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dre. que siquiera por una vez le aconsejaba en razón, y animado sólo por su favorito Bonnivet, que tenía las mismas tendencias y los mismos defectos que él (1), llevó adelante su temeraria resolución, y á marchas forzadas franqueó los Alpes, por el monte Cenis (25 de octubre de 1524), y se encaminó en derechura á Milán. Once días empleó en su marcha á Lombardía, celeridad maravillosa para aquellos tiempos.

Semejante velocidad frustró al pronto todos los proyectos de defensa de los imperiales, que se limitaron á encerrarse en las plazas fuertes, tanto más, cuanto que el ejército que allí tenía Carlos no pasaba de diez y seis mil hombres, y éstos sin pagas, sin municiones y sin vestuario. Milán, donde se había recogido el marqués de Pescara con los restos del ejército de Provenza, Milán, devastado por una epidemia que había arrebatado hasta cincuenta mil almas. no se hallaba en disposición de defenderse, y Pescara y Lannoy evacuaron aquella desgraciada ciudad, dejando guarnecida la ciudadela, al tiempo que por otra puerta entraba La Tremouille con la vanguardia francesa (2). Lannoy y Pescara se retiraron hacia Lodi sobre el Adda, y el español Antonio de Leiva se refugió con seis mil hombres en Pavía. En tan crítica situación los imperiales hubieran sido perdidos y los Estados de Carlos en Italia corrido gran riesgo, sin una falta indisculpable de Francisco, y sin la enérgica, vigorosa y patriótica conducta de los jefes y de los soldados imperiales.

Mientras Francisco descuidó de perseguirlos, dejándoles fortificarse á espaldas del Adda, Lannoy empeñaba sus rentas en Nápoles para propor

(1) Dícese que el galante Bonnivet deseaba también volver á Italia por el afán de ver á una dama milanesa de quien se había apasionado violentamente y le tenía cautivado el corazón, y que había hecho á Francisco tal retrato de su hermosura y de sus gracias, que también el monarca cayó en tentación y concibió un vivo deseo de conocerla. Todo es verosímil y creíble de dos personajes que adquirieron cierta funesta celebridad por sus pasiones amorosas. - Brantome, Euvres, t. VI. - Mr. Ræderer, Louis XII et François I, t. II.

Tenemos á la vista una interesante obra publicada en París de orden del rey en 1847 con el título de Captivité du Roi François I, par M. Aime Champollion-Figeac, y perteneciente á la Collection de Documents inédits sur l'Histoire de France En este volumen, que es un grueso tomo en cuarto mayor de 658 páginas, se insertan cerca de 600 documentos originales relativos á la conquista de Milán por Francisco I, al sitio y batalla de Pavía, á la prisión del rey y á su cautiverio en Italia y en España, hasta que recobró la libertad. Es una interesantísima colección, que nos ha servido mucho para la relación de los sucesos comprendidos en este capítulo y en el siguiente.

Con arreglo á estos documentos desmiente Mr. Champollión muchos de los hechos y anécdotas que refieren Brantome, Garnier, Sismondi y otros historiadores: entre ellas la que hemos puesto al principio de esta nota. - También pretende deducir de una carta de la reina Luisa á Mr. de Montmorency que el rey Francisco no emprendió esta campaña contra el consejo de su madre, como afirman todos los historiadores: pero de esta carta que hemos leído, no creemos pueda deducirse otra cosa sino que la reina madre sabía los planes de su hijo, y temía que se precipitara. - Captivité, pág 11, nota. -Robertson, Hist. del Emperador, lib IV.

(2) Champollión-Figeac, Captivité, págs. 31 y 33. Documentos titulados: Prise de Milan par François I à la mi-octobre 1524. - Extrait d'un journal du regne de François I.

