isabel; pero unas por inverosímiles, y otras porque pecan de galantes, sin auténtica que las acredite de ciertas, no hemos creído oportuno recogerlas con nuestra pluma, aceptando solamente aque. llas que no perjudican su buen nombre y que reunen condiciones de verosimilitud.

Alfonso XII nombró embajador de España en París al general Serrano, y contaba éste á Kasabal una noche que, como tenía por necesidad que hacer una visita de cortesía á la ex Reina doña Isabel, estuvo muy preocupado con el compromiso, y hasta le quitó el sueño, porque no había hablado con aquella señora desde antes de 1868; habían pasado muchas cosas, y no sabía si le recibiría bien ó mal. Por fin se decidió, fué al hotel donde ella residía, le anunciaron, entró en el gabinete de doña Isabel y se quedó parado á la puerta haciendo una cortesía.

-¡Qué viejo estás! - exclamó la madre de Alfonso XII; pasa y siéntate aquí. ¿Cómo se encuentra mi hijo? ¿Y las chicas? ¡Pero qué viejo!..

No se puede negar que Isabel tenía buena mano izquierda, como dicen los toreros.

D. Manuel Cortina defendió como abogado los intere ses de Isabel II en cierto pleito; y habiéndole pedido ella

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