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Toledo á tiempo que venian otros dos coraceros y un oficial de graduacion en socorro del anterior.

-¡Cobardes! comenzó á gritarles, ¡aguardad! ¡aguardad!

Pero ellos en vez de hacerlo se retiraron á galope por aquellos derrumbaderos hácia el embarcadero del canal; y así este español pudo gloriarse de haber quedado más ufano y triunfante que cualquiera de los griegos en Platea y Maraton; pues aunque luego que divisó la gran columna se retiró hácia Madrid, ¿quién sabe el estrago que antes y despues haria?

Finalmente, por todas partes y barrios fué tal y tan general la conmocion del pueblo, y su empeño en hacer frente á los franceses con tan pocas y débiles armas, que el perverso Murat, sus generales y consejeros atemorizados y temiendo mayores males, escogitaron el especioso pretexto de hacer tomar parte á los Consejos, como el medio más seguro de aquietar al pueblo.

XVII.

Con efecto, luego que hicieron varias descargas de artillería y fusilería, y la columna apostada en la plaza de Palacio venia haciendo fuego por la calle Mayor, se presentaron á caballo los ministros delante del Consejo de Castilla, é hicieron que saliesen tambien los individuos de los otros, y en grandes partidas con sus pañuelos blancos en las manos fuesen persuadiendo al pueblo que se aquietase y retirase á sus casas. Y á esta solemne propuesta, harto mejor que á sus armas, debió Murat que el pueblo se retirase, y al indulto que publicaron los Consejos, mediante el que aseguraban que

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terminado el alboroto, las tropas francesas no se meterian más con los paisanos, si éstos no lo hacian con aquellas. Pues por lo demás, y á pesar de lo que despues se ha querido por algunos desfigurar esta defensa, fué tan general la conmocion, y llegó á tomar tal incremento por todos los barrios, que acobardado Murat al saber la intrepidez tan general del pueblo, y temiendo no cediese á las insinuaciones de los Consejos, y que la poca tropa española saliese de sus cuarteles, dió las órdenes más estrechas para tomar todos los caminos y puentes, y en caso necesario sitiar á Madrid, y á mayor abundamiento envió postas al famoso Dupont que estaba en Toledo, para que retrocediese con su division.

Pero el pueblo se aquietó á las exhortaciones de los Consejos, y las miras de los malvados, abusando de tan loable obediencia, pasaron mas adelante al ver que la burla ideada para sujetar al pueblo y apoderarse del mando, les habia salido mucho más cara de lo que jamás pudieron imaginar. Ya se ha dicho que como los paisanos disparaban y daban sus golpes á pié firme, por decirlo así, desde las esquinas ó ventanas mataban ocho ó diez franceses, antes que éstos á uno de ellos. Y entre tanto en los barrios bajos no se descuidaron con los que pasaban con armas ó sin ellas, y desarmanron á grandes patrullas que sin mucha dificultad entregaban las armas diciendo:

-¡Viva el rey de España y muera Napoleon!

XVIII.

Visto y sabido todo esto por Murat y sus generales, y que los soldados muertos no bajaban de 1500, incluyendo un general de division y más de 80 oficiales, (á los que apuntó con

más teson el paisanaje, como á los queridos mamelucos de Napoleon), y que el número de heridos, extraviados y desarmados era tres veces mayor, se encendieron más y más en cólera, y cuales tigres rabiosos idearon saciar su rabia en las inocentes entrañas de los paisanos de Madrid.

Sin preceder bando, pregon ni edicto alguno, plantaron en la casa de Correos una comision militar, presidida por el capitan general español D. Francisco Negrete y el francés Manuel Gruchi, y mandaron á las infinitas patrullas francesas, que por haberse retirado ya el paisanaje andaban con libertad por las calles, que registrasen con el mayor escrúpulo á todos cuantos encontrasen, y si era con armas, aunque muy despreciables, los condujesen á la casa de Correos y á su vivac, desde donde sin más apelacion, recurso, auxilios espirituales, ni otra prevencion, eran conducidos al Prado, y allí arcabuceados despiadadamente. A más sacaron de aquellas casas desde donde se les figuró les habian hecho fuego, sin más exámen ni distincion, á otros varios que alli mismo ó poco despues sufrieron la misma suerte.

