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«El individiduo, que la filosofía del siglo pasado-dice el >filósofo y poeta del positivismo contemporaneo-consideraba >como un ser aislado, cerrado en su mecanismo solitario, ha >aparecido como esencialmente penetrable á las influencias >extrañas, solidado con la otra conciencia determinada por > las ideas y los sentimientos impersonales.>

Los fenómenos intelectuales ó psíquicos son esencialmente expansivos ó contagiosos, y después que se ha empezado á estudiar-añade-los casos de contagio morboso, de la sugestión y de la influencia hinóptica con la guía de las indagaciones científicas, se pasará, «poco a poco, á estudiar los fenómenos >de influencia moral entre los diferentes cerebros, y, de allí, >entre las diferentes conciencias: atracciones de la sensibili. dad y de la voluntad, solidaridad de la inteligencia, penetra>bilidad de la conciencia, determinándose, de esta suerte, la >fusión de la psicología científica con la sociología, como el >siglo XVIII habrá fundido la física con la astronomía» (1).

Para Guyau existe una unidad perfecta entre los siguien. tes términos: vida, moralidad, sociedad, arte, religión; de donde, el arte, por si precisamente, no tiene solamente un contenido estético, sino una importancia moral al mismo tiempo.

Es lógico, por consiguiente, en nuestra opinión, extender la indagación al concepto moral que asume el arte cuando resplandece à través de la oratoria forense, à aquella forma de la elocuencia á la cual favoreció en la gioriosa época greco. romana con tal inalterable esplendor y á la cual auúa hoy aporta el tributo de una potente fascinación sugestiva; es lógico investigar si, cambiada la esencia de la vida social, y cambiada después, como diría Taine (2), con la sociedad también el alma colectiva, aquel arte, que fué así tan fecunda de bienes y de gloria, puede hoy todavía ejercer una sana y útil misión social en sus efectos dinámicos en relación con la administra

(1) Obra citada, prólogo XLI.

(2) H. TAINE: Essais.

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ción de justicia, otro de los términos que Guyau debiera haber añadido à aquellos entre los cuales halla una perfecta unidad.

Repasando con la memoria los tiempos en los cuales floreció más la elocuencia, y dirigiendo una mirada á la época presente, se observa que las enseñanzas de Cicerón fueron la guía constante del orador; todavía hoy no se concibe un discurso forense sin deficiencias pasionales, sin animados movimientos afectivos.

También Catón recurrió á la moción de efectos; dejó escrito, en este respecto, que no hubiera conseguido evitarse la condena si no fuera ayudado con sus hijos y con las lágrimas, y ejemplos en contrario no se hallan más que en la vida de Sócrates y en la del P. Rutilio Rufo.

El más sabio de Grecia, según la sentencia del oráculo del Delfos, acusado de trabajar ilícitamente, de indagar con de. masiada curiosidad las cosas de debajo de la tierra y del cielo y de hacer las causas inferiores casi superiores (1), à Lisia, que le llevaba un discurso en su defensa, le respondió que no podía aceptarlo, añadiendo: Si tú me trajeses chinelas, por muy bien que me sentasen al pie, jamás las usaría, porque son calzado de mujer, no de hombre; de esta suerte, el hablar de esta oración, por adornado y elocuente que sea, no será, en modo alguno, hablar generoso y viril.

Y el ciudadano consular y romano Rutilio Rufo, inspirándose en Sócrates, apenas concedió á Cotta y Q. Mucius que tomasen parte limitadísima en su defensa.

Fueron ambos condenados. Por haberse querido tratar el proceso de Rutilio Rufo, como hubiera sido tratado en la soñada república de Platón, Cicerón hace decir à Antonio en su De Oratore (2) que fué la pérdida de un gran hombre. «No se ›vió entonces que nadie prorrumpiese en un gemido: ningu

(1) PLATÓN: Apología, III.

(2) Libro II, § 53 y siguientes.

