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buir dinero entre la muchedumbre para comprarle su libertad.

Casi al mismo tiempo llegó á Valencia una exposicion suscrita por gran número de diputados, en la cual, por indicacion del duque de San Carlos, pedian al rey que proclamase el despotismo.

A propósito de este documento, célebre en los fastos de la historia contemporánea, hace un historiador las siguientes indicaciones:

<D. Bernardo Mozo de Rosales, autor de las anteriores conspiraciones, conocido despues con el título de marqués de Mataflorida, urdió los hilos de la trama con el auxilio de los frailes de Atocha, en cuyo convento se celebraron las reuniones: trama que, encubierta á todos los ojos con el mayor cuidado, apenas se traslució en sus principios. Redactado el escrito en 12 de Abril, y apoyado primero por pocos, aunque despues reunió sesenta y nueve firmas, desapareció de la villa madrileña el futuro marqués de Mataflorida, partiendo á las márgenes del Turia, acompañado de otros diputados, á depositarlo en las reales manos, despues de haber protestado contra todo lo que resolvieran las Córtes, como él mismo dice en su exposicion otra vez citada. Contenia aquella obra un elogio de la monarquía absoluta, hija de la razon y de la inteligencia, segun allí se espresaba y subordinada á la ley divina, pero concluia, para demostracion de la consecuencia de sus autores, pidiendo <se procediese á celebrar Córtes con la solemnidad y en la forma que se celebraron las antiguas.> Llamóse á esta representacion la de los persas, porque su principio decia así: «Era costumbre en los antiguos persas pasar cinco dias en la anarquía despues del fallecimiento de

su rey, á fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias los obligase á ser mas fieles á su sucesor.> Joya preciosa para los consejeros del monarca, que recogiéndola con afan como el mas rico diamante del trono, pensaron que le devolvia su antiguo brillo, puesto que nacida en las minas del poder popular deslumbraria por su orígen, y engastada á aquella diadema de derecho divino amalgamaba opiniones opuestas.>

XXI.

Fernando VII creó una condecoracion especial para remunerar á los persas.

No ignoraban los liberales los trabajos que hacian sus enemigos.

En una de las sesiones mas borrascosas, el dia 6 de Mayo, queriendo conjurar en parte aquellas maquinaciones, se levantó el orador mas elocuente del Congreso, D. Francisco Martinez de la Rosa, y dejándose dominar por su amor á la libertad, propuso á la Cámara que el diputado que presentase alguna adicion ó reforma á la Constitucion de 1812 hasta pasados los años prescritos para su modificacion, fuese condenado á muerte.

Esa debilidad que se apodera de todos nuestros hombres políticos, hizo que los amigos y correligionarios de Martinez de la Rosa admitieran en principio su proposicion, perɔ resueltos á no votarla, porque los unos no podian creer que el rey conspirase contra la Constitucion, y los que tal creian opinaban que mas valia la maña y la habilidad que la fuerza para evitar el conflicto.

Las Córtes se limitaron á escribir dos cartas al rey, manifestándole que deseaban verle en la córte, esponiéndole los peligros á que podia dar lugar su tardanza.

S. M. no se dignó contestar á estas misivas.

Los diputados quisieron, sin embargo, apurar todos los medios conciliatorios, y resolvieron trasladarse del teatro de los Caños del Peral, donde celebraban las sesiones, al convento de Agustinos Descalzos de doña Ana de Aragon, que es donde hoy se halla la alta Cámara.

El rey y sus secuaces continuaron de prisa por la senda tan fácilmente abierta á sus deseos.

El duque de Frias y el general Palafox, dejaron de asistir á los consejos del monarca.

En ellos no se admitian más que á los que se mostraban partidarios de la tiranía lisa y llana.

Pero aun entre los mismos Consejeros habia dos opiniónes.

Unos creian que era preciso arrojar la careta, y otros, por el contrario, opinaban que lo más oportuno era engañar á los liberales, con el objeto de destruirlos mejor.

Fernando se adhirió á los que pensaban de este modo, y al efecto comisionó á los Sres. Perez Villamil y Labrador, para que redactasen una proclama en este sentido.

XXII.

Este documento hizo la suerte de dos hombres.

Villamil y Labrador necesitaron un escribiente, y, ¡cosas

de España! se dirigieron á un peluquero.

Más raro parecerá aun á mis lectores que el peluquero fuese un hombre callado.

Llamábase D. Antonio Moreno, y al prestarse á escribir unas cuartillas y guardar el secreto, le valió más tarde la proteccion del rey.

El segundo hombre afortunado fué un impresor.

Era necesario que la imprenta reprodujese aquella alocucion, para enviarla en un momento dado á toda España. -¿De quién nos valdremos? preguntó Labrador.

-Del impresor más oscuro y más pobre de la ciudad. Déjelo Vd: á mi cargo, que yo le buscaré.

Villamil salió á pasear por las calles más retiradas, y en una de las más estrechas y sucias vió un letrero que decia: Francisco Brusola, impresor.

Llamó á la puerta, y salió á abrir un hombre ya de edad. —¿Es Vd. el dueño de la imprenta? le preguntó..

-Para lo que Vd. guste mandar.

-A juzgar por las muestras no debe Vd. tener mucho trabajo.

-¡Ay! No, señor; los tiempos son dificiles.

-¿Lo que quiere decir qué es Vd. pobre?
-Pobre, sin poder pedir limosna.
-¿Tiene Vd. hijos?

-Por desgracia.

-¿Nos escuchan?

El impresor miró á todas partes, y dijo:

-Hable Vd. sin cuidado.

-Voy á hacerle á Vd. una proposicion, y de su respuesta depende que sea Vd. rico, ó que muera Vd. ahorcado. El pobre hombre comenzó á temblar.

-¿Qué es lo que quiere Vd. ser?

-Rico, se apresuró á decir.

-Pues entonces oiga Vd. El rey nuestro señor, necesita que imprima Vd. este escrito, sin que nadie, ni aun su propia mujer de Vd. se entere, para lo cual es necesario que Vd. lo haga todo. Si verifica Vd. este trabajo con todo el sigilo necesario, puede Vd. estar seguro de que ha hecho su suerte; si revela Vd. á alguno el misterio, el rey es poderoso y absoluto, lo cual quiere decir que hay horcas.

XXIII.

No sé si el bueno de Francisco Brusola era liberal, pero que se ponga cualquier impresor en su caso, y que me diga si ante la espectativa de la fortuna ó de la horca no hubiera variado de opinion en aquellos momentos.

Hubieran podido muy bien enterarse de todo lo que pasaba el cardenal de Borbon y el ministro de Estado Luyando.

Pero el primero era un infeliz, y el segundo debió pensar que se cortaba la carrera denunciando los propósitos de los parciales del monarca.

Así es que estuvo limitado á enterarse todos los dias de la salud del rey, y á comunicar á la Regencia y á las Córtes que continuaba sin novedad en su importante salud.

Fernando, á quien la naturaleza tenia á su vez esclavizado, cayó malo en Valencia de un ataque de gota, pero resuelto como estaba á llevar adelante su propósito, envió numerosas tropas hácia Madrid, al mando de D. Santiago Witingham.

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