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los dominios españoles; pues, todos repiten las mismas observaciones y recuerdan los mismos hechos. Ello basta para manifestar que, así los agricultores como los industriales de las Indias, debían comprender y sentir que no era la mano de la Providencia, cuyas leyes violaba la administración española, la que gobernaba sus intereses, sino la de una madrastra injusta que, en su mal entendido provecho, les cercenaba el propio bien.

Andando el tiempo y á medida que estos intereses mal administrados iban creciendo y siendo de mayor cuantía, este sentimiento de rebeldía contra las leyes de Indias que se desarrollaba, como protesta muda, en la conciencia individual de las víctimas de la explotación, debía también crecer y convertirse al fin en clamor general. La reglamentación de los cultivos y la limitación de la producción serían lógicamente, con el tiempo, uno de los capítulos más serios de acusacion contra la administración española.

XII

DEL MONOPOLIO INDUSTRIAL

Pero la falta más grave cometida por los reyes en el orden económico de las Indias, fué el establecimiento en ellos del monopolio comercial é industrial, por el que se las convirtió en campo de explotación para el comercio y la industria de la Península.

Disculpable, aunque sólo hasta cierto punto, fué en los principios, que la Corona considerara á la América como fuente de inagotable riqueza para la España. Si

ella hacía sacrificios de hombres y de caudales por civilizar y enriquecer sus posesiones de ultramar, lógico era que exigiese compensación de sus sacrificios. El quinto real de los productos de las minas y otros recursos hacendísticos, entraban en los límites legítimos de esa compensación. Otras contribuciones que gravaban la agricultura y el comercio, sobre todo si los que ejercían estas industrias habían recibido á título gratuito la tierra ó gozaban de un verdadero privilegio para el tráfico comercial, no podían tampoco mirarse como odiosas exacciones. La América prosperó y se enriqueció bajo este régimen, mientras la Corona no abusó de él en los términos en que lo hizo desde los comienzos del siglo XVIII.

En uno de los párrafos de este capítulo, hemos manifestado de qué suerte la industria española había venido decayendo visiblemente bajo el Gobierno de los reyes de la Casa de Austria y de qué modo la ruina y la desolación se extendían por todo el territorio español, alrededor de las ciudades fabriles y de las poblaciones agrícolas, tan florecientes en épocas anteriores, debido todo ello á una política económica informada por el desconocimiento más completo y constante de las leyes que rigen con imperio absoluto el desarrollo de la riqueza de las naciones.

Pues bien, á pesar de esto, volvemos a decirlo, la América durante la misma época prosperó enormemente y vió sus industrias florecer, ofreciendo á la vista, el más brillante contraste, entre su enriquecimiento y la decadencia de la madre patria.

Si tendemos la mirada sobre una sola de sus industrias, cualquiera de ellas, la de tejidos, por ejemplo, no necesitamos agregar mucho á lo dicho. Se sabe en efec

to, y lo demuestran mil y mil documentos de la historia de esa época, que la fabricación de tejidos de toda especie alcanzó en las Indias un grado tal de relativa perfeccion, que no solamente bastaba para el consumo de toda la población americana, sino que buscaba salida por la exportación para la colocación de sus productos. Miles y miles de obrajes funcionaban en permanente actividad por todas partes, desde el extremo norte hasta el extremo sur del continente. Con la fabricacion de los delicados terciopelos de Méjico, los paños finos de Quito, los lienzos del Alto y Bajo Perú, los tocuyos y jergas del Plata y de Chile, el Nuevo Mundo presentaba el espectáculo de un inmenso taller que le prometía un brillante porvenir industrial. Al lado de las grandes fábricas de géneros y sombrererías y cordonerías, pululaban por todas partes los modestos chorrillos que funcionaban en los hogares indígenas y proveían á sus necesidades. En verdad, que no necesitaba ya, en los comienzos del siglo XVIII ni de la importación española, ni de la del contrabando extranjero, ni de lo que podían traerle los navíos de registro ó de comercio tolerado, para sus necesidades, sino que, ántes bien, podía enviar á Europa, repetimos, un exceso de producción considerable como retorno comercial.

