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ger de los palacios reales las alhajas y efectos preciosos que aun habian dejado en ellos, y por último, dejar á voluntad de los españoles que se habian adherido á su causa, el quedarse ó seguirlos.

De los siete ministros de José, cinco le siguieron; Cabarrús, O'Farril, Mazarredo, Urquijo y Aranza. Peñuela y Ceballo optaron por quedarse y le instaron el duque del Parque el del Infantado.

A partir de aquel momento, dos elementos gobernaron en España: el de la raza que se ha desarrollado en nuestros tiempos, el de los hombres aficionados á mandar á toda costa y con cualquier gobierno, sin pudor, sin vergüenza y el de los verdaderos españoles.

IX.

Ya he dicho que á la Junta central reemplazó la Regencia, y que esta última depositó toda su autoridad en las Córtes de Cádiz.

¿Qué diré de Ceballos y de Urquijo, de Aranza y de Piñuelas, de O'Farril y Cabarrús, y en una palabra, de todos los que separándose de la causa española, siguieron por medrar al rey intruso?

La historia los ha juzgado ya y su memoria nada tiene de envidiable.

Los pueblos tienen un gran instinto, y cuando están unidos son invencibles.

Todos los ejércitos del mundo hubieran hallado su tumba en España.

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¿Qué eran cien mil, doscientos mil, un millon de soldados contra quince millones de habitantes, porque las mujeres, los ancianos, los niños, los enfermos, todos luchaban contra los franceses?

Como dice muy bien la tradicion, en aquellos calamitosos años, no hubo más que un jefe, un general invencible, el genaral No IMPORTA.

No pensaban los soldados entonces en ganar grados ó condecoraciones, no pensaban los españoles en empleos ó gracias, no aspiraban aquellos guerreros improvisados más que á salvar la patria, y el que moria estaba seguro de ganar el cielo y de dejar un gran ejemplo en el mundo.

Sufrian un descalabro:

-¡NO IMPORTA! exclamaban, adelante

Y esta frase convertida en general hacia que todos siguieran al que más odiaba al enemigo, sin rivalidades, sin envidias, sin codicia de ningun género.

¡Cuán indignos, cuán pequeños aparecen al lado de aquellos millares de mártires cuyos nombres no conocemos, los de los consejeros de Fernando, el mismo rey, los ministros del rey intruso!

Pues á pesar de todo, los vereis sobrenadar y figurar todavía.

X.

Gran leccion dió España al coloso del siglo.
Su Ocaso fué en el Oriente de Europa.

-¿Qué haré, se dijo Napoleon al verse humillado por los españoles, cómo me vengaré de las derrotas que he sufrido?

Reflexionó un instante y puso en libertad á Fernando VII.

-El me vengará, añadió.

Y así fué.

Detengámonos en presencia de las Córtes de Cádiz, conozcamos á sus hombres más notables, y veremos despues que en efecto Napoleon se vengó de nosotros.

LIBRO VII.

LOS CONSTITUYENTES DE CÁDIZ

Y LA CONSTITUCION DEL AÑO 12.

CAPÍTULO PRIMERO.

La anarquía política.-Un punto luminoso.-Los oradores filósofos.-Carácter de una Asamblea.

I.

Hay circunstancias tan azarosas en la vida de los pueblos, hay momentos tan críticos y horas tan supremas, que parece que todo se oscurece y todo se derrumba; y que si no hubiera mas que soluciones puramente humanas para sus grandes problemas bien pudieran desconfiar de su salvacion.

Si la historia de cada nacion registra épocas de sacudimientos y convulsiones, de esperanzas y de escepticismo, de luz y de tinieblas, la de España es fecunda en acontecimientos estraordinarios, en los que juegan causas poderosas, sucesos inesperados, y hasta detalles al parecer insignificantes que ejercen una influencia súbita en su suerte y en su porvenir.

Pero uno de esos períodos difíciles de describir, una de esas situaciones que se resisten á todo análisis, y que miradas por el prisma del materialismo harian dudar de todo y arrancarian hasta la última esperanza del corazon mas optimista, es la situacion de España en los primeros años del presente siglo.

Ya he descrito, aunque á rasgos de pluma que corre y se agita para no detenerse demasiado en el fondo de las cosas, el modo de ser de España en aquel período laborioso y dificil.

Ya he bosquejado los contornos de aquel cuadro desgarrador que ofrecia la Península, pero todo cuanto pudiera decirse para sombrearlo es poco si ha de definirse con precision.

La nacion no era nacion. No era mas que ruinas, porque habian desaparecido ó se habian aflojado sensiblemente los lazos que unian á las provincias para constituir ese todo político que se llama Estado, y sin el cual no hay espíritu de unidad Ꭹ de concierto que armonice sus partes y las dirija hácia un gran fin.

El poder real, ese poder que debe inspirarse en las verdaderas necesidades del pueblo, y que debe regir sus destinos con mano fuerte y vigorosa, removiendo grandes obstáculos, venciendo dificultades supremas y abriendo ancho cauce á la corriente del progreso, ese poder se hallaba prostituido, degradado, y era incapaz de cumplir su mision augusta, porque el favoritismo y la venenosa atmósfera de una córte corrompida habian destruido ó enervado todos los gérmenes del bien.

Por otra parte, el país estaba fraccionado, le faltaba la fuerza de cohesion, carecia de centro de unidad, y por gran

TOMO II.

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