cionar algún dinero con que subvenir á las primeras necesidades de las tropas. Pescara empleó su inmenso prestigio y ascendiente en persuadir á los soldados españoles á que tuvieran la abnegación y dieran á Europa el magnánimo ejemplo de servir sin sueldo al emperador, y aquellos valientes guerreros accedieron á hacer este sacrificio en obsequio de su soberano y de un jefe que tanto amaban. El mismo Borbón empeñó todas sus alhajas para reclutar gente en Alemania, y volvió con doce mil lansquenetes, á quienes sedujo su valor y su nombre, y la esperanza y perspectiva de los ricos despojos de Italia. El monarca francés, en lugar de perseguir á los imperiales por la parte de Lodi aprovechando los primeros efectos de la sorpresa, dejó á La Tremouille el cuidado de asediar el castillo de Milán, y él con el grueso del ejército pasó á poner sitio á la importante plaza de Pavía (28 de octubre, 1524), donde se hallaba, como hemos indicado, el español Antonio de Leiva, «oficial superior de una clase distinguida, de grande experiencia, bizarro, sufrido y enérgico (copiamos las palabras de un historiador extranjero), fecundo en recursos, deseoso de sobrepujar á los demás, tan acostumbrado á obedecer como á mandar, y por lo mismo capaz de intentarlo todo y sufrirlo todo por salir airoso en sus empresas (1).»

Comenzó el monarca francés por tomar y guarnecer todos los lugares vecinos á Pavía, y por cercar la plaza con fosos y vallados. Después de combatida unos días con su artillería, mandó dar un asalto (7 de noviembre), que costó la vida á los que le intentaron, contándose entre los muertos Mr. de Longueville. Al otro día jugaron todas las piezas por espacio de siete horas sin interrupción; contestaban los de dentro con su artillería y arcabucería, y con el estruendo de uno y otro campo parecía hundirse el mundo. Las brechas causadas por las baterías francesas eran instantáneamente reparadas por los sitiados, siendo Antonio de Leiva el primero á dar personal ejemplo de actividad, de arrojo y sufrimiento á soldados y habitantes. En los muchos combates que en los siguientes días se dieron perecieron tantos franceses, que el rey Francisco ordenó que se suspendieran para ver de emplear otros medios y recursos. Uno de ellos fué el de torcer con muchas estacadas el curso del Tesino que defendía la ciudad por un lado; mas cuando ya estaba casi terminada la obra, sobrevinieron tan copiosas lluvias que la corriente arrastró todas las estacadas y reparos. Hizo también destruir los molinos de ambas riberas; pero el general español, previendo este caso, había hecho construir molinos de mano suficientes para las necesidades de la población. No teniendo con qué pagar los soldados, los repartió por las casas imponiendo á los vecinos la obligación de darles de comer: y á fin de que no faltase moneda, al menos para los tudescos, que eran los más impacientes, recogió toda la plata de los templos, y la hizo acuñar con un letrero que decía: Los ces rianos cercados en Pavía, año 1524.

Poco menos cercados que ellos los imperiales que con Lannoy y Pescara permanecían en Lodi, fortificándose lo mejor que podían, pero sin atreverse á separarse una legua de aquel punto, parecían tan ignorados

(1) Robertson, Hist. de Carlos V, lib. IV.

de todos, que en la misma Roma se fijó un pasquín diciendo: Cualquiera que supiere del ejército imperial qne se perdió en las montañas de Génova, véngalo diciendo, y darle han buen hallazgo: donde no, sepan que se lo pedirán por hurto, y se sacarán cédulas de excomunión sobre ello. Mas no tardaron en dar señales de vida los que parecían muertos ó se pregonaban por perdidos.

Tenía el marqués de Pescara preparada una sorpresa, que ejecutó de una manera admirablemente ingeniosa. Un día al anochecer llamó á todos los capitanes de infantería, y les mandó que sin ruido ni toque de tambor ni de trompeta recogiesen toda la gente en el castillo. A las nueve de la noche se presentó él en la fortaleza: el país se hallaba cubierto todo de nieve (eran los últimos días de noviembre). Hizo el marqués que los soldados españoles, hasta el número de dos mil, se pusiesen sus camisas blancas sobre la ropa exterior. Mandó bajar el puente levadizo, y ordenó á los soldados que fueran saliendo por una puertecilla estrecha que daba al campo. Nadie sabía el objeto de la maniobra, mas como todos se agolpasen para seguir á su general dondequiera que fuese, Salid despacio, hijos, les decía el marqués: que para todos habrá en el despojo; porque os hago saber que tenemos en Italia tres reyes que despojar, el de Francia, el de Navarra y el de Escocia (1). Luego que hubo salido toda la gente, quedando sólo la necesaria para la guarnición del castillo, el marqués de Pescara comenzó á marchar delante de todos, llevando consigo al del Vasto. Con la nieve y el lodo se les desprendía á los soldados el calzado, pero todos seguían sin dar la menor señal de disgusto al ver á su jefe delante. Faltarían como dos horas para amanecer cuando se detuvieron un tanto atemorizados al ver que tenían que vadear un río. El marqués hizo colocar á la parte superior una hilera de caballos para que quebrantaran la corriente; se metió el primero en el agua medio helada que le llegaba á la cintura, y su ejemplo y dos solas palabras de animación bastaron para que ningún español vacilara en seguirle. Continuaron todos marchando á pie hasta que al apuntar el alba llegaron cerca de los muros de Melzo, que era la plaza á que solos los jefes sabían y los soldados hasta entonces ignoraban que se dirigían. Melzo está á las cinco leguas de Lodi, y más cerca de Milán. Con el silencio que guardaban los imperiales oyeron que uno de

