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sino como último recurso en las difíciles y azarosas circunstancias por que atravesábamos.

Desde el momento en que doña Isabel atravesó la frontera, sus leales servidores pensaron en la restauración de la dinastía borbónica, y comenzaron á trabajar con este fin, pero sin plan fijo y sin resultado favorable. El más entusiasta de esta idea fué el general D. Manuel Gasset y Mercader, primo carnal de D. Eduardo, fundador y director á la sazón del periódico El Imparcial: aquél se presentó en París ofreciendo á la ilustre desterrada su decidido concurso y animándola con las halagüeñas esperanzas que el bravo militar había infundadamente concebido. Ni era ocasión de intentar una contrarrevolución, ni el país estaba todavía dispuesto para ello, ni el confiado Gasset contaba con elementos para llevar á cabo tan temeraria empresa; pero consiguió reanimar el abatido espíritu de doña Isabel, quien se decidió á tomar plaza de conspiradora. Formóse una junta ó consejo para dirigir la causa de la restauración, compuesto del citado Gasset, del conde de Cheste y del general Calonge, que habían de realizar sus trabajos puestos de acuerdo con Moyano, con D. Alejandro Castro, con Arrazola, con el marqués de Alcañices y otros varios. El primer paso que dieron fué explorar el ánimo de Espartero ofreciéndole la Regencia, previa la abdicación de doña Isabel en su hijo Alfonso, y supondrá el lector que el duque de la Victoria, curado de la vanidad crónica que había padecido, merced á grandes dosis de desengaños, declinó el honor que se le ofrecía, prefiriendo su cómodo y tranquilo retiro.

Gasset, hombre activo y entusiasta de la causa de doña Isabel, se estableció en la frontera por la parte de Catalu ña, y se dedicó asiduamente á formar comités ó juntas secretas, bajo tan buenos auspicios, que gran número de carlistas del Principado le ofrecieron su concurso; pero el general creyó aventurado comprometerse con estos elementos, y procuró eludir todo convenio formal, sin prescindir abiertamente de los ofrecimientos. En Madrid tenía Gasset su domicilio en un piso segundo del número 18 de la calle de Leganitos, donde residían su esposa y sus hijas, dos niñas encantadoras que todavía vestían de corto; por sus

manos pasaron los documentos más importantes de la conspiración alfonsina.

Enterado el Gobierno de la revolución de los trabajos que en provecho de doña Isabel realizaban el conde de Cheste y Gasset, dió á aquél de baja en el ejército, y á éste le destinó á Canarias, proporcionándole ocasión para publicar su famoso manifiesto, firmado en París el 21 de enero de 1869, en el que se dirigieron al general Prim graves acusaciones como político y como caballero.

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Así las cosas, encargó doña Isabel la direc. ción de los trabajos de restauración al general Lersundi, que formó una nueva junta en unión de D. Martín Belda, de Rodríguez Rubí, de don Alejandro Mon y del citado Gasset, alma y vida de la conspiración. No

Gutiérrez de la Vega

iba mejor la causa bajo la dirección de Lersundi, que si había sido ministro desacertado, era un conspirador detestable por el poco acierto que guiaba sus determinaciones; así es que doña Isabel, agobiada bajo el peso de la responsabilidad que sobre ella pesaba, determinó abdicar sus derechos en la persona de su hijo el Príncipe de Asturias D. Alfonso de Borbón. He aquí cómo describe un historiador este acto solemne (1):

«Esta ceremonia íntima se verificó en el mismo palacio que posee la Reina de España y conocido con el nombre de Basilewski, á cuyo recinto acudieron los amigos que habian permanecido leales á S. M. Reunidos todos en el

(1) Bermejo: Historia de la interinidad y guerra civil de España.

gran salón, apareció doña Isabel II ciñendo un elegante traje color de rosa, cubierto de encajes blancos y luciendo un espléndido adorno de perlas en la cabeza y los hombros. Situóse á su derecha el entonces príncipe de Asturias don Alfonso de Borbón, vistiendo levita negra y pantalón del mismo color, y el más joven y el único superviviente de Carlos IV, el Infante

D. Sebastián. A la izquierda de la Reina se colocó doña María Cristina, las Infantas y el conde de Aquila. Los concurrentes á esta solemnidad fueron, además de los generales Lersundi, Gasset, Reina y San Román, los duques de Medinaceli, de Sexto, de Riánsares, de Arco, de Rivas, de Ripalda; los marqueses de Bedmar, de Casa Irujo, de Bogaraya y de Peña-Florida; los condes de Santa Marca, de Goyeneche y de Ezpeleta; los señores de Albarate, Rubio, Güell y Renté, Rubí, Albacete, Gutiérrez de la Vega, Coello, etc., etc. En presencia de esta aristocrática reunión leyó la Reina un manifiesto dirigido á la nación española, en el que trazaba los actos más memorables de sus treinta y cinco años de reinado. Su acento fué tranquilo y reposado, y hasta pareció sonreirse, como la mujer que pretende enajenarse la idea del sacrificio.