Hubo de todas clases entre estas inocentes vítimas, como sacerdotes, religiosos y aun alguna mujer. Entre todas, contando tambien las que fueron arcabuceadas en la montaña del Principe Pio por los crueles polacos, á quien el pueblo hasta entonces habia mirado con cierta predileccion, se conjeturó que ascenderian con las muertas durante el motin, á unas cuatrocientas cincuenta ó quinientas personas, y entre ellas las preciosas de Daoiz y Velarde, á quienes asesinaron traidora y cobardemente por la espalda, al lado de sus mismos cañones, despues de haberles ofrecido paz y seguridad.

TOMO II.

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Un inocente esquilador de caballerías hubo que, saliendo del Retiro de ejercer su oficio, ignorante de tan fementida y bárbara órden, fué aprehendido por aquellos groseros soldados, y sin más causa ni delito que traer las tijeras en el cinto, segun tenia de costumbre, fué puesto de rodillas y trasladado á la eternidad. ¡Qué desconsuelo no seria para su pobre mujer y cuatro tiernos hijos! ¡Y cuál no seria para otros varios que tan injusta y repentinamente se vieron privado de sus padres, hijos, hermanos y maridos!

XIX.

Las tropas españolas permanecieron encerradas en sus cuarteles.

La Junta y el capitan general D. Francisco Javier Negrete, sostuvieron á los soldados, que ansiaban ayudar á sus hermanos.

Solo los artilleros del parque, y sus gloriosos jefes Daoiz y Velarde, pudieron cumplir este deber, y hacer que la posteridad honre sus nombres y venere su memoria.

Desde el principio de la lucha se situaron en el altillo de San Vicente el príncipe Murat, el mariscal Moncey, y casi todo el Estado mayor del generalísimo francés; de esta manera podia comunicar sus órdenes á todos los puntos de la poblacion.

En medio del fragor del combate, acudieron humildes y suplicantes los ministros O'Farril y Azanza, á implorar gra

cia de Murat.

El rostro se enciende de rubor al pensar que aquellos hombres, únicos árbitros del porvenir de España, deposita

rios de su honra, fueron capaces, mientras que perecian los madrileños defendiendo la independencia de la patria, de acercarse al verdugo para entrar con él en negociaciones.

La Junta Suprema de gobierno les dió la comision de decirle, que si ordenaba que cesase el fuego y hacia que fuese con ellos un general para comunicar á los jefes de las tropas que luchaban, se obligaban á restablecer la calma en la poblacion.

Dignose Murat acceder á estos ruegos, nombró al general Harispe para que acompañase á los ministros O'Farril y Azanza, y los tres se dirigieron á los Consejos, como ya he indicado, en donde se reunieron á ellos los ministros de Castilla, Indias, Hacienda y Ordenes, y escoltados por Guardias de Corps recorrieron las calles y plazas agitando con las manos pañuelos blancos y gritando:

-¡Paz, paz!

XX.

El combate cesó, pero los franceses aprovecharon aquella tregua para tomar posiciones extratégicas y dominar por completo la poblacion.

El infame Murat faltó á su palabra y deshonró las águilas imperiales, porque ya han visto mis lectores en el cuadro que he trazado anteriormente, que apenas consiguió el triunfo que debió á su falacia, fusiló inícuamente á los indefensos madrileños.

Me apresuraré á decir, para demostrar una vez más la inexorable Justicia Divina, que el principe Murat, preso en 1815 por un español, pagó sus iniquidades siendo arcabu

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