(1) Llamaba rey de Navarra á Enrique de Albret, el cual seguía, como el príncipe de Escocia, las banderas de Francisco I.

Tomamos muchas de las noticias referentes al célebre sitio y batalla de Pavía de una relación escrita por un testigo de vista y sacada de un códice de la Biblioteca del Escorial. Se ha impreso en el tomo IX de la Colección de documentos inéditos, y parece que el obispo Sandoval debió conocerla ya, según se explica en el lib. XI de su Historia.

También hemos visto en la Biblioteca nacional otras dos relaciones manuscritas de la batalla de Pavía, que cotejadas con la que acabamos de citar, no creemos tengan otra variación sino estar estas últimas divididas en capítulos, y parece ser copias unas de otras. La señalada con T. 159, debe ser la que en el tomo XIII de la Colección de documentos inéditos se dice perteneció á los libros del P. Burriel, que regaló á la Biblioteca el P. Diego de Ribera, dedicada á don Pedro Dávila, marqués de las Navas, pues corresponden todas las señas.

los centinelas del muro le decía á otro: No sé qué cosas blancas veo moverse hacia aquella parte.-Serán, contestaba el otro centinela, los árboles nevados que se menean con el viento.

En esto se oyó dentro de la población el sonido de un clarín que tocaba á montar. Entonces el de Pescara se volvió á su gente, y dijo con mucho donaire: Razón es, amigos, pues estos caballeros quieren cabalgar, que nosotros como infantes vayamos á calzarles las espuelas. Y alentándolos á escalar el muro, cruzando el foso con el agua el pecho, él y el marqués del Vasto delante siempre, comenzaron los españoles á porfía á trepar la muralla apoyándose en las picas. Luego que hubieron subido varios, abrieron una puerta, por donde fueron entrando los demás en tropel á los gritos de ¡España y Santiago! que se confundían con los toques de las trompetas que sonaban en la plaza, El capitán de los de Melzo, Jerónimo Tribulcis, se encontró con el español Santillana, alférez del capitán Ribera, el que más se había distinguido en la batalla de Bicoca, y cuyas hazañas no había en Italia quien no conociera (1). Rindió Santillana al conde Jerónimo Tribulcis después de haberle herido mortalmente. Los demás fueron cogidos en la plaza y en la iglesia, muriendo pocos, pero sin escapar ninguno. Inmediatamente dispuso Pescara regresar á Lodi por el mismo. camino, con los despojos, los caballos y los prisioneros de Melzo, á los cuales dejó pronto ir libres donde quisieran, para enseñar al rey de Francia cómo trataba él á los prisioneros, y ver si avergonzándole con este ejemplo templaba la rudeza y mal trato que usaba con los españoles que caían en su poder.

A los pocos días recibió el marqués de Pescara un mensaje del rey Francisco, diciéndole que le daría doscientos mil escudos porque saliese á darle la batalla. Decid al rey, contestó el de Pescara al mensajero, que si dineros tiene, que los guarde, que yo sé que los habrá menester para su rescate. No tardó en verse que lo que pareció sólo una jactancia había sido una profecía. Cuando se supo en Roma la aventura de los encamisados, se puso otro pasquín que decía: Los que por perdido tenían el campo del emperador, sepan que es parecido en camisa y muy helado, y con doscien tos hombres de armas presos y otros tantos infantes: ¿qué harán cuando ya vestidos y armados salgan al campo?

