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se disolvería el reino; y tal habría sucedido en efecto, á ejemplo de lo acaecido entre griegos y romanos, á no haberle prestado poderoso apoyo el Papado y el Imperio.

§ VI.-ERECCIÓN DEL PAPADO Y RESTAURACIÓN del Imperio.

Desde San Cipriano (m. 258), la extensión del Cristianismo y las herejías sin cesar renacientes determinaron insensiblemente en la Iglesia un movimiento de concentración, acumulándose gradualmente en una sola persona la suma de autoridad necesaria para que no se fraccionase comunión tan vasta. Por el inmenso prestigio de que gozaba Roma, hacia la que todos volvían instintivamente los ojos en busca de regla para su conciencia por la tradicional costumbre de hallar en ella la regla de sus intereses, la persona elegida para depositaria de aquella autoridad no podía ser otra que el obispo de la secular capital del Imperio. La primada del mundo pagano había de ser también la primada del mundo cristiano. Este movimiento de concentración recibió nuevo impulso al invadir y repartirse los germanos las provincias del Imperio, ya por la necesidad de constituir un centro robusto de unidad en medio de aquel desquiciamiento universal, (1) ya por la santidad y saber de la gloriosa pléyade de obispos romanos que se sucedieron en este tiempo, los cuales se interpusieron entre vencedores y vencidos y trabajaron sin descanso por la paz de los pueblos y la conversión de los bárbaros. Una inmensa popularidad, mezclada de afecto

(1) P. Lanfrey, Hist. Pol. des Papes, p. 3.

y veneración, fué el premio de aquella conducta. Desde la muerte de San Gregorio el Grande (606), el obispo de Roma fué yá la cabeza visible de la Iglesia. Á la supremacía espiritual, por tan buenos medios ganada, se añadió poco después el poder temporal, cuya primera piedra sentó Odoacro (476), dejando subsistente la República Romana al fundar el reino de Italia; lo ejerció yá de hecho el papa San Gregorio; (1) favoreciólo notablemente el decreto de León IV el Isauro contra las imágenes, y quedó definitivamente fundado con la donación de Pipino, confirmada y ampliada por Carlomagno. Desde entonces quedó erigido el Papado.

Pocos ejemplos habrá tan expresivos como el que nos ofrece la caída del Imperio Romano de Occidente, de que las instituciones no pueden desaparecer de súbito. Á fuerza de verlo durar, habíanse acostumbrado propios y extraños á mirar el Estado fundado por Augusto como insustituíble y eterno. El romano no concebía el mundo sin él (2); el germano lo veía y admiraba en todas partes y teníalo por algo augusto é inconmovible. Lejos de pensar en destruirlo (3), los jefes bárbaros aspiraron á repre

(1) Lavisse-Rambaud, Histoire Générale du IV siecle à nos jours, t. I, p. 241–243.

(2) Véase en qué términos tan explícitos expresa Lactancio (Divin. Instit., VII, 25) aquella creencia: «At vero, cum caput illud (Roma) orbis occiderit el Popn esse cœperit quod Sibyllæ fore aiunt, quis dubitet venisse jam finem rebus humanis orbique terrarum? Illa, illa est civitas quæ adhuc sustentat omnia, precandusque nobis et adorandus est Deus coeli, si tamen statuta ejus et placita diferri possunt ne citius quam putemus tyrannus ille abominabilis (Antecristo) veniat qui tantum facinus moliatur, ac lumen illud effodiat cujus interitu mundus ipse lapsurus est.»>

(3) Incluso Ataulfo, cuando se convenció de que la barba

sentarlo gobernando las provincias que conquistaran con algún título romano, que miraban como fuente de su poder. Este modo de ver hizo que, al deponer Odoacro á Rómulo Augústulo y enviar las insignias imperiales al emperador Zenón (476), no se entendiese que se había extinguido el Imperio de Occidente, sino que se había vuelto á unir al de Oriente (1), como en tiempos de Constantino, de Constancio y de Teodosio. Tanto fué así que todos los jefes bárbaros reconocieron la suprema autoridad del Imperio de Oriente. Como Vicario del Imperio goberno Odoacro la Italia; con el beneplácito de Zenón la conquistó el gran Teodorico y una vez dueño de ella reconoció paladinamente la soberanía del Imperio (2); Clodoveo celebró en Tours, loco de alegría, el título de cónsul que le confirió Atanasio; (3) á este mismo emperador se ofreció con su pueblo, según Avito, (4) el rey de Borgoña, Sigismundo, por haber sido elevado á las dignidades de conde y de patricio, y Theodeberto, hijo de Clodoveo, recibió la Provenza, después de haberla conquistado, como donación de Justiniano (5). Hasta en el fondo de Inglaterra, los feroces anglos y sajones tomaron los nombres de dignidades romanas, titulándose imperatores y basileis de Bretaña (6).

