dia, guerra de agüero dudoso, nutridas las huestes carlistas con tanto número de los mejores oficiales españoles, el combate de Vargas era testimonio y promesa a la bandera isabelina, de que por ella no se ahorrarían los pueblos que la alzaban de decisión y sacrificios. ¡Dios sabe y la patria si lo cumplieron! ¡Dios y la patria saben lo que el ejemplo de nuestros padres pudo, y el oirse en España, como premio a tanto ardimiento, llamar a su ciudad: La decidida! Partiendo de la confluencia, aguas arriba, el Pisueña riega hacia el Oriente el valle de Castañeda; más al Sur serpea el Pas por las vegas de Toranzo. Sálvalos la carretera sobre dos gallardos puentes: diéronsele de sillería al Pas por más caudaloso, sin duda; porque resuelto y potente quita caudal y nombre al Pisueña, que hubo de recibir entre la cantería del suyo entrepaños de ladrillo y barandaje de hierro; pero lujoso o modesto, no es menos cierto que ya por todas partes reciben y toleran yugo aquellos indómitos torrentes montañeses, acostumbrados a rodar turbulentos y espumosos, libres y tiránicos por su ilimitable madre, entre ruinas de estribos descepados y desmoronadas pilas. Subamos el Pisueña; angosto y breve es su valle; los árboles que le dieron nombre se han recogido a las faldas de los montes, donde retuercen sus huecos troncos y esparcen la impenetrable sombra de sus ramas espesas, dejando al sol y a agua tender en la llanada el más tupido y risueño terciopelo verde que puedan hollar viajeras plantas; la corriente apenas suena, y en ella se bañan blancos chopos y descoloridos sauces. Dejemos a la carretera seguir su pintoresco destino, cruzar las frescas huertas de Cayon, los páramos de Sobarzo al Mediodía de Cabarga, atravesar el valle de Penagos y llegar a los manantiales de Liérganes. A corto trecho del fin del Pisueña hemos dejado a la izquierda de la carretera la colegial de Santa Cruz de Castañeda, venerable monumento que vive entero todavía, si quebrantado por los años, sostenido por su fuerza propia, sin remozar el rostro con sacrilegos o bárbaros afeites, sin el prestado báculo de modernas reparaciones; anciano patriarca cuya existencia íntegra y austera no dió cebo a las corrupciones y deleites que preparan la decadencia humana, y al cual la muerte habrá de herir con golpe único, decisivo y súbito, como el del rayo que postra el roble centenario del monte. Cuando yo llegué al solo arco abierto de su doble ingreso; cuando dentro de sus bóvedas me bañó la frente ese vaho glacial que sueltan las construcciones seculares, sentí vergüenza, pero vergüenza profunda, de haber pasado tantas veces a tan corta distancia, sin desviarme del camino para visitarle. ¡Con cuánto afán medí sus ámbitos, palpé sus piedras, rastrearon mis ojos inscripciones y sepulcros para penetrar el sentido de sus letras y figuras indescifrables o maltratadas! Si es cierto que en toda obra humana vive algo del espíritu que la engendró, y el calor de un deseo vehemente y sincero engendra correspondencia entre las almas, la de la antigua colegiata debió perdonar a la mía la indiferencia pasada. De haberse hallado a solas, ¡quién sabe las revelaciones que el alma del viajero hubiera recibido del alma del edificio, espía invisible de conciencias, eco de preces, paño de lágrimas, fanal de la sagrada lámpara, confidente recóndito de miserias y heroísmos, espíritu formado y nutrido de la esencia de infinitas almas, testigo presente por siete siglos a los misterios sin nombre, renovados diariamente dentro del recinto sagrado, a la consagración mística sobre el ara, a la reñida pelea de afectos distintos, necesidades, pasiones y deseos dentro del pecho de los fieles, a los sombríos arcanos de la muerte junto a la fosa abierta y el cadáver tendido! Pero a la sazón ocupaba la nave central pueblo numeroso en son de duelo; alzado bajo el crucero un túmulo de estameña desgarrada y parcheada de rociones de cera; arrodilladas las mujeres en hileras delante de sendos hacheros guarnecidos con gruesos cirios ardiendo, y zumbando en el espacio la solemne liturgia funeral cristiana. Para no turbar las preces me refugié a la nave del Evangelio; a lo largo de sus muros, se dibujaban confusamente nichos anónimos, ataúdes gigantes cos de piedra labrados de misteriosas cifras y señales, digno encierro de heroicos despojos; y ya a los pies de la nave un bulto yacente, cuyo perfil humano dibujaba la poca luz reci-, bida por una angosta saetía de la cabecera. Figura de varón eclesiástico, puesto que cubre sus manos enlazadas bajo el amplio embozo, hincado en el hombro izquierdo un lazo o insignia, de espaciosa faz, nobles facciones, copiosa barba y melena movida en ondas, dormía caídos los párpados, sorda a las temerosas cláusulas del dies iræ que estremecían el ambiente, amortajada por los años que han vestido a la piedra la obscura pátina del bronce. ¿Quién es? ¿Las letras abiertas en la pared inmediata se refieren a éste o a otro muerto? Ciega piqueta las tocó en ma hora, y con idea al parecer de ponerlas todas uniformes y simétricamente, alteró los caracteres y mató su sentido. Lo que de la inscripción sobrevive, dijo así a mis ojos: AQUI IACE MUNO GONÇALEZ..... DE CASTAÑEDA QUE DIOS PERDONE. EN LA