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interesados que, contando con impaciencia sus momen. tos de vida, espiaban todas sus acciones! ¡Triste rey á quien sus confesores, sus consejeros, sus cortesanos, los embajadores de las potencias extranjeras, y hasta su propia esposa, señalándole siempre con el dedo el sepulcro entreabierto, le hablaban sin cesar de su muerte, de su testamento y de su herencia! ¡Infeliz monarca que se hallaba hundido en un caos de pasiones, de intrigas y de odios, y que veía á distintas naciones repartirse, aun viviendo él, la España, disponiendo cada una de los destinos de este mísero país!

Eran tres los principales aspirantes á la Corona de España, y fundaban los tres sus derechos en ser descendientes de las mujeres que la dinastía reinante había enviado á sentar en diversos tronos. Ocupaba el primer lugar el delfín de Francia, Luis, que nacido del matrimonio de Luis XIV de Francia con la infanta María Teresa de Austria, presentaba por derechos los de su madre, y también los de su abuela Ana María de Austria, esposa de Luis XIII. Es preciso tener en cuenta, sin embargo, que las dos princesas españolas en las cuales se fundaba el derecho, habían solemnemente renunciado para ellas y sus descendientes á la sucesión en los dominios de España. Ana María, hija de Felipe III de España, al casar con Luis XIII de Francia, firmó en Madrid, á 12 de Agosto de 1612, un tratado matrimonial por el que se excluyó perpetuamente á sí misma y á todos sus descendientes de la sucesión al trono español, aun cuando llegase el caso de que por las costumbres y leyes nacionales les pudiese pertenecer. Ana María ratificó este contrato y cláusula en 1615. María Teresa, hija de Felipe IV, antes de casarse con Luis XIV firmó asimismo, en Fuenterrabía, por Junio de 1660, un acta de renuncia á la sucesión de la Corona española, «comprometiéndose á que ella, sus hijos y des

cendientes quedasen inhábiles, incapaces y absolutamente excluídos del derecho de suceder á alguno de los reinos, estados y señoríos, de los cuales se compone la Corona y monarquía de España.» En esta acta se añadía luego: «Si de hecho ó con algún color mal preten dido, desconfiando de la justicia (porque hemos siempre de confesar que no la tenemos para suceder en dichos reinos), los quisiésemos ocupar por fuerza de armas, haciendo ó moviendo guerra ofensiva que desde ahora para entonces se tenga, juzgue y declare por ilícita, injusta, mal atendida, hecha por violencia, contra razón y contra conciencia; calificándose, al contrario, por justa, lícita y permitida aquélla que se hiciese y moviese por la persona que debiese suceder á la exclusión mía y de mis hijos y descendientes, á la cual sus súbditos y habitantes deberán recibir y obedecer, prestándole juramento y homenaje de fidelidad, sirviéndole como á su rey y señor legítimo.» Al propio tiempo. prestó la infanta María Teresa el siguiente juramento: «Juro solemnemente por los Evangelios contenidos en este misal, sobre el cual pongo mi mano derecha, que yo lo observaré, mantendré y cumpliré en todo y por todo, y que no pediré la dispensa de este juramento á nuestro Santo Padre, ni á la Santa Sede apostólica, ni á sus legados, ni á otra dignidad que tenga facultad de podérmele conceder.» El mismo juramento prestó también el rey Luis XIV al tomar por esposa á María Teresa. Fué esta renuncia ratificada por las cortes de Castilla y confirmada por el testamento de Felipe IV, en cuyo documento se dice: «No obstante el dominio universal que tenemos los reyes sobre nuestras provincias y reinos; atendiendo que debemos más mirar el bien de nuestros vasallos que nuestros propios intereses, junto con la quietud universal de Europa: por cuya consideración no es conveniente que en algún tiem

po viniera á suceder la real casa de Borbón de Francia, no obstante la renuncia de nuestra carísima hija Doña María Teresa de Austria y de nuestro amado yerno Luis XIV; atendiendo que los reyes tenemos el supremo poder de hacer leyes: por ley firme, perpetua é irrevocable, privamos de la sucesión de estos reinos y Corona á la casa de Borbón.»

