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OR tan concisa manera, en cuatro versos puestos cabe un escudo en los estrados de su casa municipal, describe la villa su blasón, pinta su retrato, y apunta varios indicios de su historia. Padeció guerras, erigió altares, armó galeras, adiestró arponeros; fué militar, devota, marinera, comerciante, y a los ojos de quien, llegándose por mar, descubre aquel extraño arco tendido entre dos peñas coronadas de adarves la una, de pórticos la otra, el heráldico bosquejo conserva su parecido.

Pusiéronla sus fundadores sobre las rocas peladas que bate el mar: ¿era espía del agua, centinela de la tierra, fortaleza, puerto, amenaza o refugio?

En su cóncavo seno ofrecía amparo a las naves la naturaleza contra las iras de la naturaleza misma; para ampararlas del hombre, hubo el hombre de fundar murallas. Castro las tiene desde muy antiguo, y al ser ahora derribadas, ofrecen testimonios del segundo siglo de la Era Cristiana en monedas de Marco Aurelio Antonino y su mujer Annia Faustina, halladas entre la argamasa de sus paredes.

Tomó la fortaleza nombre de la población que había de defender, situada en paraje más bajo y accesible, abierto al enemigo aventurero, a quien no podía detener de cerca con la robustez, ni amedrentar de lejos con la traza soberbia de torres y baluartes.

Tres edades humanas están allí representadas en el cantil de la costa, dentro de una distancia de media legua: Urdiales, la aldea primera, agrícola y pescadora, alimentada por la mar y el campo, tranquila, pobre y estacionaria; Castro, la villa, la sociedad armada, armada por necesidad para defender to adquirido, nutriendo su fuerza de la más pura sustancia de la aldea, y por la posesión de la fuerza conducida al abuso de ella, a su castigo, el recelo constante de los más fuertes, y el constante desvío de los más débiles; y en fin, la playa, la empresa de ayer, la industria nueva, que por encanto establece, mejora, modifica y crea; que a su vez mina la fortaleza, echa por tierra sus muros, y llama a sí y absorbe y emplea en provecho propio los elementos vitales que a duras penas existían dentro del angosto recinto de piedra.

La letra de sus armas es, sin embargo, a pesar de sus creces y mudanzas, la más excelente pintura que de su romántica fisonomía tendrá nunca la vieja Flaviobriga.

Tal la recordaba mi memoria, vista una y otra vez desde la cubierta de un buque en juveniles días; ahora, llegando por tierra, y con ánimo de hacer posada en su recinto, ofrecíame Castro nueva fisonomía, en nada parecida a mi recuerdo: una torre gótica sin chapitel levantada al borde del agua; espeso caserío apretado como un enjambre en torno de ella, y la ancha cinta de una carretera que le añuda y corre a una y otra

parte siguiendo hacia oriente y ocaso los quebrados contornos de la costa.

El fondo, sin embargo, del paisaje no variaba: mar y cielo eran los mismos; azules, profundos; iguales colores tenía la tierra, verdes claros o sombríos, manchados a trechos por las cenicientas peñas de la costa; iguales rumores volaban por el aire, el ronco y vago gemido de la rompiente, el son lejano del viento en las alturas, y sus trémulos susurros entre las hojas, con que remedaba su inquieto y agudo silbar entre la jarcia.

Nunca parecen monótonos los horizontes de la tierra nativa; nunca fatigan la mirada; sondéalos instintivamente el alma, y siempre halla en ellos algo que responde a su sentimiento actual, y según la índole de éste, le halaga, le templa o le gobierna; para ella su luz no palidece ni se enturbia, sus términos se mudan con variedad infinita dentro del perfil que los dibuja, y blandamente arrastrada por el deleite contemplativo, olvidase a veces de la vida que los poblara, como paisajista en cuyos lienzos no aparece, o aparece con significación escasa, la figura humana.

En cambio, al llegarse adondequiera que permanecen vestigios de poblado, como al trabar diálogo con una persona por su nombre sólo de antemano conocida, despiértase en el espíritu deseo ardiente de penetrar su vida entera, y este objeto único absorbe y ocupa las facultades todas del entendimiento.

Guerreras son las memorias más cercanas a nosotros que resucita Castro: sitiada, rendida y abrasada fué una de las heridas hechas a la patria española por el hierro y la tea franceses, y durante la dolorosa guerra de siete años, como uno de tantos escollos de su marina, oía rodar alrededor suyo el fragor de las olas humanas que se chocaban eneinigas, tocada muchas veces por los tiros del combate, sin ser poderosa a hacerle cesar, o desembarazarse de los tenaces guerrilleros que infestaban sus cercanias.

