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muger con ademan condolido que daba de mamar á un niño; en el lecho un cadáver todavía caliente, y apoyado sobre él otro niño que llamaba á su madre, que ya no le oia. Elisa y yo nos abrazamos, y jamás se ha dado un abrazo mas casto. Nuestros rostros se juntaron, y nuestras lágrimas se confundieron.

—¡Ah, la dije, muger enviada del cielo para ser el consuelo y el ornamento de la tierra! Yo deberia permanecer siempre asi para espiar mi injusticia. ¿Cómo podré levantar los ojos para mirarte, cuando he dudado de tu virtud, cuando te he ofendido, á tí que eres tan buena, á tí que estabas en este momento tendiendo una mado piadosa á la horfandad y á la muerte? ¿Podrás acaso perdonarme?

—Sí, te perdono, me dijo; porque, ¿quién seria tan duro que no perdonara, teniendo á la vista la cuna, la infancia desvalida y el sepulcro? Hasta te agradezco tu ofensa; porque si no me quisieras, acaso no hubieras dudado de mí, ni me hubieses buscado con tan inquieta solicitud. Además, debes haber sufrido mucho en los instantes de tus sospechas.

-He sufrido mas en una hora, la respondí, que se sufre en el infierno en la duracion de un siglo.

-Ahora, añadió Elisa, ayúdame á concluir una buena obra. Que esta pobre asistenta quede acompañando al cadáver; toma tú al niño pequeño, y yo llevaré al otro de la mano.

-¿Pero á dónde les llevamos? pregunté.

-A mi casa, respondió Elisa, que es el nido que espera á estos implumes pajarillos, que han quedado sin padres. Esta situacion es desgarradora, y no debemos prolongarla. Marchemos.

Yo cogi en mis brazos al niño mas pequeño; Elisa se encargó del otro, y así caminamos en silencio entre las tinieblas que la noche empezaba arrojar al mundo. Me pareció que los astros brillaban con luz mas blanda y pura para alumbrar nuestro camino, y que el Supremo Hacedor bendecia desde su alto asiento á una pareja bien hechora. Creí que Elisa me dirigia algunas palabras confusas, y le pedí que me las repitiera. No hablaba con

migo. Iba orando, y tal vez pidiendo á Dios por aquellas criaturas á quienes habia herido el rayo de la desgracia, cuando apenas su tierno pié estampaba la primera huella en el dintel de la vida.

Volvimos á nuestro sistema normal y á nuestra intimidad dulce. Las horas corrian para nosotros plácidas y suaves. Elisa leia en mi alma, como yo en la suya, la palabra amor, que nuestro labio aun no habia pronunciado. Yo no sé qué tiene este misterio, cuyos encantos comprende el corazon, sin que los pueda esplicar. No parece sino que este amor velado sea como la flor, cuyos aromas son mas suaves antes de que abra enteramente su capullo. Ver el amor en una mirada tímida y tierna á la vez; verlo en un suspiro que anuncia la felicidad y la esperanza; verlo en una sonrisa celestial; verlo en los movimientos desiguales de un corazon agitado y en los éxtasis que se adivinan de una imaginacion que vaga entonces por los cielos; todo esto vale sin duda mas que oir la deseada palabra: «yo te amo;» porque cuando esta palabra se ha pronunciado, dá en seguridad lo que quita en ensueños y en desvarics, y los ensueños y los desvarios valen mucho para los amantes, porque son todo su tesoro. Esa mirada; ese suspiro; esa sonrisa; esas palpitaciones de un pecho que cede á todos los impulsos de la pasion, son letras que forman aquella apetecida cláusula, y que la ofrecen, no á los ojos que miran, sino al alma que la recoge y acaricia como su suprema dicha. Tal era nuestra situacion. Ambos estábamos seguros de nuestro amor, y sin embargo, no lo revelábamos en una declaracion, porque hay sentimientos tan profundos que pierden cuando se materializan, como hay palabras tan sublimes que deben guardarse siempre, ó ser pronunciadas en baja voz y medrosamente. Lo que es inefable no debe salir al labio. ¿Para qué querer esplicar lo que no puede de ningun modo esplicarse? Ni la palabra ni la escritura alcanzarán jamás el sentimiento. Hablar y escribir es inútil cuando se siente con vehemencia en los momentos supremos de la vida, porque entonces los afectos mudos del corazon ni se traducen ni se pintan.

Cuando Elisa y yo recorríamos aquellos sitios desiertos, como la primera pareja humana recorrió en los dias de su inocencia las afortunadas mansiones del Edén; cuando como otro Josué pedíamos al sol que detuviera su curso, para que así pasaran mas lentos los instantes de nuestra ventura; cuando cada temblor de nuestras manos enlazadas era una elocuente declaracion de apasionados afectos, y cada interjeccion un poema, no nos acordábamos siquiera de que hubiese otro mundo, y nos contentábamos con pedir al cielo que no alterara jamás la dicha de que gozábamos entonces. Avaros, que nunca poseeis bastante para saciar vuestra codicia; ambiciosos, que no os creeis suficientemente condecorados y enaltecidos; conquistadores, que no poneis límite à vuestra espada, ni medida á la sangre que debe derramar; vosotros vais de deseo en deseo, de proyecto en proyecto, de inquietud en inquietud, y no habeis gustado una hora de contentamiento en que decir á la rueda de la fortuna: «Párate ahí; y en tanto dos jóvenes relegados á una soledad imponente, cifran toda su dicha en adorarse, y toda su esperanza en poseerse, sin que nada mas necesiten Este milagro solo lo obra el amor, único sentimiento que puede llenar una existencia y cumplir un destino. Cuando se tiene la felicidad en sí mismo, no se busca en otra parte.

