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qués de San Felipe, trasmitiéndole los que habian leido esta obra á los que no la habian leido, y aun á los que no sabian leer; y fué universal deseo renovar la escena de casi un siglo antes.

el ar

Quizá ponderó algo el marqués, pero lo cierto es que chiduque se volvió descontento á sus reales, desde la mitad del camino sin llegar á habitar el régio alcázar, cuando José, más fácil de contentar, siguió hasta aposentarse en el Palacio.

A la amargura y rabia que causó verle sentado en el trono maternal de los reyes de España, sirvió de calmante, aunque leve, saber los desaires á que se veia expuesto.

Muchos se negaban á prestarle juramento de fidelidad, quienes á las claras, resueltamente, quienes buscando evasivas, honrados y fieles pero no animosos, quizás algunos puestos á ver venir, atentos á lo que habia de suceder en las provincias. Celebróse como gran hazaña que el alférez mayor de los reinos, marqués de Astorga y conde de Altamira, hubiese huido de Madrid por no llevar y levantar el pendon en la jura mandada hacer al nuevo soberano.

VIII.

En tanto habian pasado algunos dias despues del 19 de Julio, dia inmortal en que veinte mil franceses rindieron unos y entregaron otros las armas ó poco más de treinta mil españoles bisoños, en los campos de Bailen.

Tardó en llegar á Madrid la noticia auténtica de los sucesos; pero ya bien ó mal sabida, y trasluciéndose comenzaron

á ser fundadas las hasta entonces numerosas y mal fundadas conjeturas.

Pocos dias antes habia vuelto á las inmediaciones de Madrid con sus tropas el mariscal Moncey, rechazado de Valencia; y sino destrozado, obligado á desistir de su empresa.

Aunque no habia hecho mucho efecto su llegada, servia, como hecho constante, de dar crédito á voces que corrian de otras de magnitud muy superior. Ya los observadores de los rostros de los franceses no andaban tan fuera de razon, porque á todos ellos y á sus parciales los veian cabizbajos, afanados, como quien se prepara á un viaje, y éste no de recreo. Al cabo, los preparativos de retirada se hicieron visibles, y aun comenzó ésta á efectuarse en el 29 de Julio, siguiendo el 30 y 31 en que salió el intruso rey con la córte, yéndose con él algunos de sus parciales y quedándose otros dispuestos á pasarse á la bandera nacional.

IX.

Amaneció el 1.o de Agosto de 1808, dia por cierto memorable, y de aquellos en que rara vez gozan los pueblos, dia cuya memoria no puede borrarse en la mente de los que hoy vivimos, y la cual es bastante viva y tierna para reanimar y conmover å personas rendidas al peso de los años y heladas á por el peso de la vejez, como por fuerza hemos de ser y somos los pocos testigos que hoy quedamos de aquellas grandes escenas.

Apenas habia amanecido, cuando las calles, y principalmente el salon del Prado, rebosaban en un gentio numeroso, alegre sobre toda ponderacion, ufano, y si no ageno de

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malos deseos, dispuesto á enfrenarlos en medio del puro gozo de la victoria. En esto apareció entre aquel bullicio un corto piquete de franceses rezagados que corrian á juntarse con los suyos: soldados de poca edad, mal vestidos, con ciertos saquillos de color claro y no muy limpios que solian llevar aquellas tropos de infantería, parte de ellas nada lucidas, aunque temibles en la campaña.

Era de temer que la plebe alborotada les envistiese, pero se contentó con insultarlos, y si uno de ellos recibió unos cuantos golpes que le derribaron, no pasó la cosa á más, y recogiendo el pobre muchacho su fusil caido, se fué con sus compañeros, perseguido solo con silbidos y risotadas. La turba se dirigió al Retiro, que habia sido convertido en ciudadela por los franceses.

