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las colonias españolas sin sacudimientos, dando á esta emancipación un carácter de utilidad para España, de mucho mayor provecho que su dominación exclusiva y absoluta. Esta idea se hallaba tan en armonía con las opiniones é intereses de las colonias, que en nuestros tiempos los habitantes de Nueva España en momentos de conmoción, y en medio de las agitaciones que los han diezmado, han pedido más de una vez que se sentase un infante de España en el trono de los antiguos emperadores de Méjico».

VIII

DE CÓMO LOS ESTADOS UNIDOS ENSEÑARON A LA AMÉRICA LA LECCIÓN DE LA INDEPENDENCIA

Los documentos que hemos copiado en el curso de este capítulo y los comentarios con que los hemos acompañado, manifiestan que el hecho trascendental de la independencia de los Estados Unidos vino á operar una revolución completa en la situación de la América, y que, si es verdad que en los primeros tiempos que á ella siguieron no consiguió despertar violentamente de su marasmo político á las colonias españolas que desde lejos lo contemplaban, luego apareció entre ellas como un faro encendido en el horizonte, hacia el que dirigían las miradas, ansiosas de llegar á la playa en que se alzaba su altísimo mirador.

Sentían los hispano americanos los deseos de un cambio de situación que les permitiera hacer vida al igual de los demás países de la tierra; intervenir en la administración de sus propios intereses; corregir los errores

y corrupciones de que eran víctimas, de parte de los administradores de la Corona; concluír con los monopolios y prohibiciones que les impedían aprovechar los frutos de su trabajo y gozar con la amplitud que la naturaleza les enseñaba, los dones que ésta les ofrecía generosamente; comunicarse libremente y como miembros de la comunidad humana con las demás naciones que, de cuando en cuando, enviaban á América sus barcos de contrabando á enseñar á los criollos práctica y provechosamente las ventajas del libre comercio; ser, en suma, ciudadanos de la gran república del mundo, como lo eran los españoles de la Península, sin otra razón para tal privilegio, que negaban á los americanos, que el de haber nacido al otro lado del océano.

Por muy duros que fueran los moldes en que las leyes de Indias habían vaciado la organización colonial y que pareciera imposible romperlos y por muy fuertes que hubieran sido forjados los triples anillos con que se veían reforzadas las paredes de dicho molde, había que considerar que la fuerza expansiva de la naturaleza es siempre é inmensamente más poderosa que la que en contra de ella puede aplicar el artificio humano, ya que la simple raicilla de musgo penetra el granito y la gota de agua, al conjelarse, rompe y despedaza cuanto se opone á su cristalización violenta.

Si, la América deseaba un cambio; pero este deseo no encontraba hasta entonces otra fórmula para manifestarse que las quejas y lamentaciones por los abusos de que era víctima. La educación política y religiosa no le permitía ni pensar siquiera en que una revolución era el medio adecuado para conseguirlo. Y una revolución, que quebrantara los deberes de sumisión y lealtad á la Corona á qué objeto práctico conduciría? Mas allá de

tal pensamiento no se presentaba á la imaginación de los americanos sino la misteriosa obscuridad de lo desconocido en que sus ojos no alcanzaban á penetrar. Los espíritus más privilegiados, las intelijencias más claras ignoraban lo que existía, en ese más allá, en que la vida normal de la colonia desaparecería, en que las relaciones políticas de gobernantes y gobernados dejarían de existir y en que la vida social se haría imposible en medio de la confusión y el desórden.

La América necesitaba, en medio de la noche de su ceguera política, una lección práctica que le iluminara el porvenir, que le revelara el secreto de esa nueva vida á que casi inconscientemente aspiraba, que le enseñara lo que sería, Jibre, autónoma y dueña de sus destinos, la fórmula, en suma, de esa nueva existencia que por la sencillez de su aplicación arrastrara los espíritus escogidos hacia ella, aunque pareciera utopía á la generalidad, privada siempre de ese sexto sentido, que es como la vista, no del rostro humano, sino de todas las facultades del hombre aunadas y conjuntas para caminar por el sendero del porvenir.

Pues bien, la independencia de los Estados Unidos, vino á ser para todos los hombres ilustrados, que no eran escasos en la posesiones españolas de América, algo así como la llave que les abría el reino de su porvenir; la leccion práctica que les vino á enseñar de qué manera podrían romperse los fuertes lazos de la sumisión y de la obediencia, sin que ella condujera á la confusión política y social; la fórmula según la cual un pueblo podía constituirse, organizarse y disponer de sí mismo, sin obtener, como una merced de extraña dominación, la legislación ordenada de sus intereses; el medio, en fin, material y apropiado para que una comu

nidad de hombres entrara á ser porción de la comunidad humana y mantener con ella las relaciones políticas, comerciales y sociales necesarias á su progreso, bienestar y enriquecimiento.

Por mucho que se pretenda apocar la influencia que la independencia de los Estados Unidos ejerció en la de las colonias españolas, siempre habrá de convenirse en que ella fué una gran revelación política para todos los espíritus superiores de esta parte del mundo, como una gran luz encendida en el horizonte de sus deseos y aspiraciones, de que ya no apartaron los ojos, caminando siempre hacia ella en sus escondidas elucubraciones de mejoramiento y de progreso, y que la España, para su desgracia ó su felicidad, había ayudado á levantar hasta hacerla visible de todas partes.

Solamente de un modo podría evitarse el acontecimiento de la nueva revolución, y éste no era otro que el indicado por el conde de Aranda á Carlos III; pero el soñador político español, perdido su valimiento en la corte, no era oído en las circunstancias en que hablaba, y luego habrían de venir nuevos y más extraordinarios sucesos que influirían de modo más directo en la marcha de la revolución americana y de que nos iremos ocupando en los siguientes capítulos.

CAPÍTULO TERCERO

DE LOS PROYECTOS DE LA CORTE DE PORTUGAL PARA ESTABLECER UN IMPERIO LUSITANO EN AMERICA.

I

TRATADOS DE FONTAINEBLEAU

Después de la paz de Tilsit, queriendo Napoleón lievar adelante su proyecto de bloqueo continental contra Inglaterra, necesitó hacer desaparecer del mapa de la Europa al reino de Portugal, en cuyos abrigados puertos las flotas inglesas tenian como sus nidos de águila para refugiarse, refrescar sus tripulaciones y espedicionar desde ahí sobre todos los puntos débiles que, así en el continente como en las colonias, ofrecian los paises sometidos á la influencia imperial y que iban formando ya del vasto imperio napoleónico como gigantesca monarquía de reinos y provincias conferados bajo la autoridad única y temible de su espada.

Ello no le era difícil si contaba para realizarlo, más que con la alianza del gobierno de España y su adhesión al bloqueo continental, con la inconsciente debilidad del rey Carlos IV y la sumisión de su secretario de estado don

LÍMITES.-T. II

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