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ñol y se resolvió el vasto problema de su futura prosperidad.

Y lo que en el ramo de la agricultura se vió así, en espacio de tiempo relativamente corto realizado, se observó también en otros ramos de la industria humana, por los empeños de la Corona que no se dió descanso en procurar la prosperidad de sus posesiones del Nuevo Mundo.

Recorriendo la tierra y conquistando sus dilatados reinos, encontraron los conquistadores abundantes depósitos de metales de varias especies, cuyo valor desconocían los indígenas, como que de ellos sólo se servían en algunos puntos para el vistoso adorno de sus ídolos y adoratorios y otros reducidísimos empleos, y dispusieron su explotación científica, enseñando el arte de la minería á los naturales é instruyéndoles en el uso de sus productos, ya para la fabricación de útiles domésticos, en sustitución de los que ellos trabajaban de arcilla ó de madera, ya como moneda en el tráfico comercial, de que luego comprendieron la necesidad en la nueva condición á que un rápido progreso de su actividad individual los había elevado.

Una actividad prodigiosa se vió en poco tiempo desarrollarse por todas partes al rededor de las montañas que encerraban en sus senos los preciosos metales. Verdaderos torrentes de oro y plata brotaban de las galerías subterráneas construídas apresuradamente para su codicioso beneficio. En Méjico, en Quito, en el Perú, en los lechos de los grandes ríos y en las quebradas de los arroyos estivales, por todas partes, este poderoso elemento de prosperidad parecía brotar al mismo tiempo, sin tasa ni medida, atrayendo á todos los puntos de la América la emigración de la raza blanca, su fusión

expontánea con la especie indígena y el movimiento sorprendente de un mundo nuevo en formación. Al fin y mediante el trabajo y la industria que los españoles trasplantaron á la América, la fantástica leyenda de los primeros conquistadores se convertía en realidad y recompensaba superabundantemente los trabajos, fatigas y penalidades sin cuenta de los empeñados en buscarla más allá del océano, que pareciera obstáculo invencible á su heroica constancia.

el

Es de todos conocido el riquísimo y casi perenne manantial de metales preciosos que produjo la América, y que, en parte, fué llevado á Europa y, en parte muy principal, quedó en el Nuevo Mundo, sirviendo allá para enriquecimiento de los países que supieron aprovecharlo de mil modos, y fomentando acá todas las industrias que directa ó indirectamente de él se alimentaron, para que nos detengamos á satisfacer el deseo de describirlo y medirlo y manifestarlo cual fué de extraordinario y prodigioso y útil al humano progreso.

Si el arte agrícola fué el cimiento en el cual se fundó el vasto edificio colonial de la Corona de España en América, el arte del aprovechamiento de los metales preciosos vino en seguida á darle el explendor que tan grande obra necesitaba para seducir y atraer hacia él á cuantos debían ayudar á elevarlo y enaltecerlo y darle la majestad y la gloria en que habría de vérsele desde lejos, como la tierra prometida y soñada de las maravillas de la humanidad.

Luego y de igual modo que los agricultores i mineros habían seguido el sendero que la espada les abriera, los industriales, artesanos y artífices de toda especie también siguieron los pasos de éstos, atravesando el océano, para enriquecer la América con sus trabajos y sus

obras, que el

progreso miento y á sus manos.

social demandaba á su pensa

Los reyes de España no descuidaron en ningún modo las necesidades y gustos de sus súbditos americanos, y antes bien procuraron satisfacerlos en todos sentidos. Con el hierro de Vizcaya remitido en lingotes en los barcos que salían de la Península, fueron los herreros, fundidores y mecánicos; con las órdenes reales para fundar poblaciones y repartir solares en ellas, los albañiles, alarifes y arquitectos; con las autorizaciones para la construcción de claustros y de templos los escultores de imágenes y ornamentadores en piedra y madera; con las plantas textiles los fabricantes de tejidos de toda especie, etc., etc. Todas las artes y todas las industrias tuvieron así en el Mundo Nuevo sus maestros y propagadores, consiguiendo desarrollar en él una clase social que utilizaría sus conocimientos.

