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facultad, que se reduce á la lección de solo un libro, no se vería en necesidad de mendigar á las puertas de los avaros, que con sus propias riquezas compran el odio del pueblo y muchas veces su muerte. Alentábale infinito considerar que otros de mayores obligaciones hacían de una baraja ganzúa y hallaban la renta de cada año más segura en ella que en las hierbas de Alcántara, y que él no introducía el vicio, sino aumentaba el número. A la reprehensión que tal vez le hacía su entendimiento, porque intentaba proponerse lucido á los mismos ojos que le vieron infamado, respondía con el ejemplo de muchos, que sus vicios y afrentas en el mismo lugar les habian sido méritos para conseguir honores, de más de que en la Corte no había tiempo pasado, sino presente, porque como los sucesos de ella son siempre tan admirables, de la representación de los unos nace el olvido de los otros; de donde infería (como era verdad) que estaba tan olvidado como aquel á quien trataban como á muerto. Y últimamente se resolvió á decir, para que su discurso no le replicase, que él tenía desvergüenza para todo, con que la plática interior enmudeció, y él puso manos en la ejecución de su jornada.

Partió, pues, de Sevilla, martes de Carnestolendas, rico de joyas y dineros, copioso de galas y criados. Salieron delante seis acémilas de su recámara, á quien él, quedándose una jornada atrás, seguía en una litera, que todos los de su familia cercaban. Iba un trompeta manifestando la grandeza de este príncipe y previniendo silencio y admiración en los pasajeros. El aposentador caminaba con la

recámara con tanto cuidado, que cuando se llegaba á las posadas estaba ya dispuesto el aposento. Comíase regalado y brindábase frío, sin que la ostentación vana por falta del menor de estos accidentes descaeciese. El día que entró en Almagro halló que se paseaba por la plaza un camarero de Su Santidad, que, habiendo venido á traer el bonetc á un Cardenal, que entonces se crió en España, quiso, antes de volverse á la romana corte, visitar unos deudos que tenía en aquella villa y renovar las memorias de la sangre. Holgóse de verle, y en apeándose en la posada, haciendo elección del criado de más autoridad, le envió á visitar, significándole el gusto que con su vista había tenido, y que si no hubiera llegado con tanto cansancio, fuera en persona á besarle las manos, pero que lo haría antes de partirse del lugar. Obligóle con esta cortesía tan prevenida y adelantada á que él viniesc luego en persona. Las ceremonias y halagos con que le recibió le admiraron, con venir de una Corte donde el que más de esto alcanza mayor sabiduría posee. El discurso abrazó varias materias, y el último pasaje de nuestro Caballero fué darle á entender que era persona á quien Su Majestad llamaba para ocuparle en la embajada de Roma, y que se detendría allí dos días, como lo hizo, para que instruyese en muchas cosas necesarias á la buena dirección de sus aciertos, aun antes de la partida, para que Su Majestad se agradeciese á sí mismo por aquellos principios tan buena elección y levantase sobre estos fundamentos torres de inaccesibles esperanzas. Afectaba el lenguaje y las acciones de modo que el pobre

caballero (gran flaqueza) se rindió á creerle, si ya no fué prudencia, por llegar más aprisa al descanso del ánimo, que entre la duda y el crédito batallaba. Comieron juntos aquel dia y los otros dos si. guientes, renovando siempre la misma plática, y dejándose monseñor llevar dulcemente del fabuloso chocante, á quien presentó reliquias de suma veneración, y él, agradecido, sabiendo que tenía suspensa su jornada por falta de caballería, le dejó su litera y se puso en un macho regalado en que venía su mayordomo, con que dándose estrechos abrazos se despidieron entrambos contentos y entrambos engañados, porque nuestro Puntual, de tal modo se transformaba en lo que decía, que él mismo que formaba la mentira era el primero que incurría en la culpa de creerla, tanto, que aquellos días para sí tan embajador fué en Roma como en su tiempo el ingenioso y gran caballero don Diego de Mendoza. Duróle el deleite de esta vanidad todo el camino, dándole algunas veces arrobos tan eficaces que le enajenaban una y dos horas, que los dulces éxtasis de la caballería en los que siguen su vocación no hacen menores efectos. Llegó á Getafe, donde, viéndose ya en los arrabales de Madrid, pidió á su camarero su vestido verde, que para esta ocasión había hecho en Sevilla, costoso, galán y lucido. Traiale éste un criado que se había quedado en Almagro esperando una instrucción escrita de mano de mon. señor, porque cuando se despachó la recámara aún no había salido de las manos de los sastres y no pudo venir con ella.