Al contemplar este estado de prosperidad, en esa y otras industrias de gran importancia, se advierte que era llegado el momento en que un cambio oportuno del régimen á que las Indias se hallaban sometidas, cortara las trabas que les impedían alcanzar una mayor y más rápida prosperidad, así en su beneficio como en el de la Península que podía ya recoger el fruto de sus generosos empeños en pró de la civilización americana, recibiendo de este lado del océano la sávia vivificante

que podía restablecer su comercio extenuado y decadente. Pero, ello no fué comprendido así por los estadistas españoles, que cada día más alejados del recto sentido de la verdad económica, continuaron su política expoliadora y la reagravaron aún en toda la medida que les era posible hacerlo.

Las guerras de sucesión entre el archiduque Carlos y el que había de reinar con el nombre de Felipe V, habían devastado la España, paralizado su comercio, destruído su agricultura y arruinado sus industrias, y, luego de conseguida la paz, se pensó, como era natural, en reparar tantos males, buscándose desesperadamente el remedio, nó donde podía hallarse, sino lejos de la Península, en la América, que, al decir de los arbitristas de la época, podía bien pagar las cuentas atrasadas de la madre pátria y aún darle por añadidura todo lo que necesitara para aliviarse de sus quebrantos.

Para conseguirlo se creyó que bastaba obrar de modo que la floreciente industria americana se sacrificara jenerosamente para salvar de la muerte á la industria española. Y esto era fácil de realizar. Si se limitaba, primero, la fabricación de los paños y tejidos de Indias, por ejemplo, y se ordenaba suspender, en seguida, el trabajo de los obrajes y de las fábricas, era indudable que todo el continente americano tendría que surtirse de los productos fabriles españoles y la industria peninsular se levantaría de su postración. La gallina de los huevos de oro no moriría con ello, sino que únicamente perdería sus plumas, que podría recuperar más tarde cuando su dueño tuviera con que vestirla otra vez de tan vistoso adorno.

Para este efecto, en el año 1711, se ordenó poner en vigencia una real cédula de Carlos II, que limitaba los

obrajes en las Indias y exigía para su mantenimiento permisos especiales de la Corona. Esto trajo como consecuencia la paralización de muchas fábricas, que no pudieron seguir renovando su material ó no obtuvieron permiso para continuar funcionando. En seguida fueron dictándose diversas medidas con igual objeto que darían poco á poco el resultado apetecido. Se llegó hasta el extremo, en dicho camino, de ordenar que las lanas americanas fuesen transportadas á España para que allí se tejeran y fueran en esta forma de nuevo devueltas á las Indias y acá vendidas en provecho de los industriales y comerciantes peninsulares. De esta suerte la decadencia de la industria fabril americana y casi su total desaparecimiento no tardó en ser el resultado apetecido por los arbitristas de la Corona.

Es desconsolador advertir que, durante esa época, no hubiera en España ni escritores ni políticos de sábias miras, que manifestaran las consecuencias funestas de tales errores, sino que por el contrario la generalidad de los estadistas se conformaran con ellos y los propalaran y defendieran como el camino por el cual debía buscarse la salvación de España.

Es muestra de ello lo que copiamos en seguida del hacendista don Bernardo Ward en su Proyecto Politico Económico. «Por lo que toca á las fábricas, decia, aunque por punto principal de buena política, y conforme á la práctica de otras naciones, de ningún modo se debe permitir alguna en América,» y luego, después de estudiar los casos en que podrían tolerarse, agregaba: <lo que importa es que nuestros indios tengan modo de ganar, que después, por la contribución voluntaria del consumo y por el comercio, sacaremos de sus manos sin violencia más de la mitad de todo el fruto de su tra

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