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a 1850, con los acogidos de la Caridad, y la ancha tienda listada de azul y blanco, recinto de misterios y aventuras, y el cuadrado edificio, quinta particular ahora, hostería entonces copiosa y regaladamente servida; sus posteriores eclipses, sus reapariciones sucesivas y su postrera, franca y decisiva reinstalación.

Y con él vendrá otro cronista de especie diversa, más impuesto en las cosas y menesteres actuales que en estériles recuerdos de lo pasado: más aficionado a estadísticas contemporáneas que a enumeraciones arqueológicas: más diestro en picar curiosidades presentes que ocupado en meiecer póstumos aplausos de un sabio venidero, hurón y desabrido; y vendrá el pintor que dibuja, y el prosista que describe, y el poeta que canta, y el humorista que esparce semilla sutil y leve de vario ingenio, para que el ingenio de cada cual la fecunde y convierta en espiga y substancia, y juntos harán ese libro que aparecerá en manos de todos, a bordo del bote, dentro del coche, bajo la sombrilla, sobre el césped, en el regazo, asomando por el saquillo repleto de la viajera, rebosando del bolsillo abierto del turista.

Pero mientras ese libro prodigioso y afortunado se engendra y cuaja en los limbos confusos, aunque limitados y cercanos, del tiempo, no nos olvidemos de llevar adelante el pobre y trabajoso nuestro.

Al Norte, o rigorosamente hablando, entre los rumbos Norte y Norte-Noroeste, cuarto al Norte de este Sardinero, está el gran Sardinero, vasto desagüe de un valle abierto de Este a Oeste. Si subís el curso del arroyo, que en lo más hondo fluye, pasaréis de la arena al pantano, del pantano a la pradera, de la pradera a la mies; pero el pantano ya desecado-las Llamas tiene por nombre-, se convierte en huerta, y ya sin estado intermedio pasa la tierra de la fecundidad a la aridez, del vergel al arenal. A dos pasos de la arena y de la sal crecen higueras, y dan sombra y dan fruto. Es verdad que la higuera es árbol tan pagado del suelo de nuestra patria, que dondequiera se agarra y prospera. Ahí las tienes vistiendo de verde

los pardos sillares de la destrozada batería de San Juan, nacidas entre sus juntas, nutridas del aire que absorben sus raíces y respiran sus hojas.

Un promontorio nos ataja, guarnecido por carabineros, Cabo Menor; otro más alto y poderoso asoma detrás de él y se llama Cabo Mayor.

Cabo Mayor, pedestal erigido por la naturaleza al borde del agua, para que a trescientos pies de altura, sobre la haz revuelta de las espumosas olas, pudiera la vigilancia humana señalar al navegante la cercanía del puerto o del escollo, la meta o el abismo, la salvación o el naufragio; para entablar a distancia, a través de la humareda de las nieblas, del vapor de las rompientes, del fragor terrible de las tempestades, y con el buque desarbolado acaso y sin gobierno, diálogos mudos, interrumpidos, breves, pero seguidos con alma inquieta y.corazón suspenso, como que de ellos penden vidas hu

manas.

Las edades sucesivas comprendieron y aceptaron los destinos del erguido peñasco; sobre su cima se encuentra todavía el tosco garitón antiguo en que los marineros encendían sus hogueras de señal y aviso, cerca del soberbio faro que los modernos han erigido. Toda es luz la torre; de día su fuste blanco se destaca y pinta sobre el limpio azul o el brusco ceño del horizonte; los cristales de su linterna reverberan al sol como el agua llovida en el vaso natural de una roca; de noche, su inflamada cúspide a intervalos se obscurece y apaga, como párpados que se cierran, como frente que se inclina rendida por el sueño y la fatiga, y que de nuevo se abren, de nuevo se levantan dominando la fatiga y sueño, porque su obligación es velar. Allí encuentra el marinero cuando el cielo, la naturaleza, inclementes y sombríos le niegan toda señal de afecto, allí encuentra ojos que le sigan, voz que le llame, aviso que le guíe, compasión, auxilio, caridad, prójimos en fin.

Todo es claridad en aquella torre, que pesa afirmada y quieta sobre sus anchos pies en la robusta confianza de sus

treinta y dos años (1); todo, menos la inscripción puesta sobre su entrada para conmemorar la fecha de su fundación y los altos pensamientos que la dieron origen.

¡Terrible costa en días procelosos! La mar irritada, con la espuma que os arroja al rostro, con el espanto de su bramar, con el vértigo de sus remolinos y convulsiones, se defiende del curioso y del atrevido, les cierra sus términos, los mantiene alejados de su insondable orilla. Y penetrando en las cavernosas profundidades de la costa, en aquellos senos de piedra inexplorados, cuyos misterios acaso encarece y multiplica la imaginación humana, acaso no alcanza a sospecharlos ni enumerar su variedad, sus formas, su trascendencia infinita, y donde se oye retumbar el subterráneo estampido, parece que con brazo poderoso ase y estremece los caducos cimientos de la tierra.

Así viene de siglo en siglo sacudiendo y quebrantando el continente; esas peñas caídas en su abismo, que apenas descubren la anegada cabeza con encarnizada furia y rabiosa voz golpeada por las olas, eran acaso límite más avanzado de la costa, base sobre la cual caminaron nuestros ascendientes, y en cuyo socavado centro oían como nosotros zumbar el ronco azote de las aguas.

