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Lorenzo Valla, al ciceroniano Picolomini, & Jorge de Trebizonda el restaurador de los textos aristotélicos, al Poggio, traductor de la Ciropedia, reúne tres literaturas y esculpe su nombre y el nombre de España en la obra maravillosisima del Renacimiento; y el de César, en Jaime I, dotado de la ambición de lo maravilloso que posee á las grandes almas, guiado siempre por altisimas ideas, ávido de tomar parte en la vida universal de las naciones, de inquebrantable voluntad, magnánimo, brioso, sufrido, avisado, fascinador, con todas las virtudes del héroe; educado entre el choque de las armas, acostumbrado á la malla y á la victoria desde niño, conquistador de cetros con la espada y de corazones con su gentileza, temido del moro y árbitro obligado en las discordias reales, prudentísimo consejero del Papa y potestad agusajada hasta por el Kan tártaro y el sultán de Babilonia, que tiene tiempo para conversar con los trovadores y sabios que le rodean, para fundar estudios y universidades en Lérida, Montpellier, Valencia, Palma y Perpiñán, para escribir su sencilla y encantadora Crónica y el Libre de la Sabiesa, para discutir en los Parlamentos ó en los Concilios, para conversar con los mercaderes, á fin de asociarlos á la empresa de asegurar á su patria la posesión del Mediterráneo, apoderándose de Mallorca, ó á la de colocar para siempre la enseña del Gólgota en las torres en que momentáneamente ondearon los pendones del Cid, para reformar é instituir sobre indestructibles bases el Consejo de Ciento, para crear la lengua que usó en sus escritos, en sus tratados; y que, audaz en la pelea, sereno en el peligro, prudente en el triunfo, el mejor soldado y el mejor jinete de su hueste, tan hábil al formar un plan como al ejecutarlo, justo, galán, dadivoso, es un excelente cronista, un excelente legislador, un gran capitán, un clásico, el hombre más digno de ocupar un trono que jamás ha existido, un sér extraordinario, al cual no llamaré invicto, porque lo único que no pudo domeñar fueron sus pasiones, que sólo siendo suyas era posible que rindiesen á tan portentosísimo coloso (1). Ah! nunca, jamás ha habido reyes como los reyes de Aragón.

Ninguno de los que vistieron la púrpura, durante tres

(1) D. Victor Balaguer en su oración académica acerca de la Literatura Catalana, y el Sr. Castelar, en su admirable discurso contestando en la Academia Española el pronunciado por el ilustre historiador de los Trovadores, sobre las Literaturas regionales, cuyos trabajos tengo á la vista, retrataron de mano maestra á D. Jaime I y D. Alfonso V, respectivamente. Cúmpleme consignarlo así.

siglos, aventajó en prendas á los que la honraron en el país que baña el Ebro; lo cual débese sin duda, à la primacía de la ley, sobre la corona, en nuestro suelo; al pacto solemne, con altivez recordado siempre á los monarcas por nosotros, en las lides por la libertad y el derecho; à que el cetro era aquí la insignia de un soberano de soberanos y el sucesor al solio real, gobernador del reino; disposición sapientisima que acostumbraba, desde su edad más temprana, á los Ilamados á heredar las riendas del Estado, á las dificultades del mando, á estimar las instituciones, à someterse á la ley, á conocer y amar al pueblo encomendado á su custodia. Y no solamente fué ninguno más grande; ninguno obtuvo las adoraciones que ellos. Al pueblo y á los monarcas aragoneses unió siempre la amistad más sincera, por lo que jamás han templado aceros regicidas las aguas de nuestros ríos; que no hay apoyo más firme, ni más segura defensa, que la libertad. Bien lo sabian nuestros monarcas conquistadores y aquellos otros, que pródigos de su propia sangre con la patria, temerarios en el peligro, sólo cobardes para desobedecer el fuero, corrían, no á presenciar combates, sino á acaudillar ejércitos, á morir con honra; que los reyes en esta tierra clásica de las virtudes cívicas, llevaban escrito en su corona, con piedras preciosas, que eran los primeros en los honores, en la hoja de su espada, con caracteres de sangre, que sabían ser los primeros en el peligro, y por esto, sentada a la grupa de su corcel de batalla, veíase la seguridad de la paz interior del reino, pues daban guardia de honor á ésta, en presencia y en ausencia de aquéllos, las libertades populares. Y de esta suerte necesitaba ser el trono, pues nuestra aristocracia, la más ilustrada y heroica de todas las aristocracias, no encontraba más medio de atajar la autoridad regia que tocando á rebato la campana de las rebeliones, si como dice un historiador elocuentísimo, <la ley había de sustituir á la arbitrariedad, la fuerza del derecho al derecho de la fuerza, el tribunal, las Cortes, al campo de batalla, y á una organización asentada en medio de desencadenados huracanes, una organización cimentada en el precepto legal, sin más amparo que la custodia de la libertad y la égida protectora de la justicia».