Pero donde más hondas raíces tenía el Imperio era en el Catolicismo, que no podía vivir sin él. Uníalos á entrambos su común aspiración á la universalidad, en vir

rie visigoda era incompatible con la regularidad y el orden. (Orosio, VII, 43).

(1) J. Bryce, Le Saint Emp. Rom. Germ., p. 33.

(2) Jornandes, De Rebus Goticis, cap. LVII.

(3) Gregorio de Tours, II, 58.

(4) Migne, Patrologia, vol. LIX, p. 285.

(5) J. Bryce, Le Saint Emp. Rom. Germ., p. 22. (6) J. Bryce, Ibid, p. 57.

tud de la que era el Imperio para el Catolicismo punto de apoyo, quizás indispensable en el nuevo é inseguro campo en que se hallaba colocado, para superar todos los obstáculos y proseguir su obra (1); uníalos su común historia y cierto vínculo de filiación, siendo el Catolicismo deudor al Imperio de su triunfo y de todo el prestigio material que ostentaba. Cierto que el Imperio había perseguido al Cristianismo, mas el Imperio pagano, nó el cristiano; éste le había dado la paz y la victoria, lo había enaltecido y colmado de riquezas y honores, le había, en fin, prestado pública obediencia y sumisión. La unión ahora del Imperio Occidental al Oriental, lejos de contrariar, satisfizo á la Iglesia, por ser más conforme á su espíritu de unidad el que un solo emperador empuñase el cetro del mundo. Sin violencia de ningún género, el clero, con el Papa á la cabeza, se reconoció súbdito del emperador de Oriente, que ejerció en los asuntos religiosos la misma suprema dirección que había ejercido Constantino.

Este orden de cosas empezó á variar desde la muerte de Justiniano, ya por desatender los que le sucedieron los asuntos de Roma, ya por la diferenciación de ideas y costumbres que se iba efectuando entre el Occidente y el Oriente. Por una parte, los reyes germanos dejaron de pensar en el Imperio y se habituaron á mirar á la Iglesia como fuente de todo derecho; por otra, las relaciones entre los papas y los emperadores se enfríaron, por no dispensar los segundos. á los primeros la protección que les pedían contra los lombardos. Consumó la ruptura de estas relaciones la abolición del culto de las imágenes ordenada por León IV el Isauro, á quien el papa Gregorio II se vió en la necesidad de excomulgar. Entonces, huérfana la Iglesia de protector, se

(1) Alzog., Hist. Univ. de la Igl., t. II, p. 231.

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dió á buscarlo en el Occidente, fijándose en Carlos Martel, que acababa de salvar el Cristianismo en los campos de Poitiers. Las negociaciones entabladas con este caudillo se prosiguieron y llevaron á feliz término con su hijo Pipino, quien por dos veces salvó á Roma de los lombardos y donó á la Santa Sede el Exarcado y la Pentápolis, recibiendo en premio el título de patricio (1). Carlomagno completó la obra de su padre, incorporando el reino de los lombardos al Imperio Franco y confirmando á la Santa Sede la donación que aquél le hiciera. Mas esto no bastaba; porque según el derecho vigente, Emperador de Constantinopla seguía siendo soberano titular de Roma. Por fortuna, las conquistas de Carlomagno hicieron revivir en Occidente el recuerdo del Imperio Romano, que seguía siendo considerado como necesario en la organización del mundo, sobrevivía en las leyes y costumbres y miraban con simpatía los vencidos, por el orden y la paz que durante siglos les había dado. En poco tiempo se preparó la opinión para traer el Imperio del Oriente al Occidente. Faltaba sólo la ocasión, que se encargó de propor

(1) Este título, al restaurarlo Constantino cuando se había perdido su primitivo significado, no designó un oficio, sino un grado honorífico, el más alto después de los de emperador y cónsul; mas como durante los siglos VI y VII fué costumbre conferirlo á todos los vireyes bizantinos en Italia, se tomó en el Occidente como título de oficio, al que iba anejo el deber de velar por la Iglesia y proteger sus intereses temporales. En este sentido es en el que lo confiere el Papa á Pipino, ilegalmente, es verdad, puesto que sólo al Emperador competía el otorgarlo; y como protección implica en el que la recibe algún grado de obediencia, se confirió al nuevo patricio cierta autoridad en Roma, sin que se entendiese abolida por esto la supremacia del Emperador. La fórmula fué patricius romanorum, no patricius simplemente, como en otro tiempo, seguida de los términsos defensor y protector.

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