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Siendo el objeto único de nuestra obra la defensa y enaltecimiento de la monarquía constitucional, hemos dado hasta aquí, como daremos en lo sucesivo, la preferencia en nuestros trabajos á la historia de las Córtes españolas del presente siglo, examinando concienzudamente sus mas notables disposiciones, y apreciando, como se merece, las grandes reformas introducidas por ellas en todos los ramos de la pública administracion, á las cuales debe España su regeneracion política y social, y la reconquista en Europa de su antiguo y distinguido puesto, perdido torpemente en las últimas épocas del sistema absoluto.

Los parlamentos españoles antiguos y modernos se han distinguido generalmente por la rectitud de sus miras, por la calma y gravedad en sus resoluciones, por su asiduidad en los trabajos, .por su celo en promover el bien del pais, por su abnegacion y patriotismo en las cuestiones de interes ó de orgullo nacional y especialmente por su elocuencia, colocándose por todas estas circunstancias al nivel de los mas acreditados de Europa. Su historia, pues, debe ser grata tarea para nosotros y de sumo interes y aprovechamiento para nuestros lectores.

Las instituciones representativas, tan características del gobierno de España desde su formal organizacion, y tan en armonía por lo mismo con los hábitos tradicionales de los españoles, han ido arraigándose de tal modo en la política del pais, que hasta sus mas antiguos y encarnizados enemigos no pueden menos de reconocer y confesar que su conservacion y su prestigio son ya una necesidad imprescindible en los tiempos modernos. Conociéndolo así nosotros, hemos acometido la ardua empresa de escribir la HISTORIA POLÍTICA Y PARLAMENTARIA DE ESPAÑA en el presente siglo sin encono y sin lisonja, guiados únicamente de la verdad histórica, y de nuestra buena fe y nuestra conciencia aconsejados.

Hechas estas ligeras manifestaciones, que hemos creido oportunas para la verdadera apreciacion de nuestra obra, reanudaremos el interrumpido hilo de los trabajos, trazando la historia de la segunda época constitucional, una de las mas variadas y notables que registran nuestros anales parlamentarios.

Empezó la segunda época constitucional, como empiezan siempre las mudanzas políticas; con aplauso de unos y con sentimiento de otros.

A decir verdad, la vuelta al poder de los constitucionales el año 20 si no fué muy aplaudida por lo general de la nacion tampoco fué mirada con disgusto, por la esperanza de prudentes reformas y adelantamientos en beneficio de los intereses generales.

Bien comprendia el pais que aquella no era cuestion nacional como en 1808, sino una lucha política entre una fraccion y el monarca. La España de entonces no era ni con mucho la de ahora. La creacion de los partidos políticos era muy reciente, y po cos los españoles que se hallaban decididamente afiliados á los que con tanto empeño se disputaban el poder,

Los partidos políticos no se estienden ni robustecen en seis años. Se necesita mucho tiempo para que lleguen á hacerse numerosos y respetables. Los principales elementos de que se van formando son el interes, la conviccion, la venganza, el estudio, la ambicion, la educacion, los compromisos casuales y las tradiciones de familia.

Elementos que solo pueden desarrollarse con el tiempo, que trae en sus negras alas, para robustecer los partidos, las mudanzas políticas, las revueltas populares, los desmanes del poder, los cambios de fortuna, los agravios individuales y las guerras civiles. Por eso no es de estrañar que los partidos políticos en 1820 fuesen tan exiguos, y que la nacion mirase con indiferencia sus luchas y persecuciones.

Verdad es que desde 1814 habia cambiado notablemente el aspecto de la nacion, convirtiendo el españolismo de la guerra de la independencia en política de partidos, los patriotas en liberales, los fernandistas en absolutistas. La nacion en los últimos seis años habia perdido su unidad monàrquica, su unidad patriótica, su unidad religiosa.

No era ya la España de 1808, que se levantaba en masa y acometia como un solo hombre à las huestes aguerridas de Napoleon, animada de un mismo sentimiento, impulsada por una causa misma. Ahora era la España liberal la que se insurreccionaba

contra la España absolutista á los ojos de otra España mas numerosa que las dos, indiferente y apática en aquella contienda.

La política habia sembrado ya entre los españoles los odios y las persecuciones de que siempre va provista, y habia cortado al mismo tiempo la raiz al frondoso árbol de la unidad nacional, sin cuya sombra no pueden florecer la agricultura, la industria ni el comercio.

¡Al verificarse el cambio de 1820 habíase perdido ya la fe en los absolutistas, el candor político en los constitucionales, el patriotismo en casi todos los españoles. En su lugar habíanse desarrollado la ambicion, el espíritu sistemático de partido, la vanidad política, la intolerancia de las ideas, la rutina de los principios.

Y no eran ya los partidos tampoco los que luchaban con buena fe como en 1812, no. Era el partido liberal el que luchaba ahora con Fernando VII; era el recuerdo de los agravios sufridos en pugna con la esperanza de causarlos de nuevo; era el combate de la democracia con la monarquía; era el antagonismo de lo antiguo con lo moderno. Lucha á muerte entre ambos elementos, trabada con ira, sostenida sin nobleza, terminada con descrédito de ambos combatientes.