Si, asi necesitaba ser el monarca en esta tierra, vasallo de las antiguas libertades aragonesas, el primero del reino y el primero también en acatar y defender las leyes y costumbres que debía hacer guardar, por cuya senda llegóse á la perfección de aquel Estado, en que nadie estaba al arbitrio del poder, las esferas en que éste giraba distinguíanse de un modo admirable y la resposabilidad acompañaba á

todo acto, cual la sombra al cuerpo. Sí, así necesitaba ser por último, si no había de rompérsele el cetro como frágil caña, dada la índole de este pueblo inspirado siempre por un sentimiento vivo en su corazón, enseñoreado de su conciencia, por el numen divino de su sacrosanta libertad, custodiada por él con tal cariño que apresuróse á vigorizarla cuando la vió amenazada, y de aquí que en cada transformación no pudiese menos de salir más luminosa, porque ¡ay de la mano que hubiese intentado el evitarlo! Dijo muy bien el Sr. Romero Ortriz, en el novilísimo Gimnasio de la historia patria: <los anales de las prosperidades de Aragón son los de la monarquía aragonesa; los de la monarquía de cuyas glorias nos hablan, la nieve de Jaca y la brecha de la muralla mallorquina, las armaduras rotas por los marinos de Lauria, la lava del Etna y del Vesubio, y los bronceados peñascos del Pirineo en los que esculpiéronse leyes antes de ser coronados los héroes; los de la monarquía que no bien nace, baja del risco al llano, de Sobrarbe á Huesca, clava en Zaragoza el estandarte cristiano y hazaña tras hazaña, trueca en la vega de Granada el tosco sayal del labriego montañés por los brocados y armiños del rey politico, símbolos del dote de poderío aportado por Aragón en sus nupcias con Castilla; los de la monarquía que unida á Cataluña formó nacionalidad tan admirable, y envió á Alfonso II al sitio de Cuenca, fué á las Navas, luchó por el derecho ultrajado en Muret, castigó á los aventureros Anjóu, sojuzgó el Bósforo, grabó las barras en la cima del Olimpo y en la Acrópolis de Atenas, abrió de un golpe con el pomo de su espada las hieráticas puertas de la madre Asia y obedeció la orden secreta de Dios que escribe el Ebro en su curso, con la fidelidad que siguió Castilla el plan de campaña que le trazase el Altísimo con líneas que se llaman Duero, Tajo y Guadiana. Fuerte Aragón con sus monarcas y sus libertades, pudo conservar la feliz tranquilidad en el interior, ensanchar los límites del territorio, obedecer las inspiraciones del espíritu de civilización palpitante en su seno y producir doquiera milagros y maravillas; en el Bósforo y en Palermo, en la cumbre del Tauro y á la sombra de los africanos nopales, en el valle en que tejiỏ Proserpina primorosas guirnaldas y en e! golfo de la sirena Partenope. Suyo es el mérito de haber comprendido, que la ley que preside á la historia preceptúa á la tierra del Romancero, el llevar la libertad y la salud á las razas encadenadas en el Caucaso terrible del fatalismo; el infundir las ideas derecho, humanidad y justicia, en el abrasado cerebro del Africa. Nuestro carácter emprendedor y audaz, que nace del pre

dominio ejercido en el español por la fantasía, la sensibilidad, la elevación del pensamiento, el espíritu asimilador, las notas todas que nos distinguen, el sitio mismo que ocupamos en el planeta, hácennos, los más aptos para educar y enaltecer a un pueblo inculto; para convertirlo en trabajador en la magna obra de la civilización universal; para ir á las orillas del río que en el mapa de la historia divide los tiempos primitivos y los clásicos; para entrar en el continente «que une las premisas de la civilización asiática con las conclusiones de la europea», á llamar á la vida, al hombre del desierto.