Veíanse allí cañones clavados, comienzos de fortificacion ó no concluidas ó deshechas; municiones de guerra en abundancia, acopio de provisiones arrojadas al suelo y desparramadas, ó por los mismos invasores al retirarse ó por los primeros del pueblo que llegaron, y á quienes impelió ya la locura, ya la ira, ya el lícito deseo de aprovechar parte de aquellos despojos.

Abundaba el vino, como era de suponer, y convidaba á hacer de él uso. Pero un clamor casi general levantado de repente, hizo correr la sospecha de que aquellos víveres y bebidas estuviesen llenos de veneno por juzgarse propia accion de los pérfidos invasores, haber dejado tan funesta dádiva al pueblo del Dos de Mayo en la hora de abandonarle. Pronto llegó á creerse realidad la sospecha, porque un infeliz del pueblo habia caido víctima de la ponzoña.

Yo mismo le vi traido entre cuatro, siguiéndole centenares

de hombres enfurecidos, clamando venganza contra los amigos de los franceses que en Madrid hubiesen quedado.

Pero aun los más apasionados hubieron de conocer en breve que el supuesto envenenado no lo estaba de otra ponzoña que de una, que si á algunos mata á carga, á los más deja sanos sin otro remedio más que el sueño.

Al ver puramente borracho al que habia pasado por agonizante, se trocó el furor en risa, y volvieron á predominar los buenos afectos sobre los malos.

X.

No podia, sin embargo, dejar de causar temor á las personas prudentes el estado de una poblacion crecida, falta absolutamente de gobierno, donde la seguridad pública y la de los individuos en sus vidas y haciendas habia quedado encomendada á la virtud y buen juicio de la muchedumbre, virtud que existe, pero que se desmiente con frecuencia.

No existia en Madrid autoridad ni fuerza alguna moral ó material: los que estaban gobernando el 31 de Julio bajo el intruso rey, eran, cuando menos, sospechosos, y más que de mandar trataban de esconderse.

Del poder militar que en España era la verdadera policía, apenas quedaban en la capital más que unos pocos inválidos de los entonces conocidos con el nombre indecente de culones, pues los soldados y oficiales de la anterior guarnicion estaban ya todos en las provincias.

Habia otra dificultad, y era que quien se atreviese á tomar el mando no acertaria á resolverse en nombre de qué superior habria de ejercerle, si del rey Fernando ó del pre

tendiente José, porque los franceses estaban cerca y podian volver sin que hubiese quien se lo estorbase, y las tropas españolas lejos, y el pueblo, aunque tranquilo, nada dispuesto á sufrir que se le hablase de los Napoleones, sino en términos del vituperio más estremado.

Entonces, por disposicion no se sabe de quién, se discurrió que numerosas cuadrillas de los llamados vecinos honrados paseasen las calles haciendo el oficio de patrullas; aunque solo contaba yo diez y nueve años de edad fuí de la de mi barrio ó cuartel, que se juntaba en el espacioso portal de la casa que habia sido y aun creo era del Banco Nacional de San Carlos, situado en la calle de la Luna, entre la de Tudescos y Silva.

De allí saliamos, y recorriamos calles y calles entre gritos del pueblo reducidos á vivas, pues durante dos ó tres dias ni una sola desgracia, ni un solo desórden vino á turbar el sosiego público, ó digase el bien intencionado regocijo.

A cualquier circunstancia se atendia, esperando ver hecha mencion solemne como de rey, del cautivo Fernando.

Hubo quien me contase que por deseo de oir tan deseada mencion, habia ido á oir misa cantada, y que tuvo el gusto de que en la colecta, el sacerdote, anticipándose á las órdenes de oficio, dijese despues de nombrar al Papa y al obispo, <regen nostrum Ferdinandum.»

Frivolidades parecen estas cosas á la generacion presente, pero no lo eran entonces, por ser el pronunciado nombre algo más que el de un monarca, la espresion del voto unánime de un pueblo, espresado entre grandes peligros y heróicos hechos y levantados pensamientos, tipo múltiple que contenia infinidad de proyectos, y esperanzas y señas en

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