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augurios eran estos para esperar un resuelto, animoso y fuerte monarca, que tanto la lamentable situacion del reino demandaba. Los vergonzosos excesos á que en sus primeros años se habia entregado, relajaron, ó quizá extinguieron en él los gérmenes de la paternidad; que no es presumible, porque no es ordinario, que la naturaleza se los hubiese negado; y menos cuando se contaban largas anécdotas de su vida juvenil, indicantes de su natural predisposicion para prometerse frutos legítimos de una bendicion conyugal.

De bondadosa clemencia fueron los primeros actos de su gobierno, mandando dar libertad á altos personajes encerrados en castillos y prisiones por las pasadas turbulencias políticas, y restituyendo puestos y honores á los que de ellos estaban desposeidos. Estableció paz con D. Juan i de Navarra, el más fuerte de los bulliciosos infantes de Aragon, que tanto turbaron el reinado de su padre; renovó la antigua amistad de Castilla con Francia, y hasta quiso mostrarse guerrero haciendo pomposas pero casi estériles campañas contra los moros de Granada. La pusilanimidad de su alma le ridiculizó ademas para con los duros próceres de aquel siglo, porque hizo ver cuántas prendas le faltaban de soldado. Ansioso de tener sucesion, y tal vez con el afan de atribuir la falta de ella á su primera y repudiada esposa doña Blanca de Navarra, solicitó y obtuvo la mano de la jóven, bella y graciosa princesa doña Juana, hermana de Alfonso v, rey de Portugal; pero pronto se disiparon como el humo todas las fanta

sías de Enrique. La nueva reina no dió, en mucho tiempo, muestras de maternidad; mas un pobre hidalgo de gallarda figura, elevado como por ensalmo á la grandeza y á la privanza del monarca, el conocido D. Beltran de la Cueva, supo ganarse su ardiente corazon, llegando hasta el extremo, segun la opinion más general en Castilla, de compartir con el monarca, escandalizado el pueblo, los placeres del tálamo real. Tan graves motivos, unidos á la notoria fama de la debilidad, inconstancia y falta de nervio del rey, hasta rayar en imbecilidad, exasperaron de tal manera los ánimos de los altos cortesanos, que bien puede asegurarse que ya se recordaba con pena, y como venturoso y envidiable, el funesto reinado de D. Juan II (1); que al ménos, ya que el padre y el hijo aparecieron iguales en la pobreza de ánimo como príncipes, considerados siquiera como hombres y como caballeros, grandes ventajas llevaba todavía D. Juan II á D. Enrique IV.

Si D. Juan Pacheco, marqués de Villena y favorito de D. Enrique cuando era príncipe, fué en muchas ocasiones el émulo más constante y el más temible rival del gran privado D. Alvaro de Luna, ahora con más justa razon (porque á la verdad, monarca ya D. Enrique se olvidaba de los antiguos servicios de su en otros tiempos tan predilecto doncel) se constituyó jefe de una liga ó facciosa confederacion que altos próceres del reino llevaron á cabo contra el oscuro D. Beltran de la Cueva, súbitamente

(1) Lafuente, tom. vii, lib. I, cap. 30.

elevado á los encumbrados cargos de mayordomo de la Real casa y maestre de Santiago, en notorio é inmerecido agravio del jóven infante D. Alonso, á quien su padre D. Juan habia investido de tan alta dignidad, y á poco tiempo y en compensacion de la forzosa renuncia que se vió precisado á hacer de este puesto, conde de Ledesma y duque de Alburquerque. Fomentaba tambien y daba gran calor al partido de los descontentos que contra el monarca y su favorito se fraguaba D. Alfonso Carrillo de Albornoz, arzobispo de Toledo y tio del de Villena; y entre otros jefes de los descontentos se contaba á D. Gomez de Cárdenas, maestre de Alcántara, y á los cordes de Benavente, de Plasencia, de Medellin y de Paredes. Crecia el vergonzoso y humillante descrédito del rey y hacíanle cundir por todas partes los conjurados, criticando, y quizá con severa indignacion, la torpe repulsa que el pusilánime Enrique hiciera de la corona del principado de Cataluña, con que le habian brindado los prohombres y jefes de aquel Estado, llevados de su enojo contra D. Juan II de Aragon, por la desapiadada enemiga y odio paternal con que abrevió los dias del que habia de ser su sucesor, el desgraciado príncipe de Viana. Y para complemento de la perturbacion de los ánimos, circuló como escandalosa la nueva de lo muy adelantada que se hallaba en su preñez la desvanecida reina Doña Juana. Irreprimible fué ya con esto la audacia de los magnates, y con la mira de ulteriores proyectos lograron del rey que trajese á la córte sus dos hermanos los infantes Doña Isabel y D. Alonso, haciéndo

