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DON EDUARDO DATO

España entera está de luto. Y a este duelo nacional que representa el cobarde asesinato de que ha caído victima en el cumplimiento de su deber la ilustre figura del gobernante preclaro, se une para nosotros otro duelo especial, porque con él hemos perdido también a nuestro director.

El imbécil distingo de los asesinos no pasa de ser un sofisma más, que a nada conduce, ni nada resuelve, ni nada justifica. Lo monstruoso es siempre monstruoso, el crimen siempre es condenable. Nosotros no hemos matado a D. Eduardo Dato, sino al Presidente del Consejo de Ministros. Perversa sutileza con la que acaso creerán encontrar quién sabe si la palma de la gloria entre el número, por fortuna escaso, de los que militan en esas filas de donde han salido las manos canallas que cortaron el hilo de una existencia laboriosa y ejemplar.

Pero la protesta vigorosa, espontánea de toda España, alzándose unánime para condenar el cruento sacrificio, les habrá mostrado bien claramente que la opinión no está con ellos, que no es terreno abonado el nuestro para que arraiguen esas subversivas semillas con que los enemigos del orden social intentan imponer sus tene

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brosos designios. Lo triste es que D. Eduardo Dato no es el primer gobernante que baja al sepulcro al golpe del arma homicida; son cuatro los que con él hallaron la muerte en ese puesto tan difícil y de tanta responsabilidad de dirigir la nación. Un día es D. Juan Prim quien sucumbe en la artera emboscada; otro, D. Antonio Cánovas del Castillo, más tarde D. José Canalejas, y hoy la figura venerable, apostólica, del más grande propulsor que haya tenido la legislación social en España en los tiempos modernos.

Los que conocían las interioridades de nuestra casa, los que sabían la compenetración y la cordialidad que nos ligaban con el que era, más maestro paternal y amigo cariñoso, que director, podrán imaginarse hasta qué punto nos ha herido en lo vivo este golpe, el aplanamiento moral y físico en que nos ha sumido la tremenda desgracia.

D. Eduardo Dato vino a nuestra REVISTA, tras el fallecimiento de aquel jurisperito inolvidable que se llamó D. José María Manresa y Navarro, y durante el tiempo que ha estado al frente de ella, ha continuado con su esfuerzo manteniendo los prestigios que sus antecesores— Reus, Gómez de la Serna, Manresa-acumularon en la publicación, aumentándolos más y más y laborando incansablemente porque continuara siendo no ya la primera de España, sino de muchas extranjeras.

Merced a su labor y a sus empeños entraron a colaborar firmas prestigiosísimas, se hizo mensual la publicación, en vez de bimensual como era antes, y se introdujeron otras muchísimas reformas que acrecieron la fama de nuestra vieja REVISTA y que el mundo jurídico apreció como merecían, redoblando su adhesión y aumentándola cada día.

Se ha repartido tan prodigiosamente la vida de don Eduardo Dato que asombra pensar las múltiples actividades en que se prodigaba, marcando en todas ellas la señal imborrable de su inteligencia superior. Por eso son más de execrar la inteligencia que concibió y las manos que han ejecutado una sentencia tan inicua, porque ni como gobernante, ni como particular; ni en su vida pública, ni en su vida privada, merecía este fin quien había sido, en la primera el dignificador de los trabajadores a los que consagró todos sus esfuerzos de legislador, y en la segunda el hombre afable, cariñoso, sencillo y bueno, siempre correcto, siempre servicial, cuya ausencia del hogar ejemplarísimo que constituyera, lloran hoy una esposa y unas hijas amantísimas con lágrimas inconsolables que deben pesar como candentes losas de plomo sobre la conciencia de los malvados que le arrebataron la vida, si es que todavía queda en sus almas una última brasa de sentimientos humanos.

Pero si grandes eran las dotes que adornaban al inolvidable director, cuyo vacío va a ser tan difícil de lle nar, mucho mayor aun era su modestia, esa cualidad inseparable que acompaña y distingue a los hombres de verdadero mérito, y no menores aun su voluntad y laboriosidad. Con este tríptico de virtudes acometió las más grandes empresas, sin darle importancia a su labor, firmemente convencido de que realizaba un deber y siempre logró lo que se propuso, y realizó las más elevadas empresas, de las que sólo su acendrado patriotismo era el norte y la estrella.

Sus propios méritos le fueron arrastrando por sí solos, con la fuerza de las cosas inevitables y justas a los puestos más elevados de la nación, hasta que llegó al puesto-cumbre, al de tener en sus manos el timón de la

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