La posicion política de Fernando era por demas violenta y enojosa. Vencida su soberanía, tenia que recibir ahora á la fuerza lo que buenamente no habia querido aceptar en 1814. Entonces pudo modificar el liberalismo á su antojo, imponiéndole su voluntad, y ahora tenia que sometersé á él sin modificacion alguna, con todas sus exageraciones, sus desaciertos y sus violencias.

En 1814, sin ensangrentarse con los corifeos del bando liberal, tolerando sus doctrinas en lo que de sensatas y provechosas tuviesen, habria tenido en ellos amigos tibios en vez de enemigos encarnizados, y aunque la revolucion los hubiese colocado ahora junto á él, ni ellos llegaran con odio, ni él los recibiera con repugnancia.

Pero precisamente debia ser violenta la union en el poder de Fernando y los jefes liberales, que le enseñarian á todas horas las sangrientas señales que los grillos y los sufrimientos habian

dejado impresas. Violento y en sumo grado repugnante debia ser para un monarca tan orgulloso como Fernando VII verse obligado á compartir el poder con unos presidiarios condenados por él tan injustamente, y que nunca podian ser ya sus verdaderos amigos. Tampoco ellos podrian olvidar, por mucha que fuese su abnegacion, sus recientes ofensas, ni tener en el monarca la mas mínima confianza.

La lucha era, pues, inevitable desde el primer dia, y solo la prudencia podia estorbar nuevas desgracias en lo sucesivo. ¿La hubo por parte de alguien? La historia que vamos á escribir de la segunda época constitucional contestará por nosotros.

Nunca la ley del vencedor parece justa y suave á los vencidos, y aunque en la apariencia se acate, no se perdona medio ni ocasion para eludirla ó anularla.

Jurada ya la Constitucion por Fernando, tuvo que admitir las condiciones que el liberalismo quiso imponerle, sin fuerza para resistirlas ni aun prestigio para modificarlas.

No era ya la sociedad de 1820 aquella que años antes habia luchado con Napoleon y habia admitido las reformas de buena fe sin que interviniese para nada la política ni el espíritu de partido, unida y compacta en sus sentimientos de monarquía, de religion y de independencia, si bien algo disidente en la marcha del gobierno. Todo habia cambiado en la actualidad.

Fernando VII no era ya el monarca querido y vitoreado del pueblo, sostenido por la nobleza, respetado por el bando liberal. En los últimos seis años habia descontentado á muchos, perseguido á no pocos y convertido su inmenso prestigio de 1814, si no en aversion, eu indiferencia para los mas.

Por el contrario, los liberales habian vuelto á la escena rodeados de la aureola del martirio, tan acepta siempre á los ojos de la impresionable plebe; pero no eran ya aquellos innovadores del año 10, llenos de patriotismo, de ilusiones, de pureza en sus miras, de candor en sus principios.

Ahora eran políticos sistemáticos que volvian en brazos de una sublevacion militar con la vanidad en el alma y el resentimiento en el corazon.

El ejército, por su parte, en vez de ser una institucion salvadora, era un elemento de anarquía y desórden, que ponia la fuerza dictatorial de sus armas á merced de los mas osados ó de los mas ambiciosos.

La nacion, en fin, bastante desmoralizada, sin fe en la política, sin entusiasmo por ningun principio, descreida, desmayada, sin gobierno y sin recursos, ni podia defender á la monarquía de los ataques de la democracia, ni asociarse á esta en una regeneracion completa y radical.

En situacion tan triste se hallaba España en marzo de 1820, cuando Fernando VII juró, obligado por la revolucion, el código de Cádiz.

El decreto del 7, como ya hemos dicho, no satisfacia á los conjurados; pues si bien se reconocia en él la Constitucion y se ofrecia jurarla, era preciso que los hechos, por humillantcs que fuesen, vinieran á confirmar y muy pronto la buena fe de aquellas promesas.

La revolucion no se contenta nunca con dominar de derecho al principio de su reinado. Como es ya un gobierno de hecho, no ve satisfecha su vanidad, ni cree asegurada su victoria, si no practica sus principios y pone por obra sus deseos.

El trono, habia reconocido el poder de la revolucion, admitiendo su dogma y ofreciendo jurarle oportuna y solemnemente. Estaba, pues, proclamado y admitido el derecho de la revolucion, si bien entonces era el derecho del mas fuerte, pero faltaba el hecho, es decir, la violencia, el despotismo revolucionario, y fué preciso practicarle. Y como el despotismo de la revolucion solo lo practica el pueblo, que ha sido y será siempre en todas épocas y gobiernos el verdugo de la política, porque él se encarga siempre de ejecutar cuando la política condena, tocóle desempeñar su oficio el dia 9, y despues de haber hecho pedazos las puertas de la Inquisicion y dado libertad á los presos encerrados allí y en las cárceles por opiniones políticas, allanó la ciega muchedumbre el palacio de su rey, imponiéndole su voluntad omnímoda de la manera que acostumbran á hacerlo las turbas : con gritos, imprecaciones y amenazas.

Parodia de la revolucion francesa, cuando el populacho de

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