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le ver que en ella se educarian mejor que en los oscuros y pobres retiros de Madrigal y Arévalo, donde la reina viuda, su madre, vivia, ó en Cuellar y Escalona, á donde otras veces por disposicion del rey se les conducia.

A muy poco tiempo dió á luz su distraida esposa una princesa, á la cual se puso su misino nombre, y el vulgo, maldiciente siempre, en recuerdo de su muy sospechoso orígen, apellidábala Doña Juana la Beltraneja; si bien ni áun esto fué obstáculo para que á los dos meses el rey la hiciese reconocer y jurar en las Córtes de Madrid como princesa de Astúrias.

Una segunda aunque frustrada muestra de la fecundidad de la reina escandalizó de nuevo al pueblo, porque puso de claro en claro, segun las crónicas lo refieren, sus torpes amores con D. Beltran de la Cueva, y de público y manifiesto la horrible y funestísima disidencia en que los magnates del reino se hallaban con el monarca. Muchos en muestra del desprecio que querian ostentar. se alejaron de Madrid, á donde el rey regresaba de un viaje hecho á Extremadura para engrandecer más y más al matador de su honra el orgulloso favorito, y donde dejaba concertado el matrimonio de su hermana la virtuosa infanta Doña Isabel con el soberano de Portugal, primero de los muchos casamientos que sucesivamente se fueron intentando, que se quisieron imponer á esta nobilísima señora, y que con grande talento supo frustrar. El rey, que notó la ausencia de los próceres, dió una nueva prueba de la poquedad de su

espíritu, llamándolos á la Córte con humillantes súplicas; y á ejemplo del arzobispo de Toledo y del ofendido y desairado marqués de Villena, presentáronse en Palacio los grandes de su parcialidad. Habíanse todos comprometido durante la ausencia del rey en una conjuracion, cuyo objeto era deshacerse á toda costa del valido D. Beltran de la Cueva, separar al rey de su esposa haciéndola salir del reino con la sin ventura niña Doña Juana, que consideraban hija del crímen, y obligar al soberano á que reconociese por su inmediato sucesor en el trono (1) al infante D. Alonso. En el Alcázar Real de Madrid y en el de Segovia donde vivia largas temporadas D. Enrique, se ensayaron una y dos y más intentonas tumultuarias en que el rey hubo de ocultarse vergonzosamente con su criminal favorito (2), porque ya los conspiradores manifestaban con descaro sus sediciosos planes; pero al verlos frustrados, y siempre insensible á tan duras demostraciones al indolente monarca, se retiraron á Búrgos á organizarse y constituirse en desembozada y abierta rebelion. Desde allí le dirigieron un memorial atrevido, en el que, entre otros capítulos del mal gobierno de que le acusaban, y cuyo remedio pretendian (3), era el uno la elevacion inmerecida del D. Beltran á maestre de Santiago, dignidad de que se habia despojado al infante D. Alonso, el otro la declaracion de princesa de Astúrias hecha en favor de la niña Doña Juana, «debiendo saber (añadian) que no era su hija

(1) Lafuente, tom. vi, lib. cap. 30.

III,

(2) Ariz, parte 3.", párrafo 14. (3) Ariz, id., id.

legítima,» y concluian pidiendo que mandase jurar por sucesor suyo en el reino á su hermano D. Alonso (1). Tan obcecados y atrevidos alegaban hechos, cuya prueba es hasta inadmisible segun las leyes de España, de Roma y de todos los paises cultos, porque padre legítimo es el que aparece de bodas solemnes mientras esté unido y constante el matrimonio.

