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AIMBOLIAD

los Alpes y Var, con diez y ocho mil hombres, cuyo mando había confiado el emperador al marqués de Pescara, si bien debiendo oir el parecer y consejo de Borbón. Sin gran dificultad fueron sometiendo las ciudades provenzales, recién incorporadas á la Francia y desprovistas de tropas. El de Borbón quería seguir avanzando, pero aquí se separó de su dictamen el marqués de Pescara, que tenía instrucciones especiales del emperador para apoderarse á toda costa de Marsella.

Proponíase Carlos V con la ocupación de Marsella tener una puerta siempre abierta para entrar en Francia, como los ingleses la tenían con la posesión de Calais, y hacer también de Marsella como un puente entre España é Italia. En su virtud el marqués de Pescara, contra el dictamen y la voluntad de Borbón, detuvo el ejército delante de Marsella y ordenó el asedio de la ciudad (7 de agosto, 1524). Francisco, tan descuidado cuando tenía el peligro lejos, como activo y enérgico cuando le veía cerca, tan luego como penetró la idea del emperador hizo devastar todo el país contiguo, introdujo una buena guarnición en la plaza y la hizo ceñir de un segundo muro, en que trabajaron todos los habitantes á porfía, llegando á nueve mil los que de ellos tomaron las armas; una flota francesa combatió las naves españoles en las aguas del Var; la nobleza de Francia, con la cual se había atrevido á contar el de Borbón, se hizo sorda al llamamiento de un tránsfuga y se agrupó en derredor de su soberano, y Francisco reunió un buen ejército bajo los muros de Avignón, con el cual se puso en marcha hacia Marsella. El ejército imperial, fatigado de un asedio inútil de cuarenta días, sin víveres, sin dinero y sin confianza, y amenazado por los de Avignón, levantó el sitio y se volvió precipitadamente á Italia, teniendo que seguirle el de Borbón, desesperado de no haber hallado en Provenza ni la venganza que ansiaba, ni el trono que se le había prometido (setiembre, 1524).

Ni el emperador había invadido á Guiena, según el plan, porque las cortes de Castilla se iban cansando de sacrificar los intereses de los pueblos á guerras extrañas y le escatimaban los subsidios; ni Enrique VIII de Inglaterra cumplió por su parte lo que estaba concertado, ya porque Wolsey, resentido con el emperador, no le alentaba como antes en favor de los intereses de éste, ya porque el de Borbón le tenía ofendido con no prestarse á reconocer sus derechos al trono de Francia. Ello es que habiendo podido poner este reino en el mayor conflicto, lo que hicieron con limi tarse á una sola invasión fué darle el convencimiento de su propia fuerza y envalentonar á su rey.

Fascinado Francisco I con aquel triunfo, en vez de contentarse con mostrar á la Europa que sabía hacer invulnerable el territorio de sus na turales dominios, dejóse desvanecer; y dado como era á todo lo que fuese arriesgado, ruidoso y caballeresco, ya no pensó en más que en llevar otra vez la guerra á Italia, olvidando tantos escarmientos como le había costa. do, «que para él (dice un escritor francés) improvisar una campaña en Italia era como improvisar una partida de caza.» Fiado, pues, el rey caba llero en sus propias fuerzas y en su reciente fortuna, y dando gusto á su capricho, sin escuchar los prudentes consejos de Chavannes, de La Tremouille y de otros valerosos y expertos generales, ni querer oir á su misma ma

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