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Los historiadores del Alto Perú han explicado el movimiento revolucionario de la Paz como una derivación de los sucesos a que vamos refiriéndonos y que levantaron el polvoriento velo que encubría la descomposición del organismo colonial.

Si es cierto que en Chile y otros puntos de América, el carlotismo no labró tan ancho surco ni dejó tan honda huella como en el Plata y en Charcas, no es menos verdad que contribuyó á hacer más sensible la división de la sociedad en bandos políticos, que ya entonces se pronunciaba; á aumentar la anarquía entre las autoridades españolas que comenzaban á no entenderse entre sí, solicitadas como lo eran por sus simpatías ó relaciones familiares con los de una ú otra facción en un sentido 6 en otro; á fomentar la libre y desenvuelta discusión pública del problema político que de la cátedra de las universidades ó de los claustros conventuales, salía á las calles y á las plazas y era tema de discurso casi como en comicio popular, á la llegada de cada correo de España que traía siempre sorprendentes novedades sobre la situación de la metrópoli; á patentizar, en fin, la necesidad de un cambio en la existencia habitual de las provincias de América y buscar los medios prácticos de una nueva organización, que no sería un acto de deslealtad al soberano legítimo, porque estaba apoyado por la alta autoridad y prestigio de la propia hermana mayor de Fernando VII, que protegía un movimiento de opinión en este sentido, y lo declaraba, no sólo legítimo y bueno, sino que también saludable y necesario para la salvación de España y América, en peligro ambas de perderse, por consecuencia de los sucesos que tenían lugar en la península.

Puede compararse el carlotismo á un viento cálido que precede á la tempestad cercana y la anuncia, sacudiendo y removiéndolo todo en su camino y dejando como señales de su paso, el desorden, el sobresalto, y la confusión, agentes naturales y elementos propios de un nuevo estado de cosas.

LIMITES.-T. II

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CAPÍTULO CUARTO

DE LOS PLANES

DE NAPOLEÓN SOBRE LA INDEPENDENCIA
DE AMÉRICA

I

DE LA POLÍTICA DE NAPOLEÓN EN ESPAÑA

Al celebrar los tratados de Fontainebleau, Napoleón había tenido en mira no solamente el propósito ostensible en aquellos tratos, de privar á la Inglaterra de puertos de refugio en las costas lusitanas y hacer práctico de este modo el atrevido proyecto del bloqueo continental, sino el por entonces muy reservado plan de convertir á toda la península hispano-portuguesa en feudo de su corona, en provincia de su vasto imperio, gobernada por un príncipe de su familia, á semejanza de los demás estados de Europa en que los miembros de la nueva casa imperial de Bonaparte habían recogido de su jefe los cetros quebrantados de las antiguas dinastías reinantes del viejo mundo, con las que su genio militar y político desbordado y triunfante había jugado el terrible juego de la guerra.

Para ello, como ya lo hemos visto en los antecedentes históricos de la invasión del Portugal y conquista

de este reino, había comenzado, con refinada astucia y cálculo portentoso, por introducirse en las intimidades de la política interna de la corte española, en la que la familia real aparecía dividida y atormentada por intrigas palaciegas del más repugnante carácter, ofreciendo á unos favores y protección que esclavizaban su amistad, amenazando resueltamente á otros para que temiesen de su influencia, y degradando á todos por un doble juego en que les dejaba ver ó el posible é insensato logro de ambiciones desmesuradas ó el abismo abierto en que podían caer, si él abría su mano y los dejaba de su ayuda.

Por estos recursos de un maquiavelismo frío, audaz, casi inconcebible y sin precedentes en la historia política de las naciones, había conseguido hacer definitiva en los círculos de la corte su separación en dos bandos: el del príncipe de la Paz, cuya ambición de poderío había exaltado hasta hacerle entrever la espectativa de ceñirse una corona, y el del príncipe de Asturias, consumido por la inquietud de reinar, aunque fuera arrebatando á su propio padre el cetro que apenas podía sostener entre sus débiles manos; y en seguida había arrojado entre ambos su espada imperial de cuyo filo dependería la fortuna del uno y del otro.

Desde las orillas del Sena miraba el que era ya señor de la Europa desenvolverse y retorcerse los hilos misteriosos que daban movimiento á los personajes de este drama, y que él tiraba con el pulso firme y seguro de quien no conoce la vacilación ni el temor, porque sabe que estos sentimientos no fueron jamás los compañeros de la fortuna, sino enanos vulgares que la siguen en calidad de histriones ó de lacayos.

Cuando llegó, pues, el momento en que el ejército

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