El clero, natural depositario de la fe, se había contaminado como las demás clases, y participaba de la general corrupción. Isabel, educada en las máximas de la más rígida moral, piadosa por inclinación y por sentimiento, sinceramente devota, severa en el cumplimiento de sus deberes religiosos de mujer y de reina, profundamente respetuosa de la dignidad del sacerdocio, protectora de los eclesiásticos virtuosos é ilustrados, á quienes buscaba y encumbraba, pero inexorable con los que empañaban con los vicios su alto ministerio, á los cuales corregía con dureza ó castigaba con rigor; dulce por carácter, pero enérgica por convicción y por deber, Isabel hizo de un clero disipado un clero ejemplar, y una mujer joven obró una revolución saludable en la Iglesia española, que no hubiera podido esperarse sino de un consumado pontífice. La reforma de las órdenes monásticas ejecutada por Isabel y por el virtuosísimo Cisneros, es una de las más bellas páginas de este reinado. Nunca, sin embargo, consintieron los dos monarcas ni que el clero de España ni que la corte misma de Roma se intrusaran en las atribuciones de la potestad civil. Igualmente celosos ambos del mantenimiento de las regalías de la corona, igualmente cuidadosos de que nadie traspasara la conveniente línea divisoria del sacerdocio y el imperio, y de que se diera á Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, en cuantas ocasiones observaban ó actos ó aspiraciones en la Santa Sede con tendencia á menoscabar el regio patronato de la Iglesia española, ó á invadir el terreno de los poderes temporales, jamás dejaron de oponerse con igual firmeza y energía. Con la misma resolución en este punto, la diferencia entre Fernando é Isabel solía estar sólo en la forma de la manifestación según la condición de sus genios. Isabel resistía las pretensiones del pontífice con entereza, pero con respetuosa dignidad; el vigor de Fernando degeneraba en casos dados en dureza. Isabel, defendiendo su prerrogativa en el negocio del obispado de Cuenca, y siendo sus reclamaciones desestimadas por la Santa Sede, prescribía á sus súbditos que saliesen de Roma, y ordenaba al legado pontificio que evacuase la España: Fernando, ofendido del pontífice en el negocio de la cava, mandaba al virrey de Nápoles que hiciera enforcar al cursor del Papa (1). Con estas ideas parece extrañarse más que los Reyes Católicos fuesen los fundadores de la Inquisición, y los expulsadores de los judíos y los moriscos, esto último contra lo pactado en solemnes capitulaciones. Ciertamente sería más consolador no tener que mencionar tales actos que haber de buscar razones para excusarlos en lo posible. «Mas con el principio religioso, decíamos poco há, pueden por desgracia coexistir la superstición y el fanatismo. » «Apresurémonos, dijimos en nuestro Discurso preliminar, á hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, á quienes ella miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma (1) Véanse sobre estos puntos los capítulos II y X del libro precedente, y el apéndice correspondiente y del celo religioso de la reina. El siglo dominó en esto aquel genio, que en lo demás había logrado dominar al siglo. Quiso sin duda hacer una. institución benéfica, y levantó, contra su intención, un tribunal de exterminio.» No olvidemos, añadimos ahora, que diez años antes de subir al trono Isabel de Castilla el pensamiento de la creación de un tribunal inquisitorial era ya una idea popular en el reino, y se hizo una tentativa para establecerle. El haberse visto envuelta y arrastrada por el torrente de una opinión, podrá ser una lamentable desgracia, mas nunca será un crimen. De la proscripción de la raza judaica hemos dicho lo bastante en el número IX de estas consideraciones. ¿Entró en la intención de los Reyes Católicos faltar á lo capitulado en la Vega de Granada, bautizando por fuerza á los moros rendidos y arrojándolos del suelo español? No hay sino recordar aquellas palabras que les dirigían desde Sevilla «Sepades que nos es fecha relacion que algunos vos han dicho que nuestra voluntad era de vos mandar tornar é haceros por fuerza cristianos: é porque nuestra voluntad nunca fué, ha sido, ni es que ningun moro torne cristiano por fuerza, por la presente vos aseguramos é prometemos por nuestra fe é palabra real, que no habemos, de consentir dar logar á que ningun moro por fuerza torne cristiano: é Nos queremos que los moros nuestros vasallos sean asegurados é mantenidos en toda justicia como vasallos é servidores nuestros.» «Sed ciertos, les repetía Isabel en otra carta, que el Rey mi Señor é Yo vos mandaremos tener en justicia é paz é sosiego, é si necesario es, de nuevo por esta mi carta os aseguro por esta mi fe é palabra real que el Rey mi Señor é Yo no consentiremos ni daremos logar que ninguno de vosotros ni