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ta, y esto le hubiera servido de consuelo, si consuelos pudieran llegar á los sepulcros y al polvo.

-Está bien, repliqué yo; pero no me negareis que Lord Byron era un hombre escéntrico y estravagante.

-¿Y qué llamais escentricidad y estravagancia? repuso Elisa. Pensad que la imaginacion tiene necesidades, impulsos, secretos y misterios que los espíritus vulgares no pueden penetrar. ¿Quereis medir los vuelos y los instintos del génio? Pues contad antes los astros que brillan en el firmamento; medid la profundidad del Océano; penetrad en los senos inflamados del volcan que vomita la lava destructora. El pájaro compañero del hombre apegado como él á la tierra, no levanta jamás su vuelo mas alto que las techumbres; pero el águila se lanza sin temor en medio de un espacio sin límites, se remonta á una altura inconmensurable, y desde allí registra y desprecia la morada del reptil y la marcha del perro que le ladra. Para condenar es necesario comprender, y el génio es incomprensible. Ni él mismo se comprende á las veces, ni sabe descifrar sus arcanos, ni calcular la fuerza de sus resortes. El soplo de Dios le anima é impele; se vuelve y revuelve en las regiones increadas en alas de su fecunda fantasía; y nosotros miserables, privados de esa chispa vivificadora, le condenamos solo porque está fuera de nuestro alcance, y llamamos escentricidades á cuanto sale de nuestras creencias, de nuestras prácticas y de nuestros hábitos rutinarios.

-Pero el génio, repliqué yo, se alimenta casi siempre de ilusiones, y estas distan inmensamente de la vida real.

-Sea en buen hora, dijo Elisa, movida de mi observacion y con una mirada melancólica. La esperanza es el único bien de los desgraciados, y la ilusion es todavía menos que la esperanza. ¿Quereis quitar al infortunio su único recurso y su único consuelo? El mundo de lodo en que vivimos no basta al génio que sueña un mundo ideal en que se fabrica una morada, ideal tambien, donde gozar de una existencia plácida y venturosa. Condenado está á la pena mas cruel que le trae siempre la hora del

desencanto; pero en tanto dejadle gozar de sus quimeras, que son su dicha, y no le condeneis à una muerte anticipada. ¡Desgraciado el que pierde sus ilusiones, pero mas desgraciado aun el que nunca las ha tenido!

Aquí calló Elisa; y yo, respetando su silencio y su tristeza, hice recaer la conversacion sobre cosas indiferentes, y á poco rato me despedí.—¡Dios mio! esclamé al verme fuera de la casa: esta muger ideal posee todas las dotes, todas las cualidades, todas las perfecciones para hacerme enloquecer. Belleza, talento, instruccion, sensibilidad; esa simpatía mágica á que ningun corazon ha resistido hasta ahora. Yo seria el mortal mas venturoso si llegara á poseerla. Pero un presentimiento fatídico me dice que esta muger será mi desgracia. ¿Qué importa? Que ella me ame, y mas que luego muera. Recordé entonces para aplicarlos á mi situacion aquellos versos de Virgilio:

Veíame ir corriendo hácia la muerte,

Y esta juzgaba por felice suerte.

Desde aquel dia no pasó ninguno sin que yo viese á Elisa. El trato estableció entre nosotros una confianza fraternal, que su madre veia crecer sin susto, porque conocia que en ello no habia nada que no fuera delicado é inocente. Aquella muger celestial formaba en torno suyo una atmósfera de pureza, y el amor que inspiraba no era un amor terreno, sino un amor tímido y religioso. Yo la adoraba en silencio, como adoramos á la Vírgen postrados ante el ara á la caida del crepúsculo, sin que ninguna idea profane ó contamine nuestro pensamiento. Se me miraba despues de algun tiempo como á una persona de la familia. ¿Qué mucho que así sucediera? La caña se apoya sobre el muro para resguardarse del soplo azotador del viento, y la yedra trepa por el olmo para buscar en sus brazos la seguridad que no encuentra en su raiz. Dos mugeres solas, solia decir Elisa condoliéndose de su suerte, son el átomo perdido en el espacio que vaga incierto y fluctuante á la merced de las auras y

de otros vapores mas densos. Nosotras estendemos la vista en nuestro alrededor, y nada hallamos que nos consuele, nada que nos proteja. Estas palabras llegaban á mi corazon como saetas encendidas; y arrasados los ojos en lágrimas, me contentaba con tender á Elisa y á su madre una mano en señal de amistad y de eterna alianza. Si en aquellos momentos se me hubiera preguntado qué sentimiento dominaba en mí, no hubiera podido decidirme entre el amor y la compasion.

Cantábamos juntos; juntos tocábamos el piano; y juntos empleábamos nuestras horas en el dibujo y en la pintura. Cuando en las largas veladas del invierno el viento hacia crugir los cristales de nuestro pacífico albergue; cuando la naturaleza agitada parecia baber declarado la guerra al medroso mortal que se guarece al abrigo del techo hospitalario; y cuando un instante de siniestra calma anunciaba solo la próxima repeticion del huracan que nos estremecia, entonces Elisa y yo, como si fuéramos dos génios que nada tuvieran que temer de aquellos trastornos, dábamos al aire nuestras acordes voces, que recorrian las bóvedas como los sonidos de un órgano en un templo oscuro y solitario. Nuestros ecos iban impregnados de aquella emocion indefinible, de aquella espresion à la vez dulce y melancólica que anuncia un dolor concentrado, pero á que acompañan cierta serenidad lúgubre, cierto placer desconocido, y la esperanza. Cuando llegaba la hora de retirarme, dejaba de estar Elisa ante mis ojos, pero me la llevaba encerrada en mi alma y en mi corazon.