Algunas veces las nubes se agrupaban sobre aquel pueblo, construido á la raiz de ásperas montañas, y parecia quererlo envolver entre las sombras y el sueño. Otras la nieve invadia las calles, los campos y los bosques. Entonces una soledad se añadia á otra soledad, un silencio á otro silencio, y se hubiera creido á aquellos lugares olvidados por Dios desde el dia de la creacion. La naturaleza muda y yerta, presentaba un aspecto estrañamente melancólico y sombrío. Los montes parecian promontorios de hielo, que empinaban su cabeza encanecida sobre una mar cuajada por el frio y por el espanto; los árboles de nácar destilando el agua cristalizada con que formaban vistosas pirámides, se asemejaban á cándidas vestales que llorasen su virginidad, y las cruces de los campanarios presentaban la figura de un reli

gioso orando con los brazos abiertos, cubierta hasta la cabeza con albos ropajes. Ni el canto de un pájaro, ni el ruido de un oficio. Solo se oia el lúgubre tañido de la campana y el ladrar del perro, guarda vigilante de aquel vasto cementerio.

Los ojos se dirigian naturalmente á la iglesia del monasterio, queriendo penetrar hasta el panteon que guarda los huesos de los que fueron señores de la tierra. ¿Qué hacen ahora? me preguntaba yo. Duermen bajo una losa fria, envueltos en el frio polvo, y rodeados por todas partes de la fria nieve. A su fama ha sucedido tan grande silencio; y su córte, antes tan alegre y bulliciosa, ha venido á terminar eu esta soledad. Estas reflexiones llevaban al alma un enternecimiento opaco, que no se descifra, cierta pena secreta que lacera el corazon. ¡Ah! decia yo. Si los poderosos del mundo pensaran en el fin que les aguarda, no se creerian dioses cuando solo son hombres.

Si el dia habia sido triste y desconsolador, la noche no era menos tétrica y pavorosa. Yo marchaba sobre aquel pavimento crugiente hasta la casa de Elisa, y ella, su madre y yo, pasábamos las horas sentados á la chimenea. El fuego del tiznado tronco nos consolaba de una temperatura glacial, como el sol, que no veíamos en muchos dias, se encarga siempre de librarnos de la crudeza y de la oscuridad de las sombras. Elisa y yo estábamos embebidos en hondas meditaciones, á que convida el suave y plácido calor que despide la llama. El tiempo pasaba, y el resplandor iba muriendo, cubriéndose por último de una capa de ceniza, que daba paso por sus grietas al fulgor dudoso de las áscuas moribundas. Algunas chispas partian de aquel foco casi estinguido, como débiles destellos de esperanza lucen alguna vez en un pecho trabajado por los pesares. Elisa las contemplaba, y me decia:

-Vé ahí, Emilio, el emblema del hombre y de sus proyectos. Un instante son, y en el mismo instante desaparecen. Y sus ojos volvian á bajarse á la tierra con una espresion tierna y melancólica.

-No creo, le decia yo, que todos los proyectos estén conde

nados á ese cruel anatema. Hay sentimientos que no se apegan á la tierra, porque sus aspiraciones son casi divinas. Esos afec tos inmaculados están en lo mas íntimo del alma y del corazon, y no mueren tan pronto, porque lo que es espiritual no envejece ni se destruye como la materia. Otra larga mudez seguia á estas breves palabras, hasta que llegaba el momento siempre doloroso de separarnos.

Pero al fin fueron pasando aquellos dias de lenta agonía, y la primavera empezó á mostrarnos su frente, cubierta de flores y de fragancia. ¡Qué hermosa es la primavera! Es el placer despues del dolor; la alegría despues del llanto; la vida despues de la muerte. Elisa, su madre y yo, aprovechábamos las mañanas en recorrer las praderas y los jardines. Nuestros pies resbalaban sobre las lágrimas que habia llorado la noche, y hollaban en la muelle alfombra las florecillas que matizaban el verde ropaje de que se vestia la tierra al despertar gozosa y risueña. Los árboles ofrecian á nuestra vista en su abultado boton, el gérmen de las hojas ó de los frutos, y destilaban aquel olor suave que se infiltra en el pensamiento y evoca poderosamente los recuerdos. Vagando á la ventura, nos asemejábamos á las sombras afortunadas que recorren los Elíseos.

¿Mas quién lo creeria? Habia pasado el otoño con su sol insinuante y con su secreto melancólico de amor: habia pasado el invierno con su rugir pavoroso, que impone la dulce necesidad de buscarse y estrecharse á los corazones: habia aparecido la primavera con sus perfumes, que nos trasmiten en cada aura un afecto, y en cada murmullo un deseo; y yo amando á Elisa ciegamente, viendo crecer este amor con cada una de sus miradas, con cada una de sus palabras, hasta con su silencio, rodeado de encantos y de misterios, todavía no me habia atrevido à declararle mi pasion, y á pedirle arrodillado á sus pies que al menos, por piedad, la correspondiera. Una casualidad vino á vencer mi timidez y á fijar nuestra suerte para siempre.

Una mañana nos habíamos internado en una espesura de árboles que mecian sus renacientes copas al blando beso de las TOMO VI.

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