Todavía conserva, como soldado viejo, reliquias del antiguo uniforme: mas ya desceñido su cíngulo militar, de recelosa y

ceñuda plaza de guerra, hase tornado hospitalaria mansión abierta y franca a todo pasajero.

Iba declinando el sol cuando yo llegaba a hacer prueba personal de ello.

Sobre un ribazo a orillas de la carretera, ofrécese al viajero la Quinta del Carmen; blanca, luciente, de par en par abiertas sus verjas de hierro, síguense los curvos senderos en arenados de su jardín, súbese la escalinata del alto peristilo, y a pocas palabras cambiadas con un veterano comedido y seco que a leguas acusa marcial procedencia, se encuentra el peregrino en un cuartito de limpio y modesto adorno, donde suelta su mochila, y se apresta a descansar en consoladora compañía, abriendo sus ventanas a la fresca brisa del Nordeste, que llama en ellas sacudiendo los cristales.

No hay sol canicular cuyo fuego no templen esas ráfagas consoladoras que orean la frente, arrullan el oído, y parece que convidan al espíritu a seguirlas en su fantástico vuelo, como siguen los ojos el de una mariposa, a examinar la región que habitan, donde toman los aromas y el rocío en que bañan y perfuman sus alas.

Cede el viajero al cariñoso impulso, y desde los balcones de su albergue descubre vasto paisaje marino. Se abre la costa en seno anchuroso, cuyo centro ocupan la villa y su playa; corren al nordeste las quebrantadas tierras vizcaínas; en su oscura mole clarean la entrada de la ría de Somorrostro, las casas de Algorta que cuelgan esparcidas en la pendiente, o se agrupan al pie del orgulloso faro de la Galea, y el arenal de Pler.cia somero del agua, dilatándose el promontorio hasta morir en cabo Villano, cuyo espolón de piedra caído al mar, asoma aislado encima de las olas. Hacia el ocaso, se escalonan escuetos peñascos hasta los montes de Laredo y de Santoña, perdidos a tales horas en la bruma de oro derramada en la atmósfera por la luz poniente del estío, y enfrente duerme tendida la inmensidad del Océano, cuyo horizonte azul se confunde con el azul purísimo del cielo.

De esta contemplación distraen voces humanas. Los hués

pedes se cruzan en las cercanías de la quinta, y sus diálogos y su pintoresco arreo recuerdan que la actual excelencia de la villa está en las olas que mojan sus términos.

Está la playa de baños en una entrada que hace la costa al saliente de la villa, gráficamente nombrada Brazo-mar, dor.de desagua un arroyo del mismo apellido, que baja del valle de Sámano. Es un arenal estrecho, que limitan erizadas rocas, y donde vienen a morir blanda y acompasadamente las olas rechazadas por la punta llamada de Cotolino, que se levanta en la opuesta margen.

Todo allí es miniatura, fuera de la mar y el monte; todo menudo, todo reducido, pero todo proporcionado y armonioso a la villa corresponde la playa, a la playa las casetas, a las casetas la concurrencia que las usa y llena.

Las diversas escalas del universo femenino veíanse representadas en los diversos grupos, cuyas breves faldas, rojas y azules, blancas y negras, esmaltaban con crudos toques la descolorida arena. Largos rizos que despeinaba el viento, pupilas encendidas en el sol meridional, damas de blasón y linaje, y aventureras sin otras armas que las de su hermosura, con éxito lastimoso esgrimidas, en provecho del diablo. Las playas, grandes o chicas, afamadas o modestas, son tablas en que aparecen a declamar su parte de la comedia humana iguales tipos, idénticos caracteres: una es la luz que los ilumina, uno el salino ambiente que las orea, uno el son que acompaña al drama; en todas se repiten decoración y numen, en todas escenas y papeles. Salvos el número, el rostro, el habla y el vestido, las bañistas en Castro eran las que el viajero encuentra en el Lido de Venecia, y en el Biarritz de Gascuña, en la Caleta gaditana y en el Sardinero santanderino, en Brighton y en Ostende. Allí estaba la que con el cabo de su quitasol canaliza la arena, y entre rectas y rasgos dibuja disimuladamente una cifra o una fecha, tan pronto borrada como concluída; la que vaga solitaria y grave con un libro entre las manos, más hojeado que leído; la olvidada de sí misma en la contemplación sublime del paisaje; la olvidada de paisaje y

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