le ver que en ella se educarian mejor que en los oscuros y pobres retiros de Madrigal y Arévalo, donde la reina viuda, su madre, vivia, ó en Cuellar y Escalona, á donde otras veces por disposicion del rey se les conducia.

A muy poco tiempo dió á luz su distraida esposa una princesa, á la cual se puso su misino nombre, y el vulgo, maldiciente siempre, en recuerdo de su muy sospechoso orígen, apellidábala Doña Juana la Beltraneja; si bien ni áun esto fué obstáculo para que á los dos meses el rey la hiciese reconocer y jurar en las Córtes de Madrid como princesa de Astúrias.

Una segunda aunque frustrada muestra de la fecundidad de la reina escandalizó de nuevo al pueblo, porque puso de claro en claro, segun las crónicas lo refieren, sus torpes amores con D. Beltran de la Cueva, y de público y manifiesto la horrible y funestísima disidencia en que los magnates del reino se hallaban con el monarca. Muchos en muestra del desprecio que querian ostentar. se alejaron de Madrid, á donde el rey regresaba de un viaje hecho á Extremadura para engrandecer más y más al matador de su honra el orgulloso favorito, y donde dejaba concertado el matrimonio de su hermana la virtuosa infanta Doña Isabel con el soberano de Portugal, primero de los muchos casamientos que sucesivamente se fueron intentando, que se quisieron imponer á esta nobilísima señora, y que con grande talento supo frustrar. El rey, que notó la ausencia de los próceres, dió una nueva prueba de la poquedad de su

elevado á los encumbrados cargos de mayordomo de la Real casa y maestre de Santiago, en notorio é inmerecido agravio del jóven infante D. Alonso, á quien su padre D. Juan habia investido de tan alta dignidad, y á poco tiempo y en compensacion de la forzosa renuncia que se vió precisado á hacer de este puesto, conde de Ledesma y duque de Alburquerque. Fomentaba tambien y daba gran calor al partido de los descontentos que contra el monarca y su favorito se fraguaba D. Alfonso Carrillo de Albornoz, arzobispo de Toledo y tio del de Villena; y entre otros jefes de los descontentos se contaba á D. Gomez de Cárdenas, maestre de Alcántara, y á los cordes de Benavente, de Plasencia, de Medellin y de Paredes. Crecia el vergonzoso y humillante descrédito del rey y hacíanle cundir por todas partes los conjurados, criticando, y quizá con severa indignacion, la torpe repulsa que el pusilánime Enrique hiciera de la corona del principado de Cataluña, con que le habian brindado los prohombres y jefes de aquel Estado, llevados de su enojo contra D. Juan II de Aragon, por la desapiadada enemiga y odio paternal con que abrevió los dias del que habia de ser su sucesor, el desgraciado príncipe de Viana. Y para complemento de la perturbacion de los ánimos, circuló como escandalosa la nueva de lo muy adelantada que se hallaba en su preñez la desvanecida reina Doña Juana. Irreprimible fué ya con esto la audacia de los magnates, y con la mira de ulteriores proyectos lograron del rey que trajese á la córte sus dos hermanos los infantes Doña Isabel y D. Alonso, haciéndo

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