Esta necesidad de sembrar la semilla del bien en las soledades de la Libia, sintióla Aragón antes que nadie, y dió con su ejemplo à la España cristiana, hermosísima enseñanza. Apenas el conquistador inmortal de Zaragoza, siente en su rostro, allá en apartadas cumbres, las suaves brisas de las dulces playas andaluzas, apenas abre la cruz sus brazos en los muros de Valencia y se liquida la media luna sobre el perfumado mar de Mallorca, aguijonea al más bravo de los batalladores, al más grande de los Pedros y al más magnánimo de los Alfonsos, la ambición misma que al héroe cantado por Herrera, San Fernando, el día en que bebió el caballo de éste las aguas del Guadalquivir en la ribera de Sevilla, y que al vencedor en el Salado, después de tan maravilloso encuentro; la noble ambición que dictase una de las cláusulas testamentarias de Isabel I; la que llevó á Orán al más español de los españoles, Cisneros, y al Emperador á Túnez; là que aconsejó la expedición afortunada de Felipe V y la desgraciadísima del tercero de los Carlos. Es justo, humano, patriótico, providencial; es cumplir una ley geográfica é histórica, y uno de nuestros destinos, el procurar que sea un templo del hombre el país, predilecto de la Iglesia de Cristo, en el que creía la Grecia que manaba la fuente de su civilización, y fundó Alejandro la ciudad que debía ser anillo y tálamo nupciales del Oriente y Europa; el país cuya luz inspiró al único épico nacional moderno sus Luisiadas, obra que descuella sobre las de Ariosto, el Tasso y Balbuena, sobre la fría Henriada y los poemas rudos y bárbaros, el Cid, los Niebelungen y los cantos de Gesta, «porque contiene el espíritu, el corazón, los recuerdos, la gloria y las esperanzas de un pueblo»; el país en que el infante D. Enrique y los marinos de Sagres descubrieron un cielo hermosísimo y cristalizaron en realidad preciosa las estrellas dantescas, soñadas por una privilegiada fantasía en un poético arrobo; el país en cuyos arenales perdió la vida y su ejército el romancesco D. Se

bastián, convertido después en otro rey Arturo, por un melancólico amor de la patria; el país en suma, en el que está, según dice un sabio publicista, el principio del imperio que deben llevar y dilatar hasta más allá del Atlas, los descendientes de los vencidos por Tarik y Muza. Y he aquí á Aragón adelantándose à las revelaciones de los siglos, entreviendo é intentando lo que hoy es una exigencia de la verdad enseñoreada del ánimo de todos, con la genialidad que intentó el Dante y entrevieron Virgilio y el filósofo que habló en lenguaje digno de los dioses en el jardín de Academus, lo que había de hacer más tarde el divino Rafael...; á Aragón!, al que corresponde parte principal en el mejor lauro de la Edad Media, la Reconquista y en el último y más admirable poema caballeresco, la guerra granadina; á Aragón!, que tantos rasgos propios ha llevado á nuestra historia; el más laborioso obrero en el cumplimiento de los altos fines de la Providencia. A él cupo en suerte la tarea de comunicarnos con Europa y la de asegurar la tranquilidad del Mediterráneo; con los florines de su Tesoro, con los florines adelantados por Luis Santánjel, aparejáronse la Santa Maria, la Pinta y la Niña, que salieron con Colón del puerto de Palos; sus principes, dando materia con sus hazañas y virtudes à que varones clarísimos las escribiesen, prestaron inapreciables servicios á las buenas letras; y sus juegos florales, el cultivo de la Gaya ciencia fomentado y protegido por nuestros reyes, tuvieron superior influjo en la civilización de España. És verdad que la aparición de un nuevo pueblo llamado, en un porvenir próximo, á conmover el mundo, con sus sabios, sus héroes, sus navegantes y sus artistas, se halla, en el Poema del Cid y en el Libro de los Jueces, en las Querellas y en las Partidas, en los rudos versos del Arcipreste de Hita y en las páginas del coronista Ayala, en Juan Lorenzo Segura de Astorga y en los escritos de Gonzalo de Berceo, cuyo carácter iguala, como diria Castelar, al candor de las Florecillas de San Francisco, «á la inocencia de una pintura de Cimabue, al dibujo de una viñeta de breviario, al eco de una salmodia gregoriana, al Stabat Mater en su no aprendida sencillez, pero lo es asimismo, que no á estos viejos monumentos y sí, á Aragón se debe, el haber introducido la cultura y el gusto en las costumbres y en las letras de la Península, en ciclo cuyo contorno no se descubre, ni aun recogiendo la vista, al volver la cabeza para mirar el pasado. Es imponderable, observa un castizo escritor (1), «el

(1) El Conde de Quinto.

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