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apodos satíricos, y van de este modo llevándonos poco a poco al caos de la anarquía y á los horrores de la guerra civil, si antes no al sufrimiento de una guerra extranjera, tan obstinada y ruinosa como la última, será leida y solícitamente buscada algun dia por los que escriban ó estudien la historia de aquellos sucesos para su aprovechamiento propio y el de las generaciones futuras.

XXIX.

<¿Quién observando el constante ó funesto influjo que la impunidad permitió ejercer en la regeneracion de España á estos mandarines, dice un historiador, no leerá con indignacion que en pleno siglo XIX han sido arrastrados á las cárceles públicas de Zaragoza, viéndose en peligro de perder la vida de un modo violento é ignominioso, el dean de aquella metropolitana iglesia, otros canónigos, el coronel de un regimiento que estaba de guarnicion en la ciudad y una hija de la virtuosa condesa del Montijo, ilustre por su nacimiento, interesante por su mérito personal y respetable por el grado, por los servicios patrióticos y por la reciente representacion pública de su esposo en la misma provincia, en virtud de una groserísima calumnia, discurrida por agentes tan estúpidos como malévolos, y presentada por un aceitero oscuro á magistrados, ó parciales ó ilusos, que solo el espíritu ciego de partido sacara de la nada para poner en sus manos el gobierno del antiguo y nobilisimo reino de Aragon?

>Ciertamente nos ha hecho estremecer la indisculpable credulidad de aquel jefe político, ó más bien su prevencion contra las ilustres personas calumniadas; la feroz alegría que

mostró al extenderse en su presencia la declaracion de un chisme tan mal urdido por el comandante Gurrea, el sargento Martinez, el vil Salillas y consortes en el meson de las Animas de Zaragoza y en el billar del patriota Logos para perderlas, y el banquete cínico con que festejó luego aquellos monstruos en nombre de la patria, y la exaltacion del partido liberal. Esta buena patria, violenta bajo el yugo indigno de tales mandatarios, y el liberalismo afrentado de la prostitucion de sus principios en semejantes almas, veian con dolor y maldijeron sin disimulo la perpetracion escandalosa de tamaños atentados, probándolo el júbilo puro y universal de la ciudad al punto en que la inocencia triunfante desenredó aquella grosera madeja de maldades. Este júbilo fué la más dulce compensacion del sufrimiento de los calumniados, y pudiera ahora su generosidad consentir que se disminuyese en sus enemigos la pena merecida; pero nada ganará la buena administracion de las provincias del reino, si este ejemplo tan grave no hace abrir los ojos al ministerio para dar los empleos á los ciudadanos más beneméritos, y no á los que levanten más el grito para pedírselos.»>

Esto pasaba y así se explicaban los periódicos entonces. Cerremos aquí el catálogo de las víctimas para ver de cerca en el próximo capítulo á quien Vds. pueden figurarse.

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CAPÍTULO II.

Galería de figuras siniestras.

I.

Empezaremos por los personajes de más relieve. Entre ellos corresponde uno de los primeros puestos al ministro más íntimo del rey.

D. JUAN LOZANO DE TORRES.

No era comun que los ministros de Fernando lograsen inspirarse un afecto durable, aunque la mayor parte no vacilasen en sacrificarlo todo al deseo de captarse su benevolencia con toda especie de adulaciones. El único á quien estimó verdaderamente fué á D. Juan Lozano de Torres, cuya historia merece particular atencion.

Era sobrino del relojero Lozano, bien conocido en Lóndres, é hijo de un carpintero de Cádiz. Pasó su juventud en el puerto vendiendo chocolate, y se le proporcionó ocasion de viajar por Inglaterra, Suiza y otros países, mas sin adquirir conocimientos y sin desvanecer sus preocupaciones, como acontecia de ordinario á los viajeros españoles.

En la guerra de la Independencia logró el empleo de comisario del ejército y adquirió cierta reputacion de habili

dad. Cuando el rey llegó á Valencia, Lozano, que se hallaba entonces en Badajoz, le dirigió una carta tan llena de protestas de afecto á su real persona y de invectivas amargas contra los liberales, que Fernando mandó le siguiese á Madrid.

Allí se mostró enteramente consagrado al rey, á quien rendia una especie de culto, y cuyo retrato llevaba habitualmente pendiente del cuello, conduciéndose al propio tiempo con Fernando como un consejero desinteresado que solo auxiliaba el bien de su soberano.

Ofrecióle el monarca diferentes destinos de alta categoría, que rehusó Lozano constantemente, hasta que en una de las mudanzas de ministros, tan frecuentes en el reinado de Fernando, fué nombrado secretario del despacho, que aceptó despues de una afectada resistencia.

Los destinos subalternos del ministerio de Estado los desempeñaban regularmente en España los que habian ejercido comisiones diplomáticas en las córtes extranjeras, y hallábanse unidos entre sí por un espíritu de cuerpo que las vicisitudes políticas nunca lograron destruir.

Su union y sus relaciones los hicieron tan poderosos, que siempre quedaron victoriosos en sus querellas con los ministros, con el rey y con la nacion.

Miraron, pues, como un insulto prodigado al cuerpo entero el nombramiento de Lozano del empleo de ministro de Estado, que juzgaban debia proveerse en uno de ellos.

Así es, que cuando el nuevo secretario se presentó en el despacho, los empleados subalternos, en vez de reconocerlo por su jefe, declararon de la manera más formal que no querian trabajar bajo sus órdenes, y que era preciso que el ministro ó ellos renunciasen el destino.

Lozano conoció que todavía no era bastante fuerte para hacer rostro á la borrasca, y creyó más prudente ceder enviando su dimision.

Mas el partido que lo sostenia no se asustó por eso, y algun tiempo despues fué nombrado ministro de Gracia y Justicia.

Admiróse en extremo la nacion al ver colocado á la cabeza de la Iglesia y de la magistratura á un hombre sin talento y sin experiencia.

Lozano resolvió aprovecharse cuanto pudo de las ventajas inmensas que le proporcionaba el alto puesto á que se habia encumbrado; y llevado de estas miras, mientras que por un lado colmaba de favores á los fanáticos más furiosos, empleaba por otro su crédito para perseguir á los que sospechaba propagadores de las opiniones liberales ó instruidos.

Habian persuadido hacia mucho tiempo al rey que el objeto principal de los liberales era quitar la vida, y nunca se borraba de su imaginacion tan horrorosa idea.

Lozano se aprovechó hábilmente de su temor; lo entretuvo y aumentó durante el tiempo de su ministerio con una destreza y una perseverancia que hubieran honrado ciertamente su carácter y sus talentos si la hubiese empleado de otro modo.

Sabiendo que el rey no podia dedicarse largo rato á los asuntos sérios, procuraba divertirle refiriéndole las anécdotas que recogia desde el lugar que ocupaba; así es, que cuando Lozano despachaba con el rey, el despacho duraba por lo comun algunas horas, con gran admiracion de los cortesanos, cuya sorpresa no cesó hasta que conocieron los medios que empleaba el astuto favorito.

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