ERA DE M E CCCLXVIIII AÑOS. Queda sin leer el apellido que sigue al patronímico-¿será de Lara? Esta casa tuvo señorío de añejo tiempo en estos parajes. Y otra palabra, que probablemente indica la dignidad del sepultado, y acaso dice abad (1). Calló la salmodia, oí secas y menudas pisadas de clavos sobre el pavimento, y el arrastrar desapacible de malcalzadas suelas femeninas, semejante al rumor de la espuma sumida por la arena de la playa; comenzaron luego los murmullos confusos de grupos bajo el pórtico exterior, y cuando quedó la iglesia desierta, pude a sabor examinarla. Debo desengañarte, lector, si has imaginado que mi entusiasmo por la vetusta iglesia nace de su imponente arquitectura, de novedad o audacia rara en su traza y edificación, de riqueza en sus materiales, de extensión considerable o de sin (1) Assas leyó años hace la inscripción completa de este modo: aquí YACE MUNIO CONÇALÉZ, ABAD QUE FUÉ DE CASTAÑEDA, QUE DIOS PERDONE, AÑO DE LA ERA DE MCCCL.XVIII.-A. C. 1331. gular hermosura. Su mérito está para mí en la edad, su interés en la época a que pertenece. Levantáronla hombres de caudal limitado, de no primorosas manos, pero empapados en tradiciones puras, arrancando a la vecina montaña el asperón jalde, blando a la labra, ligero al acarreo, al cual presta el sol meridiano ese rico cálido tinte de oro que baña las almenas y escudos de nuestros solares. Su estilo nacía apenas recobrado el universo cristiano del terror de las profecías milenarias: el mundo entraba en su undécimo centenar sin perturbación, sin accidente que a la temerosa expectativa de su fin respondiese, corría por los primeros años del siglo sin extrañas desolaciones, sin monstruos nuevos, sin que aparecieran los horrendos presagios prometidos. La tierra no padecía otro castigo que la guerra y sus miserias, azote común y añejo, tolerable a pesar de sus horrores, comparado a las plagas anunciadas como mensajeras de la agonía de la creación. El orden admirable de los astros, la luz del sol, los orbes de la luna, la sucesión del día y de la noche; las mudanzas estacionales, la acción fecunda de los elementos, se producían y manifestaban con regularidad constante, según la ley primera y no interrumpida de su ser; y los hombres, volviendo del asombro primero, mejor dispuestos a creer en la misericordia infinita de Dios que los perdonaba, que a renegar la ciega fe en sus profetas visionarios, sentían recrecer su ardor devoto. Los primeros templos erigidos entonces, los templos nuevos en que se atropellaba la supersticiosa muchedumbre agradecida a la prolongación de días trabajosos e inseguros, pertenecían al estilo de la colegial de Castañeda, al que doctos clasificadores apellidaron mucho más tarde: románico.—¡Cuántas de esas figuras e historias que esparce en muros y capiteles, fueron clara alegoría del estado general de los espíritus en semejantes días! Ingenios perspicaces, ayudados por las meditaciones y el estudio, se han fatigado en buscar su recóndito sentido, y entonces se lo encontraban natural y fácil turbas ineruditas y rudas. Los artífices de Castañeda no dieron campo a su fantasía; emplearon su estilo en la austera sencillez de sus elementos primitivos; corrieron sus bóvedas de cañón a lo largo de las naves, las partieron con arcos de medio punto, y sobre los cuatro torales del crucero trazaron un tosco arquitrabe anular, cubriéndole de un cascarón esférico, sirviéndose para pasar de la planta rectangular al círculo, de aquellas bovedillas de arquivoltas salientes, concéntricas y a descubierto, rudimento y generación primera de la elegante pechina de Bizancio; pegaron las columnas a los hastiales, coronaron sus fustes con un esbozo de hojas griegas, y sellaron la obra, bordando su coronamiento exterior con cordón de labrados canecillos, y partiendo la seca alzada del ábside con imposta de escaques y cintas que rodea y dibuja el marco de sus angostas luceras. Patronos y fundadores de ella se titulaban los condes de Castañeda, marqueses de Aguilar, de la poderosa casa de los Manriques de Lara; fundadores de la colegial, que la iglesia existía un siglo acaso antes de que el linaje de Manrique se ilustrara y hacendase en Castilla (1). Y en uso de tal posesión, don Juan Fernández Manrique, marqués de Aguilar y conde de Castañeda, embajador de Carlos I en Roma, consiguió del papa Paulo III que se suprimiera la colegial, anejándola el año de 1541, con las de Escalada y San Martín de Elices, a la colegial de Aguilar, villa predilecta del magnate (2). Este ilustre apellido de Manrique suena en los valles dej Mediodía cántabro, como suenan en los valles de Occidente los otros no menos ilustres de Mendoza y de la Vega; los pueblos de una y otra comarca resistieron recibirlos como señores; la nobleza territorial pobre, pero altiva, no quería reconocer superior fuera del rey y sus ministros; tardaron los gran (1) Manriques y Guzmanes, según los genealogistas, proceden de estirpe implantada en España por aventureros venidos en el siglo xi de allende el Pirineo a guerrear en nuestras comarcas.-En la escritura número 57 del libro de Regla de Santillana, firma como testigo Juan, abad de Castañeda en 1073. (2) Flórez.-Esp. Sagr., tomo XXVII, pág. 1. |