Se explica, pues, que en el orden material alcanzara la América un alto grado de prosperidad, y que en medio de los campos cultivados por los mejores procedimientos entonces conocidos, y alrededor de las grandes explotaciones mineras, se levantaran por todas partes innumerables ciudades, algunas de ellas de primer orden, con templos y palacios suntuosos y casas de sólida fábrica, donde se gozaba de todo el bienestar y aún del lujo que proporcionaban á sus habitantes las principales poblaciones europeas de esa época.

Si advertimos que esto se realizaba á una distancia de miles de leguas del Viejo Continente, sin otros medios de comunicación que no fuesen los de la tardía marcha de los galeones que cruzaban el mar entre ambos extremos del globo, sin los recursos que la industria moderna proporciona á los países colonizadores de la

época actual para llevar á cabo empresas semejantes; si advertimos esto, no podemos dejar de calificar como maravillosa la obra de progreso realizada en América en los siglos XVI y XVII.

IX

DEL ORDEN ECONÓMICO ESTAblecido en américa

Sin embargo, esa protección que los reyes otorgaron al trabajo y la industria en sus dominios de América, si provechosa para el objeto y fecunda en toda clase de bienes fué en la primera época de la colonización, más tarde dejó de ser tal y antes bien se convirtió en obstáculo para el mayor desarrollo de los intereses que favorecía y por último, en causa de abatimiento, rétroceso y pérdida de los mismos.

Todavía no habían llegado los tiempos en que se tuviera clara idea de los límites de la intervención de los Gobiernos en la administración de la riqueza de las naciones, y, antes bien, se pensaba, de igual manera que en las antiguas épocas de la historia, que esa intervención no tenía límites, que todo podía arreglarlo y reglamentarlo y aprovecharlo para el bien general, cualquiera que fuese el concepto, bueno ó malo, que de la felicidad común y el bien público se tuviera. Se ignoraba todavía en ese tiempo lo mistas habrían de demostrar más tarde, estudiando con el libro de la historia en la mano los errores de los

que los econo

Gobiernos en esta materia y de qué suerte ellos habían retrasado enormemente el progreso del mundo que

creian sin embargo afanosos impulsar y servir eficaz

mente.

«El orden natural de la sociedad, dijo Dunoyer, consiste en hacer reinar en ella la ley que conviene á la la naturaleza de los séres de que está formada, y, si estos séres son libres, su ley natural debe ser de libertad> ; principio que desgraciadamente desconocían, puede decirse en absoluto, los reyes de la casa de Austria que gobernaban la España en esa época, y que después de ahogar en ella las libertades públicas que habían sido antes cimientos vivos de las fuerzas individuales que habían labrado su grandeza, habían llevado á la América esa misma política que tan tristes frutos daba ya en la Península.

Bien estaba que en los primeros tiempos del descubrimiento y de la colonización de la América, esa política, si se quiere paternal, ejercitara sus principios defectuosos y sus prácticas minuciosas en la creación de ese mundo nuevo que era la obra casi exclusiva de sus manos. Dado el orden político existente entonces en España, nada podría haberse hecho sino por obra de los únicos que podían hacerlo. No existía para la América otra fuente de progreso y de bienestar que la de la Corona. Pero, no debió ser así desde el momento en que una población numerosa y adelantada en todos los órdenes de los conocimientos humanos, como la que llegó á formarse pronto en el Nuevo Mundo, exigía una ley más conforme con las condiciones de su estado social. Si esa población era de hombres libres, debía encontrar en una templada libertad industrial y comercial el elemento natural y apropiado á su desarrollo.

Pero, repetimos, no fué así, y el orden económico establecido por los reyes en el Nuevo Mundo, obedeció á

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