Preciso es tener entendido que á la fuerza que ya por sí tenían estas renuncias, juramento y testamento, se añadía la aversión declarada por parte de los españoles á reconocer ó sujetarse al dominio francés; pues esto, y no otra cosa, hubiera sucedido uniéndose ambas Coronas en la frente del príncipe francés. No obstante los muchos países que abarcaba entonces la monarquía española, su estrella palidecía ante la de Francia, cuya nación, por el momento, era superior en fuerzas, gracias á los desaciertos de los hombres en quienes habían depositado su confianza los últimos reyes de la casa de Austria. Otra circunstancia debía tenerse en cuenta. Para el equilibrio europeo no podía permitirse que de tal modo se engrandeciera la Francia, y claramente se veía que por medio de una liga se opondrían las demás naciones influyentes á esta unión de ambas Coronas.

El segundo lugar entre los aspirantes lo ocupaba el emperador Leopoldo de Austria. Fundaba éste sus derechos en ser descendiente y sucesor de Felipe el Hermoso de Austria y Doña Juana de Castilla, la Loca, y en ser hijo de María Ana, hija de Felipe III. Verdad es que mediaba asimismo una renuncia hecha á la sucesión al trono de España por su mujer Margarita Teresa, hija de Felipe IV; pero ni era renuncia tan solemne y conocida, pues no la había ratificado el monarca español, ni, por otro lado, de conveniencia apoyada en tan fuertes razones como la de la esposa de Luis XIV. Por el temor natural de que las demás naciones no

conviniesen en ver ceñida una sola frente con las Coronas austriaca y española, el emperador Leopoldo I y su hijo primogénito José abdicaron sus derechos en favor de su hijo segundo y hermano respectivo, el archiduque Carlos.

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En cuanto al tercer pretendiente, en quien se fijó poco la atención al principio, y luego se consideró como el más legítimo heredero, era el príncipe de Baviera, José Fernando Leopoldo. Sus derechos consistían en ser hijo de María Antonia Josefa, nacida del matrimonio del emperador Leopoldo con la hija de Felipe IV, Margarita Teresa.

La tabla siguiente lo hará comprender mejor:

Ana María, hija de Felipe III, esposa de Luis XIII. Luis XIV, hijo de los anteriores, casado con María Teresa, hija de Felipe IV.

El delfín Luis, aspirante, que casó con María Ana Cristina Victoria de Baviera, en quien tuvo tres hijos: Luis, duque de Borgoña; FELIPE, DUQUE DE ANJOU; Carlos, duque de Berry.

El DUQUE DE ANJOU fué el que se sentó en el trono de España, siendo conocido por Felipe V el Animoso.

María Ana, hija de Felipe III, que casó con Fernando III, emperador de Austria.

Leopoldo, hijo del anterior matrimonio, quien tuvo del suyo dos hijos y una hija: José, EL ARCHIDUQUE CARLOS y María Antonieta Josefa.

El ARCHIDUQUE CARLOS fué aclamado por los catalanes, y con el nombre de Carlos III sostuvo la guerra. contra Felipe V.

María Antonieta Josefa, hija del emperador Leopoldo y nieta de María Ana, casó con el elector de Baviera, Maximiliano Manuel, de cuyo enlace nació:

JOSÉ FERNANDO LEOPOLDO, nombrado heredero de la monarquía española á la edad de cuatro años, y que murió antes que llegase el caso de heredar.

Había también otros dos pretendientes: Felipe de Orleans, hermano de Luis XIV, y Víctor Amadeo de Saboya; pero quedaron rezagados los derechos de ambos ante los que ostentaban los tres anteriores.

Según parece, María Luisa de Francia, primera esposa de Carlos II, descubrió á su tío Luis XIV el secreto de la impotencia del monarca español 1, y en seguida comenzó á poner en juego el gabinete de Versalles sus influencias y artes para apoderarse de la sucesión al trono de España. Aquí hay que buscar sin disputa la clave de la extraña generosidad de Luis XIV cuando tuvo lugar la paz de Ryswik. Con motivo de la sucesión á la Corona española, otra vez la casa de Austria y la de Borbón iban á encontrarse cara á cara en palenque abierto y encarnizada lucha.

Primeramente la guerra se hizo por intrigas, y toda clase de ardides, manejos y tramas comenzaron á urdirse en el palacio de Carlos II. Leopoldo de Austria envió por embajador á Madrid al conde de Harrach; Luis XIV al marqués, después duque, de Harcourt. Ambos embajadores llevaban instrucciones secretas de sus monarcas y carta blanca para gastar cuanto fuese necesario en regalos y cohechos. Se dice que Harcourt gastaba anualmente en Madrid la enorme suma de doce millones 2.

Al principio la suerte parecía sonreir á la casa de Austria. El conde de Harrach se encontró con que la

1 Comentarios de la guerra de España por el marqués de San Felipe, edición de Pamplona, tomo I.

2 Marliani: España moderna,

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