>no, entre tantos abogados, se oyó que interviniese en caso >tan atroz; nadie que hiciese una señal de dolor ó dirigiese un >lamento, ó implorase la ayuda de la república, ó siquiera su>plicase á los jueces. No hubo nadie que después de la senten›cia protestase, para no abjurar, yo creo, el estoismo.>

PASCUALE MATERI

Traducción de

CARLOS TABOADA TUNDIDOR.

(Continuará.)

MONTESQUIEU Y LA ESCUELA HISTÓRICA

La gloriosa figura de Montesquieu está muy por encima del nivel ordinario del pensamiento del siglo XVIII gracias a la idea fundamental de su obra cumbre El espíritu de las leyes. Carlos de Secondat, Barón de la Brède y de Montesquieu, nacido en el Palacio de la Breda, cerca de Burdeos, en 1689, y muerto en 1755, era descendiente de familia de magistrados, y magistrado hubo de ser, llegando a presidir el Parlamento de Burdeos. Apenas contaba veinte años, cuando ya preparaba los materiales de su inmortal obra El espíritu de las leyes, haciendo un extracto glosado de los inmensos volúmenes que componían el cuerpo del Derecho civil «al modo-como dijo con gran acierto el filósofo D'Alembert-que en otro tiempo, en lo florido de su juventud, echó Newton los cimientos de las obras que le han hecho inmortal; y en aquella misma edad, como el estudio de la Jurisprudencia, aunque menos árido para Montesquieu, que para otros muchos de lo que se dedican a él, porque lo cultivaba como filósofo, no era bastante para lo extendido activo de su ingenio, desentrañaba otras materias muy importantes y delicadas, examinándolas en el silencio con la prudencia, la pulcritud y la equidad que después ha manifestado en sus obras». ¡Y qué obras más admirables! Las cartas persas, Recreos serios y cómicos, Consideraciones sobre la causa de la grandeza y de la decadencia de los romanos, que, a

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y

pesar del tiempo transcurrido desde su publicación, no dejan de ser leídas y comentadas.

Su libro Sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos, es un estudio importante y difícil de la historia, planeado, a manera de un arquitecto que en vista de ruinas magníficas trazare del modo más verosímil la planta de un edificio vetusto, supliendo con su ingenio y con sus atinadas conjeturas lo que faltaba a aquellos vestigios informes y mutilados, Halla las causas de la grandeza de los romanos en el amor a la libertad, al trabajo y a la patria. Las de la decadencia en las guerras civiles, en las proscripciones de Sila, que envilecieron el espíritu de la nación y lo dispusieron a la esclavitud; en la mudanza de gobierno, que permite la sucesión al Imperio de monstruos que reinaron casi sin interrupción desde Tiberio hasta Nerva y desde Cómodo hasta Constantino; finalmente, en la traslación y división del Imperio, que pereció primero por accidente a causa del poderío y pujanza de los bárbaros, y después de estar decaído en el Oriente por muchos siglos y con emperadores fatuos, degenerados o feroces, se aniquiló insensiblemente, como aquellos ríos que desaparecen entre la arena.

Durante veinte años meditó la ejecución de El espíritu de las leyes, por decirlo mejor, toda su vida había sido continua meditación de ella. Empezó por considerarse extraño en su propio país, a fin de estudiarlo y conocerlo mejor; después recorrió toda Enropa, observando profundamente los diferentes pueblos que la habitan. Inglaterra, la isla famosa que tanto se gloria de sus leyes, fué para Montesquieu lo que en otro tiempo la de Creta para Licurgo, una escuela en que aprendió, sin aprobarlo, todo. «Yo me tendría por el mortal más feliz-escribe en el prefacio de la citada obra-si pudiese conseguir que los hombres se curasen de sus preocupaciones, no a lo que hace que se ignoren ciertas cosas, sino a los que hace que se desvanezca uno a si propio. >>

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