Entretanto continuaba el sitio de Pavía, sin que apenas hubieran adelantado nada los franceses, gracias á la entereza, á las enérgicas medidas y al indomable valor de Antonio de Leiva. Sin embargo, todo el mundo. opinaba que la plaza tendría que rendirse por falta de recursos, y porque Francisco I dominaba todo el país con un ejército brillante de cincuenta ó sesenta mil hombres. El papa Clemente VII, con color de ser medianero entre Carlos y Francisco, enviaba emisarios al rey de Francia y al campo de los imperiales, para que se informaran de las fuerzas y de las probabilidades de triunfo de cada uno, para decidirse en favor de quien más viera convenirle, y entreteniendo á unos y á otros con buenas palabras, concluyó por favorecer con capa de neutralidad al francés, envolviendo en la

(1) Había en Italia un refrán que decía: Un capitán Juan de Urbina y un alférez Santillana.

misma conducta á la república de Florencia, y privando así al emperador de sus más importantes aliados.

Afortunadamente esta misma confianza inspiró á Francisco I la loca idea de distraer su ejército en expediciones imprudentes, enviando al marqués de Saluzzo á reconocer á Génova, y al duque de Albany con diez mil hombres á Nápoles, expedición que consideró el virrey Lannoy tan poco peligrosa, que no quiso destacar un soldado para impedirla, diciendo: «la suerte de Nápoles se decidirá ante los muros de Pavía.» En todo esto no hacía Francisco sino seguir como antes las inspiraciones de su favorito Bonnivet, menospreciando los consejos de La Tremouille, La Paliza y otros generales veteranos en las guerras de Italia; los cuales se asustaban de verse colocados entre el ejército imperial y la guarnición de Pavía, é instaban al rey á que renunciara al sitio. Pero el rey-caballero juró morir antes que abandonarle, porque como decía Bonnivet: Un rey de Francia no retrocede nunca delante de sus enemigos, ni abandona las plazas que ha resuelto tomar. Pronto iba á pagar la Francia entera la presunción, y las imprudencias y locuras de su rey (1).

Mientras él había desmembrado de este modo sus fuerzas en expediciones insensatas, el duque de Borbón entraba en Lombardía con los doce mil lansquenetes reclutados en Alemania con el favor del infante don Fernando, hermano del emperador, y se incorporaba á los imperiales en Lodi (enero, 1525). La mayor dificultad para los imperiales, y especialmente para la guarnición de Pavía, era la extrema escasez de víveres, de dinero y de municiones. Los tudescos, que constituían la mayor parte y eran los menos sufridos, amenazaban entregar la ciudad, y sólo la sagacidad y fir meza de Leiva pudieron impedir una rebelión. En este conflicto, y con noticia que del apuro tuvieron Lannoy y Pescara, discurrieron cierto arbitrio para enviar algún socorro á los de Pavía, de que merece darse

cuenta.

Dos intrépidos españoles, el alférez Cisneros y su amigo Francisco Romero, se encargaron de esta peligrosa comisión, ofreciéndose el primero á cumplirla con tal que le indultaran de la muerte que había dado á un soldado, y por cuyo delito andaba prófugo. Puestos de acuerdo los dos, convinieron con el marqués de Pescara en que irían al campo francés y fingirían querer ponerse al servicio del rey Francisco por las causas que llevarían estudiadas: dos labradores del país, de su confianza, que irían á los reales franceses á vender ciertos víveres, llevarían cosidos á sus jubones los tres mil escudos que se quería enviar á los de Pavía, y con ellos se entenderían para tomar el dinero y meterse con él en la plaza

(1) Sismondi, Hist. des Français, t. XVI, pág. 320. - Sin embargo, ChampolliónFigeac (Captivité du Roi, Introduction, pág. XIV) sostiene que el rey, así para el sitio de Pavía como para aceptar la batalla, consultó y oyó á los viejos generales, fundándose para ello en las palabras de unas cartas patentes de la duquesa de Angulema, gobernadora del reino (fecha 10 de setiembre), que así lo expresan. No sabemos hasta qué punto influiría en el texto de las letras patentes de la regente el interés de que no cargara sobre su hijo toda la responsabilidad de aquellos desgraciados sucesos (Captivité, página 312). Garnier, Sismondi, Sandoval, Robertson y otros historiadores convienen en lo primero.

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