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vorablemente su justa petición. El monarca tomó el dinero, y se limitó á dar las gracias á Barcelona. Verdad es que prometió devolverle sus libertades todas; pero infiel á su palabra y á la que en su nombre había dado á los barceloneses D. Juan de Austria, Felipe IV continuó reservándose los privilegios que les había quitado en su circular de 3 de Enero de 1653.

Conforme al artículo 42 del tratado de los Pirineos, los nuevos límites de los dos reinos en Cataluña debían ser determinados por comisarios especiales de ambas potencias, quienes habían de reunirse, lo más tarde, un mes después de la firma del tratado. Pero dificultades sobrevenidas en la ejecución de este artículo retardaron el nombramiento de estos comisarios, resultando, por fin, elegidos: de parte de Francia, Pedro de la Marca, arzobispo de Tolosa desde 1652, y anteriormente nombrado visitador general de Cataluña, y Jacinto Serroni, obispo de Orange; y de parte de España, D. Miguel de Salvá y Vallgornera, del consejo de S. M. en el supremo de Aragón, y D. José Romeu de Ferrer, miembro del Consejo de Ciento de Barcelona 1.

Los cuatro comisarios se reunieron en Ceret á mediados de Abril de 1660; y como, por lo que parece, no eran hombres ni Salvá ni Romeu para luchar en talento y astucia con el arzobispo de Tolosa, hubieron de quedar algo envueltos entre las redes que éste supo tenderles, y casi en su totalidad se pasó por los límites que La Marca fijara, exceptuando lo concerniente á Cerdaña. No pudieron en este punto avenirse, pues con sobrada razón sostenían los comisarios españoles que la comarca ceretana no podía ni debía pertenecer á la Francia. Ultimamente se volvieron á reunir en la isla de los Faisanes los dos ministros, Mazarini y Haro, para tra

1 Feliu de la Peña, lib. XX, cap. XIV.

tar de los artículos del matrimonio de Luis XIV con la infanta de España, y convinieron el 8 de Mayo, en un acuerdo que se firmó el 13 con el título de Explicación del artículo 42 del tratado de los Pirineos. Por esta nueva redacción, todo el Rosellón y el Conflent fueron reconocidos como de Francia, y toda la Cataluña y toda la Cerdaña quedaron para España, salvo, con respecto á este último condado, el valle de Carol y una porción del territorio ceretano para comunicar con dicho valle.

Sólo al llegar á este punto es cuando hay que dar por terminada la guerra de Cataluña comenzada en 1640, y proseguida con tanto entusiasmo como denuedo hasta 1659 por los que supieron inspirarse en el espíritu levantado y patriótico de Pablo Clarís. Pocas veces una guerra más justa habrá puesto las armas en las manos de los hijos de una nación. Se alzaron y armaron para sostener las libertades quebrantadas, para hacer constar que ésta era una tierra de ciudadanos libres. ¿Puede llamarse rebelde á Cataluña por haberse levantado contra el ministro de Felipe IV? Seguramente que no. La defensa de unos fueros quebrantados no es rebeldía, sino lealtad.

Nadie desconocerá ni podrá nadie negar el patriotismo de los catalanes durante esta guerra memorable. Los hombres superiores en letras, en armas, en posición social; los ministros del altar como los de justicia, diputados, concelleres, nobles, sacerdotes, la clase alta, la media y la baja, todos se unieron en defensa de sus derechos, todos á una se agruparon junto al pendón de la patria alzado por manos fuertes y robustas.

Ni tampoco se debe hacer recaer sobre los catalanes la culpa de la pérdida del Rosellón, como intentan hacerlo inconsideradamente algunos historiadores. El Rosellón se perdió por pecados del favoritismo y por indolencias del monarca, lo mismo que se perdió Portugal.

Si otra hubiese sido la política de la corte de Madrid; si algo mejor se hubiesen sabido respetar las leyes, las libertades, los derechos, ni Portugal ni Cataluña hubieran soñado con alzarse, y entonces no se habría tenido que lamentar ni la pérdida del Portugal ni la del Rosellón.