Mas ¿qué libro no se cierra ante la gloria infinita del mar, a vista de su poder y su hermosura? ¿Quién lo lee retratado por mano de hombre, si lo tiene a su alcance vivo y animado por el invisible espíritu de Dios?

Cada arroyo de cuantos nacen en los ricos manantiales de la marina y de su vega, trabaja para abrirse paso al mar y labra en la costa senos y calas. Dos de ellos, nacidos en los veneros de San Cebrián y de Bezana, después de descansar en cristalinas charcas donde florece el nenúfar, después de mover las macizas piedras de uno y otro molino, forman la ensenada de San Pedro del Mar; más al Oeste, la más angosta de San Juan del Canal.

(1) Fué erigido el faro por la Junta de Comercio de Santander en 1839.

Entre una y otra encontramos una isla, amarrada a tierra firme por un puente de madera, por el cual, y batidos por el Nordeste que aquí se encauza y redobla su vigor, pasan devotos a visitar el santuario de Nuestra Señora de la Mar. Un manuscrito ya citado (1) pone la fecha de esta fundación en 1400, tomándola de la piedra sepulcral del fundador que yace dentro de su fábrica (2). Es romería devotísima de los marineros; éralo de los antiguos hidalgos de la villa, cuyos escasos descendientes la conservan. De sus bóvedas y paredes cuelgan simulacros de embarcaciones de todo porte y aparejo, ofrenda de naufragios, singularmente expresiva, allí donde la amenazadora voz del Océano no enmudece jamás.

Un camino de sierra, blando y nada fatigoso, nos hace trasponer una loma, a cuya falda meridional se espacia el ancho cuadrilátero del monasterio de Santa Catalina de Monte-Corbán. En su patio y cercanías corren o pasean las negras sotanas de los seminaristas, que han sucedido a los blancos hábitos de los jeronimitas. Pero la sucesión no fué directa, y entre unos y otros alegró aquella vecindad la grana de los uniformes ingleses, o melancolizó el paisaje la figura solitaria de un pastor o de un porquero.

Momentos hace hablamos de los venerables que aquí hacían eremítica vida en los primeros años del siglo XV. Eran Fr. Pedro de Oviedo, Fr. Rodrigo de Osorno, Fr. Gonzalo de Santander, Fr. Gómez de Toro y Fr. Sancho de Islares. También dijimos la visita y consejo del Ilmo. de Burgos, que habían llevado a la Orden de San Jerónimo el eremitorio, erigiéndole en monasterio con autoridad del Papa Benedicto XIII. «Ansí— dice el clásico Sigüenza-tienen por fundador y bienhechor en esta casa al obispo de Burgos, don Juan Cabeza de Vaca.» Dicha queda igualmente la incorporación a Santa Marina, sus vicisitudes diversas y el trasplante definitivo a Corbán en 1419.

(1) Historia de Santander, por Almiñaque y Hanero.

(2) Assas lee la inscripción como sigue: AQI YASE GONÇALO FERNANDEZ DE PEMANES, FIJO DE MARTIN fernandez de pemanes DE... EL QUE DIOS PERDONE.

Sobre la puerta de su franqueada clausura un bulto informe es reliquia de una estatua arrodillada del santo doctor solitario de Belén. No fueron las insensibles lluvias del cielo únicos verdugos y profanadores de la esculpida piedra; fuéronlo las balas de soldados herejes y de cazadores católicos, que hicieron de ella blanco de su destreza y puntería. Consérvase de la construcción primera la iglesia y su entrada ojiva, y sus capiteles de figuras orantes y ópimas vides, y los escudos del fundador timbrados con su pastoral sombrero. El monasterio fué reedificado el siglo último con dineros traídos de las Américas; sobre su elegante ingreso empotraron una gigante piedra destinada a perpetuar la memoria del bienhechor, su nombre y el tiempo y las condiciones de la restauración, franco uso de la arquitectura, que, adelantándose a la inquisición del pasajero, se delata y cuenta la razón, los medios y el propósito de su trabajo; mas la piedra quedó intocada y tersa, impacientando al viajero como impacienta un libro en blanco a quien le abre convidado por el título impreso en su tejuelo.

Aquí fueron acuartelados los soldados ingleses traídos en 1834 por la Cuádruple Alianza a sostener la causa constitucional. A su devastadora indisciplina, que abrasó la madera y vendió el hierro, resistieron únicamente las piedras más difíciles de ser movidas y transportadas. La historia de su permanencia en aquella casa, abierta por el desorden de sus habitadores a todas las inclemencias del cielo, da curiosa luz sobre la raza, naturaleza y organización de aquellas tropas «excelentes», según palabras de su general Lacy Evans, «para ser traídas en globo al lugar del combate, y, una vez desempeñado su marcial oficio, transportadas por el mismo camino a sitios apartados de todo trato y comunicación humana». Los aldeanos de las cercanías saben esa historia y la cuentan.

El anterior obispo de Santander, ilustrísimo señor don Manuel Ramón Arias Tejeiro, varón de altísima virtud, estableció aquí el Seminario conciliar de su diócesis.

Proveía este monasterio numerosos beneficios en lugares de la montaña, y poseía donaciones muy especiales, aunque no

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