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virtudes sociales, se vió después humillada á los pies de sus emperadores, y al fin destrozada por las armas de la barbarie; porque entonces cada cual de sus hijos procuraba sus propias comodidades, y cada cual se abandonaba á la más vergonzosa apatía. México, poblada de mil naciones guerreras y por la misma naturaleza defendida, recibió la ley de un puñado de aventureros; porque los viles tlaxcaltecas prefirieron una rastrera venganza al honor nacional, y prestaron su funesta alianza al invasor de Castilla, quien también los subyugó en premio de su perfidia y egoísmo criminal. España, á pesar de la distancia de su metrópoli, nos dominó desde entonces; porque el patriotismo mexicano quedó sepultado con el cuerpo de Guautimotzin, y ya nadie pensó sino en sí mismo, y cada uno se contentó con besar humilde la mano que lo oprimía.

Si en aquel período de funesta memoria, nuestros antepasados hubieran tenido desprendimiento; si hubieran sacrificado su aparente reposo, sus engañosas comodidades y su misma vida al bien de la nación, nuestra esclavitud no hubiera sido tan prolongada: tiempo ha que hubiera variado nuestra condición, y ya no lucharíamos hoy con las viciosas costumbres de nuestros conquistadores. Pero el egoísmo causó nuestra desgracia, causó la de los griegos y de los romanos y causará la de aquellas sociedades donde reine este vicio fatal.

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Si, pues, no queremos ser el juguete de otras naciones: si queremos que el bien nacional se consolide, huyamos del egoísmo y de la apatía; castiguemos con el desprecio á aquellos hombres que cuando se trata de los intereses de la patria, y cuando ella reclama el socorro de sus hijos, se escudan con la ridícula frase de pertenezco á unos ni á otros. Si el despotismo tiene aliados, y si la patria tiene enemigos feroces, los son precisamente estos seres degradados é insensibles, que semejantes á los brutos sólo atienden al pasto que los alimenta. Purguemos á nuestra sociedad de esta raza perniciosa que le roe las entrañas, y lejos de imitar su conducta criminal, resolvámonos como Hidalgo á trabajar, no para saciar una ruin venganza, no para vivir en la opulencia á costa de la sangre de los pueblos, sino para hacer la felicidad y la gloria de la patria.

PRIMERA PARTE

Bien sabéis, conciudadanos, que España subyugó á México con el derecho del más fuerte. Su imperio fundado sobre la injusticia no podía sostenerlo sino también con la injusticia. Para retener lo ajeno á presencia del mismo dueño, debía valerse de todos los medios reprobados por la moral y la razón. Así lo hizo, en efecto: descuidó de la educación de los mexicanos y les cerró las puertas de las ciencias para hacerles olvidar completamente sus derechos. Les incul

có las doctrinas de una ciega obediencia, para obligarlos á reconocer la esclavitud como el primero de sus deberes. Crió clases con intereses distintos, y con una suma, aunque pequeña, del poder arbitrario, para que creyéndose éstas de una raza superior, oprimiesen á su vez y formasen una de las gradas de su maléfico trono. Les prohibió toda comunicación con las naciones extrañas, cerrando los puertos al comercio y fomentando un odio criminal contra el extranjero, á quien hacía aparecer como enemigo de Dios y de los hombres. Estableció la inmoral y vergonzosa pena de azotes, á fin de acostumbrarlos á perder el pudor, que es el baluarte más firme de la dignidad del hombre. Para empobrecerlos, impuso fuertes tributos que exigió con el más inflexible rigor. Mezcló la política con la religión para revestir á sus máximas de una veneración que á sólo á Dios es debida. Sistemó la intolerancia y el fanatismo, y cualquiera que osaba reclamar sus derechos ó atacar los abusos del poder con las armas de una razón ilustrada, recibía el cadalso ó la hoguera por única satisfacción á sus reclamos.

Tal es la conducta que observó España para dominarnos. Aislar, corromper, intimidar y dividir: éstas fueron las maximas de su política cruel. ¿Y cuál fué el resultado de todo esto? Nuestra miseria, nuestro embrutecimiento, nuestra degradación y nuestra esclavitud por trescientos años.

Pero hay más: la estúpida pobreza en que yacen los indios, nuestros hermanos. Las pesadas contribuciones que gravitan sobre de ellos toda. vía. El abandono lamentable á que se halla reducida su educación primaria. Por otra parte, la intolerancia política por la que se persigue y se aborrece al hombre, porque haciendo uso de su razón, piensa de este ó del otro modo. El menosprecio de las artes y de las ciencias. El aborrecimiento al trabajo, y el amor á los vicios y á la holgazanería. El deseo de vivir de los destinos públicos y á costa de los sudores del pueblo. En fin, la protección que se dispensa al hombre inepto y prostituído, y la persecución innoble que se declara al ciudadano honrado, que conociendo la dignidad de su ser, no se doblega á los caprichos de otro hombre. Todos estos defectos son todavía las reliquias del gobierno colonial, son los resabios de su política mezquina y miserable, son los verdaderos obstáculos de nuestra felicidad y son los gérmenes positivos de nuestras disensiones intestinas.

Si, pues, tan funestos males han producido esas máximas inicuas, la razón, la prudencia y la propia conveniencia nos aconsejan huir de ellas, como de una fuente venenosa, y desecharlas de nuestro sistema social.

SEGUNDA PARTE.

España las adoptó, porque al fin era conquistadora y se propuso oprimir y sojuzgar una colonia de esclavos.

Pero nosotros que formamos una nación libre y soberana: nosotros que hemos adoptado la forma del gobierno republicano: nosotros que no somos señores de vasallos degradados, debemos seguir las reglas de una política ilustrada y justa: debemos proteger al hombre, librándolo de los tributos que lo agobian y que menoscaban el sustento de sus hijos: debemos remover todos los obstáculos que impiden el libre ejercicio de sus derechos: debemos premiar la virtud y el merecimiento donde quiera que se encuentre, y despreciar á aquellos hombres que careciendo de méritos personales, intentan asaltar los puestos públicos por la adulación, por la bajeza, por la vil superchería y por la infamia: debemos respetar al ministro del santuario que predica la moral pura del Evangelio, y que hermanándola con la política, cual otro Hidalgo, siembra en nuestra juventud las semillas del patriotismo, de la libertad y de las demás virtudes: debemos tributar nuestro reconocimiento al militar que se ha cubierto de honrosas heridas, peleando por la independencia y la libertad nacional: debemos, en fin, proteger la ilustración de todas clases, teniendo presente que sólo los tiranos que gobiernan en las tinieblas y los que viven de los

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