Con que se resolvió á que la entrada en Madrid

fuese de noche y á estar escondido mientras el criado llegaba. Ejecutólo, durando su misión dos días, que fueron los que tardó el ministro, á quien reprendió el descuido, pues pudiera haber dejado aquella comisión á otro de sus compañeros. Templóle la cólera la romana instrucción, y como si se hallara ya con las espuelas calzadas para aquella Corte, cabeza de la Iglesia y del mundo, la pasó muchas veces por los ojos y la hizo en las márgenes algunos, si no curiosos, ridículos apuntamientos.

Con esto entretuvo el día, y á la noche se volvía á salir, á la sorda, á Getafe, con su recámara y criados, para hacer, el día siguiente, la entrada en público; avisó con un criado á los amigos más confidentes para que le previniesen el recibimiento á la mañana, y comiendo en Getafe á las once, salió de él á la una, después de haber reposado, tan lucido y galán, que, puesto sobre un caballo brioso y regalado que para este efecto trajo, era digna suspensión de los ojos de la Corte.

La tarde se mostraba apacible, porque, siendo el día pardo, excusaba la molestia que suele dar el sol por Marzo, cuya fuerza aumentó un refrán á la lengua castellana, que dice... mas él es tan vulgar, que ya le sabréis sin que os le refiera:

Empezó á caminar seguido de los suyos, y la recámara delante, lo que bastaba para que la vista la pudiese descubrir, de modo que ella no la ofendiese con el polvo que levantaban las acémilas. Todos los criados llevaban tanto adorno y brío, que parecían que copiaban gentileza y osadía del espíritu de su dueño.

Volvió él los ojos al salir del pueblo, y aunque concibió desvanecido deleite con su vista, reparó el caballo, á cuya imitación, haciendo todos lo mismo, enmudecieron, y él delató el alma en estas razones:

-Amigos: más deseos de vuestro aumento que del propio me llevan á la Corte; piedad, no ambición, hace que me niegue à la quietud de mis paredes. Ya estamos á la vista de los antiguos muros de Madrid (asiento de Filipo), mientras más caídos, más dignos de ser venerados. Si queréis pagarme en obediencia lo que debéis á mi volun. tad, vivid, si no honestos, modestos, afectando tanto el ser humanos, que jamás vuestra cortesía sea la segunda, porque en ella daréis la mejor prenda de vuestra sangre y el testigo más cierto. Respetad á la justicia y sus ministros como á imágenes de la persona real, primera causa de esta virtud, tan necesaria al buen gobierno de las repúblicas, y sufriendo con tolerancia las necesidades que os ocurrieren, esperad su remedio en el fin de mis pretensiones. Respetad á los superiores, amad á vuestros iguales y amparad á los infimos, que con estas acciones de mi imitadas, aunque entráis en nombre de criados, seréis amados como hijos, crecerá la gloria de todos en común y la de cada uno en particular, con que, ya que de la Corte no saquemos cargo ni oficio, llevaremos buen nombre y juzgará el pueblo sernos debido, aunque nos sea negado (premio, si no el más útil, el más honroso).

Así dijo; pareciendo en esta oración en partes cuerdo, y en partes confesando la flaqueza de su vano sujeto.

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