Así pasaban los dias y los meses, sin que nos apercibiéramos siquiera de la marcha del tiempo. Para nosotros era este un reloj parado que siempre señalaba la misma hora; la hora de la felicidad. Sentíamos aquella impresion plácida que comunica el amor seguro y confiado; aquellos éxtasis deliciosos, destellos bajados del cielo, tan puros como la brisa matutina; tan cándidos como el alma de un niño; tan inocentes como la vida del primer hombre antes de su pecado. El pueblo estaba desierto de los muchos curiosos que lo habitan en la temporada del estío, los

cuales habian dejado la soledad para volver al ruido de la córte y al atolondrador movimiento de los festines. Elisa, su madre y yo, éramos los únicos estraños pobladores de aquella colonia abandonada, y nos parecíamos á náufragos que hubiesen pisado una isla desconocida y solitaria, desde la cual se divisase en lontananza la tierra de la agitacion y de los placeres. Asi vagueábamos sin obstáculo ni temor por los bosques y por las montañas, donde los génios del amor nos sonreian sin cesar y hacian aborrecer al mundo con sus exigencias y con sus trabas.

Cuando el dia era despejado y sereno, guiábamos los tres nuestros paseos hacia el Castañar, sitio retirado y sombrío, poblado de viejas encinas y de secos y amarillentos arbustos. Los árboles que se empinaban sobre nuestras cabezas, áridos y desnudos, no podian impedir el paso á los raycs del sol, que nos reanimaban con su calor benéfico. No se comprende el secreto que encierra una selva en esa estacion y en tales dias. Hay en ella una palabra de amor que se desliza de árbol en árbol, de mata en mata, y de roca en roca, que vuelve por último á dejar sus espirantes ecos en el corazon que á la vez suspira y goza. Cada palabra encierra mil misterios; cada mirada es un dardo, y cada sonrisa un recuerdo ó un presentimiento del Edén. La hoja esparcida por el suelo, y que cede ó resiste al soplo blando de los cefiros; el agua escapada de la presa, que pasa murmurando en su apacible corriente; el canto del pájaro, que vuela de rama en rama, como para mostrar al hombre el precio de la libertad de que él tan poco se cuida; los ecos lejanos de ruidos desconocidos; un cielo sin nubes y sin manchas; un sol que todo lo alegra y todo lo embellece; todo esto reunido, forma en aquellos lugares un cuadro mágico que domina á la insensibilidad, y que subyugaria hasta á la virtud, si sus raices no estuvieran tan hondas y sus destinos tan elevados. Despues de estas escursiones, llenas de placeres y de encantos, volvíamos á la casa de Elisa, donde trasladábamos al papel, al lienzo ó al piano, los dulces afectos de que venian henchidos nuestros corazones.

Por las noches, si eran suaves y templadas, nos sentábamos

TOMO VI.

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algun rato en el balcon á contemplar el poder de Dios en la mas magnífica de sus obras. Allí mirábamos cómo fulguraban las estrellas sembradas en la bóveda azul, y buscábamos en las constelaciones una combinacion ingeniosa que espresara nuestros nombres Queríamos escribirlos nada menos que con astros en el gran cuadro desplegado á nuestra vista, y el amor de dos mortales mandaba á las lumbreras del firmamento que se doblasen á sus delirios, y que se aproximaran ó separasen hasta venir á formar las cifras apetecidas. ¡Insensato deseo! Y sin embargo, ¿qué seria el amor sin estas locuras y sin estos pueriles ensueños? Seria nada; seria peor que nada, porque seria la vida real del mundo; la vida prosáica; la vida de la amargura y de los desengaños; la vida mas triste que la muerte, porque la acompaña de contínuo el dolor.

Contemplábamos tambien la luna que quebraba sus plateados rayos sobre las cruces de las torres, y pensábamos cuán indiferente alumbraba los palacios de la inmediata capital; la celda del cenobita; la choza del pastor y la helada cabaña del pobre labriego. Elevábamos entonces nuestra plegaria por la humanidad, siempre desgraciada, y nos condolíamos del que padece, rehusando nuestro tributo de admiracion á la opulencia orgullosa. Elisa se fijaba sin duda al mismo tiempo que yo en estas dolorosas comparaciones, porque el estremecimiento de su mano me hacia adivinar que su alma compasiva lloraba en secreto por todos los seres sin ventura.

Muchas veces lanzaba yo una mirada escrutadora á través del espacio hacia el sitio en que debia estar mi pueblo; y entonces, al acordarme de mi madre, bajaba los ojos avergonzade. ¡Pobre madre! Yo que habia tenido por ella un cariño que rayaba en idolatría, la habia casi olvidado al entregarme por entero al amor de otra muger. Este pensamiento emponzoñaba mi dicha, y esperimentaba la vergüenza que tendrá el apóstata cuando se acuerde del Dios de quien ha renegado.

Otras veces, impedidos por el tiempo de hacer largas escursiones, nos situábamos en la galería llamada de los Convalecien

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