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El general Arsenio Martínez Campos

> Terminada la lectura, todos los allí presentes firmaron el regio documento, y terminó la ceremonia con un respetuoso besamanos. La Reina, cediendo á su hijo el Trono y sus derechos políticos, declaró que entendía conservar sobre D. Alfonso todos sus derechos civiles; prometió ser

la salvaguardia del Príncipe mientras residiera fuera de su patria hasta que, proclamado por un Gobierno y Cortes re. presentantes del voto de la nación, lo entregase. Ofreció inculcar en su joven inteligencia las ideas generosas y levantadas que estaban en armonía con sus inclinaciones naturales, y que le harían digno de ceñir la corona de San Fernando y de suceder á los Alfonsos, sus predecesores, que legaron á su patria glorias imperecederas. Creía esta ilustre señora que Alfonso XII debía ser desde aquel momento el verdadero Rey de los españoles y no rey de un partido. En señal de homenaje, la Reina Cristina, el Infante D. Sebastián y las Infantas besaron la mano del joven y nuevo Rey (1).»

Cuéntase que doña Isabel se decidió á realizar este acto por indicaciones, según unos, de Napoleón III, y según otros por consejo de su madre doña María Cristina: lo que sí se sabe de cierto es que lo deseaba, pues persona que tenía motivos para estar bien enterada, nos asegura que cuando se terminó la ceremonia de la abdicación le dijo la Reina al general Gasset, arrellanándose en un sofá y con la cara sonriente, sin abandonar su indispensable abanico: «¡Ay Gasset! ¡Qué peso se me ha quitado de encima!>>

Infinidad de peripecias y contratiempos ocurrieron en el desarrollo de la conspiración alfonsina, por falta de dirección y de criterio, pues se llegó al extremo de solicitar la cooperación de los duques de Montpensier, que tan activa parte habían tomado en el destronamiento de doña Isabel. Por fin, valiéndose inconscientemente del cansancio del país, el general Martínez Campos proclamó á Alfon so XII en Sagunto el 29 de diciembre de 1874, y el nuevo Rey entró en Madrid el día 13 de enero siguiente, bajo un cielo azul y un sol espléndido.

(1) La abdicación se verificó el 25 de junio de 1870.

XXXVI

EL ÚLTIMO RETRATO

Cariño y respeto infunde, al contemplarla, esa fisonomía dulce y apacible, espejo fiel de un alma ingenua y de un corazón bondadoso. Ojos azules, dispuestos siempre á dejarse engañar; boca risueña en cuyos labios brotaba de continuo el donaire y la agudeza, hijos de una imaginación meridional; frente espaciosa, acostumbrada á ceñir una corona; expresión de sinceridad en la mirada; conjunto armónico de mujer galante; tal es el efecto que nos produce el último retrato de doña Isabel II.

La hemos visto á caballo, ya sujetando con férrea mano la rienda de fogoso alazán, su color predilecto, ya dejándole galopar á su antojo, firme y serena en la silla, incansable en la carrera, sin olvidar el saludo al público que la vitoreaba, ó á la enseña de la patria, que el ejército, su guardador, inclinaba al verla cruzar ante los batallones que la defendían. Las contrariedades de la fortuna la han alejado de su país; las pesadumbres han adormecido su espíritu; los años han enervado sus fuerzas, marchitado las flores de sus alegrías, cubierto de nieve sus cabellos, y la que en otro tiempo era intrépida amazona, necesita, como vemos en el retrato, apoyarse en inflexible rotin para dar unos pasos sobre la mullida alfombra de los salones del Palacio de Castilla.

Opina cierta escuela que así como la mujer ha sido dotada por la naturaleza, invariablemente, de condiciones. físicas que la diferencian del hombre, así también presenta en sus condiciones morales puntos de vista fatalmente distintos, en armonía con el objeto y fin que una y otro han venido á realizar en la tierra. Si la ciencia algún día llegara á resolver este problema, que hasta el presente no ha

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