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no hubiera clavado el puñal asesino en el corazon del generoso guerrero lusitano. ¿Qué fuera si le hubiera ayudado el resto de los españoles?

Numancia, la inmortal Numancia, que probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creido, á saber, que cabia en lo posible esceder en heroismo y en gloria á Sagunto; Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes; Numancia, cuando se ve apurada, aunque no combatida, por el formidable ejército de Escipion, demanda socorro á sus vecinos, sus mandatarios le imploran de pueblo en pueblo, pero en vez de auxilio eficaz encuentran solo una compasion estéril, y Numancia se defiende sola y entregada á sus propias y escasas fuerzas. Asi con todo, el mundo duda por algun tiempo cuál de las dos será la vencedora y cuál la vencida, si Roma ó Numancia, si la señora del orbe ó la pobre ciudad de la Celtiberia. ¿Qué hubiera sido pues de Roma y de los romanos, si los jamás confederados españoles hubieran unido sus fuerzas, aisladamente formidables, en torno del guerrero ó de la ciudad, de Viriato ó de Numancia?

Pero si los españoles, entonces medio inciviles, no aprendieron en dos siglos de costosa prueba á emplear el medio de la union que hubiera podido darles el triunfo, aun es mas de maravillar que la civilizada Roma no empleára á su vez otro medio de conquista mas suave, mas pronto y mas seguro que el de las armas, y mas económico de sangre y de esfuerzos, el de ganar los corazones de los españoles con la generosidad.

Anibal habia fingido amarlos, y fué la causa de que á pesar del sacrificio de Sagunto le siguieran aquellos españoles que le dieron los triunfos de Trasimeno y Cannas. Los Escipiones hallaron auxiliares donde quiera que supieron buscar amigos, y ganando primero los corazones de los españoles, ganaban despues batallas á los cartagineses. Mas tarde Sertorio, proscrito romano, busca un asilo en España, estudia el carácter de este pueblo, tan indomable por el rigor como fácil de ganar por la dulzura, le encuentra agriado por las injusticias de Roma, le acaricia, halaga el orgullo nacional, se muestra justo y benéfico, y captándose el afecto de los naturales, acuden estos en masa en derredor de un hombre, que en el

hecho de ser generoso y justo ha dejado de ser para ellos estrangero. El proscrito de Sila se encuentra al poco tiempo en actitud de desafiar la república, y á punto de emancipar la España ó de hacer de ella una segunda Roma. Y si no se completó su obra, fué porque Sertorio tuvo la virtud y el defecto de no acabar de ser español y no querer dejar de ser romano. A pesar de esto, Sertorio perece víctima de la negra traicion de un general, romano como él, y los soldados españoles llevan su fidelidad al gefe estrangero hasta el punto de darse la muerte por no sobrevivirle.

Tal habia sido constantemente su conducta. Y sin embargo de estos ejemplos, Roma siempre ciega, no aprendió nunca á ser generosa, como España, siempre crédula y siempre fraccionada, no aprendió nunca ni á desconfiar ni á unirse. Ni Roma ni España aprendieron lo que les convenia, y estuvieron doscientos años destrozándose sin conocerse.

Venció por último el número al valor, y se decidió en los campos ibéricos que Roma quedaba señora de España y del mundo. Restaba saber á cuál de los gefes que representaban las parcialidades ó bandos que dentro de la misma república se disputaban el cetro de la universal dominacion, le quedaria ésta adjudicada. Tambien tuvo España el triste privilegio de ser el teatro escogido para el desenlace de este drama largo y sangriento. Los españoles, incorregiblemente sordos á la voz de la unidad, fáciles en apasionarse de los grandes genios, y fieles siempre á los que una vez juraban devocion ó alianza, en vez de limitarse á presenciar con ojo pasivo é indiferente, ó á celebrar en un caso con maliciosa y perdonable sonrisa cómo agotaban entre sí sus fuerzas los dos ambiciosos rivales, cometieron la última imprudencia, la de pelear, ya en favor de César, ya en el de los Pompeyos, acabando asi de forjarse los hierros de su esclavitud, que esto y no otra cosa podian esperar cualquiera que fuese el que ciñera el laurel de la victoria.

En los campos de Munda se pronunció el fallo que declaró al vencedor de Farsalia dueño de España y del orbe. En aquel vasto cementerio de cadáveres romanos quedó sepultada la independencia española. César redondea su conquista apoderándose de unas pocas ciudades todavía rebeldes, y dando por terminado el papel

de conquistador, comienza el de político, regularizando una administracion en la Península, de cuya pureza, sin embargo, no dejó consignado el mejor ejemplo personal. Sin duda aquel mismo Hércules de Cádiz, que antes habia visto á César obligar al ávido Varron á devolver los tesoros que habia robado de su templo, no debió ver con satisfaccion á aquel mismo César despojarle de ellos á su vez. Pero hacíanle falta para ganar la venalidad del pueblo romano, y comprar á peso de oro los votos de los comicios.

