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silla la estátua del rey vestida de luto con sus insignias reales, la cual llevaron desde la Ciudad en un caballo como á ajusticiarla, llevándola adornada de la corona en la cabeza, el cetro en la mano, el estoque á los pies. Apartáronse un trecho, muy cerca de este palenque, el marqués de Villena, el maestre de Alcántara, el conde de Medellin, el comendador Gonzalo de Saavedra y Alvar-Gomez acompañando al cándido é inocente infante D. Alonso, á quien hicieron testigo de tan gran desacato, para ver con sus ojos derribar al rey su hermano, del trono, por mano de los que le levantaban á él, y subieron los demas al tablado. Entónces á la voz de un heraldo hicieron leer las razones por que acusaban y deponian á D. Enrique, que eran: 1.' que traia moros enemigos de la fé en su córte y en su casa, consintiéndoles delitos graves, y violar doncellas cristianas sin temor del castigo: 2.* que los oficios de justicia, corregimientos, alcaydías y otros de su casa, y del gobierno del reino, los daba á personas indignas, bajas, sin merecimiento, que con el poder y dignidad, llenos de soberbia, causaban tiranías, robos, injusticias y crueldades: 3. haber dado el maestrazgo de Santiago á D. Beltran de la Cueva, con perjuicio del infante D. Alonso: 4. lo postrero: que habia hecho jurar por princesa heredera de los reinos, á Doña Juana hija, no suya, sino de la reina su mujer y de D. Beltran de la Cueva, segun fama. »

En seguida publicó el heraldo que, «el rey merecia por 1. cosa perder la dignidad real; y luego llegó el arzobispo á la estátua, y con ademanes in

juriosos quitóle la corona, arrojándola por tierra: 2.a que merecia perder la administracion de la justicia; y luego llegó el conde de Plasencia, D. Alvaro de Zúñiga (que era el Justicia mayor del reino) y le quitó el estoque: 3.a que merecia perder el gobierno de los reinos; y luego llegó el conde de Benavente, y le quitó el cetro y baston real: y 4.a que merecia perder el trono; y llegó D. Diego Lopez de Zúñiga, hermano del conde de Plasencia, y derribó la estátua de la silla, profiriendo palabras furiosas.» Y ¡contraste tan inaudito hasta entónces, como horrible y criminal! los mismos cronistas continúan narrando que, desde donde habian despeñado al rey Don Enrique, los caballeros que con el príncipe D. Alonso se habian apartado, le subieron en el cadalso, y levantándole en hombros y dando voces de alegría y clamando, ¡Castilla, Castilla por el rey D. Alonso, viva, viva! levantaron el pendon real, tañeron las trompetas, y con grande algazara le acompañaron al templo de San Salvador, donde le besaron la mano, dándole obediencia como á su rey y señor.» Tuvo lugar este ruidoso suceso en 5 de Junio de 1465, cuando el infante proclamado rey, contaba sólo 15 años de edad.

Es de advertir en este lugar, por ser el más oportuno, que mientras los soberbios confederados se afanaban en la perpetracion del más horrendo crímen contra la majestad real, roto de una vez el freno de la obediencia que debian al desventurado D. Enrique IV, nuestra Ciudad toda mostraba en su grave, silencioso y contenido aspecto que no tomaba

parte alguna, y que así eludia toda responsabilidad sobre tan lamentables acontecimientos, no desmintiendo los merecidos blasones de lealtad que tan honrosamente tenia ya adquiridos. Así lo comprueban en unánime testimonio de la triunfante verdad histórica, que dejaron bien consignada sus más notables cronistas, tanto más dignos de ser creidos, cuanto que los abonan dos notables circunstancias; la una la de aparecer poco lisonjeros á fuer de justos y veraces con la nueva dinastía, ya á la sazon reinante, á que dió orígen el fausto matrimonio de los reyes Católicos, Doña Isabel de Castilla y D. Fernando de Aragon, postergada la línea de D. Enrique, civismo heróico de los escritores avileses; la otra la de ser testigos, si no oculares por lo menos muy cercanos, y alguno casi coetáneo de los sucesos que narran. Así es que el P. Luis de Ariz (1) dice que «<al fin los insurgentes fortalecieron la Ciudad y alcázares, sin que ninguno de sus ciudadanos interviniese en darles favor, ni ser contra el rey D. Enrique; ántes todo cuanto en Avila hicieron los de la liga fué contra su voluntad.» Más conciso el cronista Gil Gonzalez Dávila, hablando del venerable prelado, D. Martin de Vilches, á quien luego consagraremos una respetuosísima memoria, cuenta (2) «que fué testigo ocular (porque residia en su casa episcopal) de la tragedia más lastimosa que se sabe por las historias; y que se representó en Avila, por fuerte é por importante ó porque lleva de suelo que los mayores