Muy al contrario: los catalanes recibieron con sentimiento y desagrado la condición impuesta para las paces de ceder á Francia el Rosellón y el Conflent. No podían avenirse á ver desgajarse estas ricas joyas de la corona condal de Barcelona. ¿Era así, tan fácilmente, por medio de un tratado hecho por astutos diplomáticos en la quietud de un gabinete, como debíamos perder esas bellas comarcas, teatro de nuestras antiguas glorias, conquistadas por nuestros padres á costa de tanta sangre y sacrificios? ¿Era así como Cataluña había de ceder la patria del que fué su primer conde soberano? Lo cierto es que, con ceder el Rosellón, se faltó al compromiso solemne de pactos sagrados; y es que el rey de España no podía vender, ni enajenar, ni ceder aquel territorio.

Por lo que toca á Cataluña, tuvo entonces un período de cinco años completamente de paz y de calma, hasta la muerte de Felipe IV, que bajó al sepulcro el 12 de Setiembre de 1665, á la edad de sesenta años, después de cuarenta y cuatro de reinado. Se ha dicho de este monarca, y quizá con justicia, que su corazón era excelente, aun cuando su cabeza y carácter fuesen débiles; pero es lo cierto que su reinado fué, después del de D. Rodrigo, el godo, el más funesto conocido en los anales de España 1.

1 Véanse la Historia de Felipe IV, por Céspedes; los Anales de España, de Ortiz de la Vega; las tablas cronológicas de Sabau, añadidas á la historia de Mariana; la Historia de España, por Lafuente, y la continuación de la historia de Dunham, por Alcalá Galiano.

Tal fué y así acabó la historia del levantamiento y guerra de Cataluña, vulgarmente conocida por la guerra de los segadores, á causa de haber sido éstos los principales promovedores de la revolución del 1640 en Barcelona. No la he escrito como debiera escribirse, como lo hará de seguro algún día pluma en todos conceptos más autorizada y competente que ésta pobre mia, pues debiera ocupar esta sola historia un grueso volumen; pero al menos, con el celo y la buena voluntad de un hijo amante de la gloria y de la honra de su patria, he procurado poner de relieve las causas que obligaron á los catalanes á levantarse, vindicándoles de las calumnias que se quiso arrojar sobre ellos. Sirva esta historia de enseñanza á reyes y á pueblos: á los primeros, para demostrarles cuán funesto puede ser un favorito, y cuántos males puede acarrear á un país el despotismo; á los segundos, para convencerles, una vez más, de cuán grande, heróico y noble es el pueblo que lucha por su libertad y por su independencia, pues siquiera haya de quedar vencido en tan justa lucha, deja, al menos, un monumento perenne, un título eterno de gloria á sus hijos. Llamen, en buen hora, rebeldes á los catalanes. Su historia probará eternamente que fueron leales á la ley.

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CAPITULO XXXVII.

Ocupa el trono Carlos II.-Pretensiones del rey de Francia y nueva guerra. Catástrofe en Barcelona con motivo de la sentencia del capitán Rius.-Reclama Barcelona.-El duque de Osuna entra en Rosellón.-Venida de D. Juan de Austria.-Disturbios en Rosellón.Entrada de franceses en el Ampurdán é incendio de la Junquera.

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(DE 1665 Á 1673.)

Fué un triste reinado el de Carlos II el Hechizado, hijo y sucesor de Felipe IV. Con él llegó España al último grado de su postración; con él acabó en esta nación la casa de Austria, que había principiado en un coloso para rematar en un imbécil. Carlos II era un niño no todavía de cinco años cuando murió su padre, y empuñó por él las riendas del gobierno la reina viuda, austriaca de origen y de corazón, de no muy buen concepto en el pueblo, y supeditada por su confesor y favorito el jesuita Nithard, extranjero también, y hombre generalmente aborrecido.

Empezó el reinado de Carlos II, ó por mejor decir, el de su madre, con la pretensión del rey de Francia Luis XIV, quien, no obstante haber renunciado para sí y para sus sucesores á todo derecho ó posesión alguna de las de la corona española, pretendió que tocaba á su esposa una parte de los Países Bajos. Apoyaba su pretensión en cierta costumbre antigua, pero ya derogada, de un oscuro distrito de aquellas provincias, la cual disponía que hasta una hembra nacida de un primer matrimonio debiese ser preferida á un varón habido en segundas nupcias; y como la reina María Te

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