Debieron lisonjear mucho al vencedor los nombres de Julia ó de Cesárea con que se apresuraron á apellidarse muchas poblaciones españolas, engalanándolos con alguna de las virtudes del conquistador.

Antes de salir de España quiso César plantar con su mano en la elegante Córdoba el famoso plátano que inmortalizó la graciosa musa del español Marcial: plátano que habia de simbolizar la civilizacion romana, hasta que sobre sus secas raices creciera, tiempo andando, en los mismos jardines de Córdoba la esbelta palma de Oriente, plantada por el califa poeta Abderrahman, emblema de otra civilizacion que reemplazaba á la romana; viniendo á ser aquella ciudad favorecida el centro de dos civilizaciones, representadas en dos árboles, plantados por las manos del genio del Mediodía y del genio del Oriente.

Parecia que no faltaba ya nada á Roma para ser señora absoluta de España; y asi hubiera acontecido en todo otro pais en que estuviera menos arraigado el amor á la independencia. Pero habíase este refugiado y conservábase en las montañas, último baluarte de las libertades de los pueblos, como las cuevas suelen ser el postrer asilo de la religion perseguida. Era ya Roma dueña del mundo, y solamente no lo era todavía de algunos rincones de España habitados por rudos montañeses, en cuyas humildes cabañas no habia logrado penetrar ni el genio de la conquista ni el genio de la civilizacion. Los cántabros y los astures se atrevieron todavia á desafiar ellos solos, pocos, pobres é incivilizados, el poderío inmenso de la justamente enorgullecida Roma. Parece que la soberbia romana hubiera debido mirar con desdeñosa indiferencia la temeraria protesta de aquellas pobres gentes, como los últi

mos impotentes esfuerzos de un moribundo. Y sin embargo, fué menester que el mismo Augusto descendiera del sólio que el mundo acababa de erigirle, para venir en persona á combatir á un puñado de montaraces. En esta desigual campaña pudo recoger un triunfo que no era posible disputarle, pero triunfo sin gloria; la gloria fué para los vencidos, que solo lo fueron ó recibiendo la muerte ó dándosela con propia mano.

Ya Augusto habia cerrado solemnemente el templo de Jano, signo de dar por pacificado el mundo, y todavía de los riscos de Asturias, de alli donde en siglos posteriores habia de revivir el fuego de la independencia, salió el último reto de la libertad contra la opresion. Augusto pudo avergonzarse de haberse anticipado á cerrar el templo del dios de las dos caras. Otra lucha todavía mas desigual, y por lo tanto menos gloriosa para las armas romanas, acababa de decidir el triunfo definitivo. Los cántabros y astures, oprimidos por el número de sus enemigos, ó buscan una muerte desesperada en las lanzas romanas, ó se la dan con sus propios aceros; en los valles y en los montes se reproducen las escenas de Sagunto y de Numancia: las madres degüellan á sus propios hijos para que no sobrevivan á la esclavitud, y solo asi logran las águilas romanas penetrar en las montuosas regiones de la Península.

«La España (ha dicho el mas importante de los historiadores romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fué la última en ser subyugada.» No somos nosotros, ha sido el primer historiador romano el que ha hecho la mas cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo.

IV.

Reducida España á simple provincia de Roma, con dioses, lengua, leyes y costumbres romanas, cesa ò se interrumpe por siglos enteros la que podemos llamar su historia activa y propia, y comienza su historia política, si bien refundida en su mayor parte en la del antiguo mundo europeo.

Tocóle á Octavio Augusto llenar una de las mas bellas misiones que pueden caber á un mortal, la de pacificar el mundo que César habia conquistado; y España bajo la paz octaviana recibe la unidad y la civilizacion á cambio de la independencia perdida. Bajo su benéfica administracion descansa España de sus largas guerras, y recibiendo un trato y unas mejoras á que no estaba acostumbrada, no es maravilla que levante templos y altares al primer señor del mundo á quien la lisonja humana habia divinizado. Cierto que serian mas hijas del cálculo que del sentimiento las virtudes que le merecieron la apoteosis, y que invocó á las musas. para que cubrieran con laureles el cetro con que avasallaba al mundo. Pero los tiempos y los hombres vinieron á enseñar que le faltaba mucho á Augusto para ser el peor de los tiranos.

España vencida ganó en civilizacion lo que perdió en independencia. Recibió artes y letras, lenguage, culto y leyes tutelares; vió su suelo cubierto de obras magníficas de utilidad y de belleza; de puentes, de acueductos, de grandes vias de comunicacion abiertas por entre las barreras de sus montañas, y fué adquiriendo para sus naturales, ya derechos de ciudadanía, ya participacion en las altas dignidades del imperio. Sufrió una catástrofe, y entró en el número de los pueblos civilizados. Trascurridos siglos, volverá á perder su unidad, y no volverá á recobrar su independencia y su integridad material sin el sacrificio de la libertad civil; hasta que con el tiempo logre amalgamar estos grandes bienes de los pueblos: que asi lentamente y por estraños caminos van mar

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