(1) Párrafo 14, ya varias veces citado.

(2) En su Teatro eclesiástico y artículo del obispo Vilches.

sucesos sean dentro de sus muros; » y en seguida refiere todas las personas y circunstancias que concurrieron al simulacro de destronamiento de D. Enrique que acabamos de describir. Y más embozado todavía, pero bastante explícito para hacer recaer en extraños y no en los naturales de Avila tan reprensible suceso, se contenta Antonio de Cianca, escritor en 1595, esto es, á los setenta de haber acaecido (1), «que al rey D. Enrique IV opusieron objecion en Avila algunos grandes y prelados de su reino. » Vindicada, porque así convenia, la inocencia y lealtad de los Avileses en este terrible drama, volvamos á la narracion de los acontecimientos.

Mientras esto ocurria en Avila el almirante Don Fadrique habia ya levantado pendones por el jóven D. Alonso en Valladolid, y otras muchas ciudades y villas de Castilla habian seguido su ejemplo «quién por voluntad, quién por no contradecir á lo hecho.» Con sorprendente impasibilidad, si es que ya no fué con resignacion inexplicable, supo el rey D. Enrique este gravísimo atentado, contentándose con exclamar con el profeta Isaías, «Crié hijos é púseles en grand estado, y ellos menospreciáronme;» y al ver que la proclamacion del infante se extendia á otras importantes ciudades del reino, señaladamente por Andalucía, donde D. Pedro Giron, maestre de Calatrava y hermano del marqués de Villena, fomentaba con gran calor la rebelion, por ser el más poderoso y soberbio de los conjurados, exclamó de nuevo,

(1) En su libro de la Traslacion de San Segundo.

TOMO III.

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«Desnudo salí del vientre de mi madre é desnudo me espera la tierra,» añadiendo otros semejantes pensamientos.

Sin embargo no dió todavía por perdida completamente su causa, circuló un manifiesto al reino excitándole en su ayuda; y el llamamiento no fué infructuoso. Los nobles que á su servicio vinieran, fueron, el primero, el conde de Alba, en pós los de Trastamara y de Valencia; y continuaron siéndole fieles el prior de la órden de San Juan de Jerusalem, el condestable y mariscal de Castilla, el conde de Cabra, toda la nobleza enlazada ya con D. Beltran, nuevo duque de Alburquerque, los condes de Medinaceli y Almazán, y entre otros muchos caballeros el honradísimo y por sus notorias virtudes llamado el buen conde de Haro. Tambien el papa Paulo II manifestó su indignacion por tan inaudito crímen, y envió un legado al rey de Castilla D. Enrique para su consuelo, extendiendo la mision de que le encargó (1) á que ordenase al infante D. Alonso, que no se titulase rey, y á los grandes que le protegian, que volviesen á la obediencia de su legítimo soberano, sopena de su indignacion y tremendo anatema, añadiendo entre las instrucciones que traia del papa que así lo hiciesen todos, «porque con brevedad llevaria Dios al príncipe y se hallarian muy confusos.» Así lo dice terminantemente Gil Gonzalez Dávila, aunque debemos confesar que es el único historiador en que hemos leido esta idea, que bien pudo

(1) Gil Gonzalez Dávila, Teatro tin de Vilches. eclesiástico, pontificado de D. Mar

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