Sin irritarse y con la mayor tibieza y flojedad de ánimo, se enteró el monarca de tan audaz mensaje. En vano el antiguo obispo de Avila, el firme D. Lope Barrientos le manifestó la necesidad ya apremiante de combatir y vencer en batalla á los insurrectos. Pena da leer, que el rey le respondiera: «Los que no habeis de pelear, padre obispo, sois muy pródigos de las vidas ajenas. » Ni bastó á encender su espíritu que el resuelto prelado le replicase (2): «Pues que Vuestra Alteza no quiere defender su honra, ni vengar sus injurias, no espere reinar con gloriosa fama... dende agora quedareis por el más abatido rey que jamás hovo en España, é arrepentiros heis cuando no aprovechare.» El rey se contentó con proponer á los conjurados una entrevista cerca de Valladolid, entre Cabezon y Cigales; en ella se hizo cargo de las dos pretensiones indicadas, y para el arreglo de todas las diferencias que arrogantes sostenian los próceres, se nombró por ambas partes una Junta de Arbitros que dictase su fallo en Medina del

(1) Ariz enumera y explica todos los cargos que se hacían al rey en tan fuerte exposicion, parte 3.o,

párrafo 14.

(2) Lafuente y Ariz en suз pasajes ya citados.

Campo. De él resultó la notoria deshonra del monarca, porque accediendo á que su hermano Don Alonso fuese jurado legítimo sucesor y heredero del reino, reconocia y confesaba la ilegitimidad de la niña Doña Juana, jurada ya heredera en las Córtes de Madrid en forma legal, y á la cual no sin fundamento bien afrentoso podia llamársela ya la Beltraneja.

Hemos tenido que recorrer hasta aquí con la posible ligereza los datos que suministra la Historia general de este funestísimo reinado para traerlos á la particular de Avila y su tierra, que ya van á figurar en primer término. Aprovechándose el arzobispo de Toledo D. Alfonso Carrillo de Albornoz de tan irritante transaccion y socolor de reconciliado con el rey supo merecer la gracia de que le diese ó encomendase la custodia de la importante plaza y fortalezas de nuestra Ciudad (1). Apoderáronse los confederados del infante D. Alonso á consecuencia del convenio hecho en Medina; y desengañado al fin el monarca de cuán funesto habia sido á su autoridad, declaróle aunque tarde, nulo y de ningun valor; y marchando sin rumbo cierto por varias ciudades y pueblos de Castilla, se fijó en Arévalo. Desde allí reclamó de los insurrectos la persona del príncipe su hermano, y envió á buscar al arzobispo de Toledo y al almirante, que se habian quedado atrás. La respuesta de aquel alto prelado, fué tan ingrata como inesperada. «Id (dijo al mensajero el orgulloso Car

(1) Ariz, parte 3.", párrafo 14.

rillo) y decid á vuestro rey, que ya estó harto de él é de sus cosas, é que agora se verá quien es el verdadero rey de Castilla (1);» y á poco rato marchó este desleal magnate á unirse con los de su parcialidad en Avila.

Incorporados ya en la Ciudad los de la liga que capitaneaban el mismo arzobispo de Toledo, D. Juan. Pacheco, marqués de Villena, D. Gomez de Cárdenas, maestre de Alcántara, los condes de Benavente, de Paredes, de Medellin y de Plasencia, D. Diego Lopez de Zúñiga, hermano del último, D. Pedro Portocarrero y otros muchos nobles, acordaron alzar por rey de Castilla al jóven infante D. Alonso, que tenian en su poder, despojando ántes al legítimo monarca de toda su autoridad, y haciéndolo de una manera tan pública y solemne como afrentosa y audaz.

Dė Gil Gonzalez Dávila y del P. Luis de Ariz, que marchan unánimes acerca de los hechos y casi literalmente contestes en el relato, á quienes tambien habia precedido Antonio de Cianca (2), vamos á tomar la triste relacion que nos dejaron de este tremendo suceso. «Fingieron con mucha ignominia una estatua del pobre rey D. Enrique. Armóse un tablado alto en la dehesa de Avila, que es un campo espacioso que tiene esta Ciudad hácia la banda del Mediodía, contradiciendo la lealtad Ꭹ obediencia que habian dado los Avileses á Enrique: sentaron en una

(1) Ariz, en dicho párrafo 14. (2) En su Teatro eclesiástico y pontificado de D. Martin de Vil

ches; en sus Grandezas de Avila, párrafo 14, y en su traslacion de San Segundo.

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