vuestras mujeres é fijos é nietos sean tornados cristianos por fuerza contra sus voluntades, antes queremos é es nuestra merced que seais y sean guardados é mantenidos en toda justicia como buenos vasallos nuestros, segun que en la dicha carta del Rey mi Señor é mia es contenido. >> ¿Cómo se concilia con tanta piedad, con tan solemnes palabras, y con tan humanos y generosos sentimientos, el quebrantamiento de la capitulación, los bautismos forzosos y la ruda expulsión de los moriscos? Si tal vez estos mismos no fueron los primeros á romper las condiciones del pacto rebelándose contra sus nuevos señores, así les fué persuadido á Fernando é Isabel. La exaltación de los ánimos, consecuencia de una guerra porfiada, hizo lo demás. Si el fanatismo tuvo parte en aquellas crueles medidas, ¿será cosa que deba asombrarnos? Todavía á fines del siglo XVI un obispo español (el de Orihuela), comentando los libros de los Macabeos, escribía y enseñaba que cualquiera podía quitar impunemente la vida á los herejes, infieles y renegados; que los reyes de España debían exterminar á los moros, ó á lo menos echarlos de sus dominios; ponía en cuestión si los hijos podían asesinar á sus padres herejes ó idólatras, y tenía por lícito y corriente hacerlo con los hermanos, y aún con los hijos. Si un prelado tenía estas ideas y enseñaba estas máximas á fines del siglo XVI, ¿cuántos las tendrían y enseñarían á principios del mismo siglo? Sepamos hacer apreciación de las ideas y del espíritu de cada época. XI. Hácense á los españoles y á sus reyes, á la nación en general, dos gravísimos cargos, uno moral, otro económico, sobre una materia en que si bien los mayores abusos y errores se refieren á los reinados siguientes, indudablemente tuvieron principio en el de los Reyes Católicos, á saber; las crueldades cometidas por los españoles con los habitantes del Nuevo Mundo, y su funesto sistema de administración colonial. Hay por desgracia en el primer cargo una buena parte de verdad, pero hay también por fortuna una buena parte de exageración. ¿Cómo hemos de negar que los españoles no trataron á los indios con la consideración que la humanidad, la religión y hasta su interés propio les prescribían, y que en vez de conducirse con ellos como civilizadores benéficos se condujeron como rudos conquistadores? Desgraciadamente se aunaron para esto las dos pasiones que endurecen más el corazón humano, el fanatismo y la codicia; el fanatismo engendrado por la lucha religiosa de tantos siglos, y la codicia excitada por las riquezas mismas de aquel suelo. La idea fatal, entonces muy común, de que era lícito disponer de las vidas de los infieles, y la sed de oro que aquejaba á los aventureros que iban á la conquista del Nuevo Mundo, los concitaba á hacer de los desgraciados indígenas meros instrumentos de explotación para su enriquecimiento. Esto es verdad, aunque verdad que está muy lejos de poder ser aplicada á los españoles solos. Pero también lo es que el tiempo ha venido á paten. tizar hasta qué punto se han abultado los excesos y demasías de los españoles en las regiones del Nuevo Mundo. No hay ya hombre de sano criterio que no considere como evidentemente exageradas las terroríficas relaciones de crímenes, el espantoso catálogo de horrores y las declamaciones hiperbólicas del célebre Fr. Bartolomé de las Casas y de los misioneros dominicos; de aquellos dominicos que después de haber encendido en España las hogueras de la Inquisición, se constituyeron en América en apóstoles de la humanidad, desplegando allá una especie de fanatismo humanitario en favor de los infieles del Nuevo Mundo, casi tan extremado como había sido aquí su fanatismo religioso contra los infieles del Mundo antiguo. Las relaciones del padre Las Casas han sido el arsenal de donde los escritores extranjeros han tomado las armas con que tan sin piedad nos han herido; y los accesorios horribles con que el religioso español creyó deber sobrecargar su historia, tal vez buscando por la exageración el remedio, han hecho más daño á la fama de los conquistadores de América que el fondo de verdad que hubiera en sus excesos. Sabido es sin embargo y confesado por todos, incluso el mismo historiador dominicano, que aquellas demasías y crueldades no comenzaron sino después del infausto suceso de la muerte de la reina Isabel. Mientras vivió esta magnánima reina, los naturales de la India tuvieron en ella una amiga constante y una protectora eficaz. Siendo todo su afán la civilización de los habitantes del Nuevo Mundo por la doctrina humanitaria del Evangelio, y su propósito el de hacer de los indios ciudadanos españoles y no siervos, súbditos y no esclavos, jamás salió de su boca ni palabra, ni ordenanza, ni ley, sino para mandar que los colonos de América fueran tratados con la mayor dulzura y consideración; hasta en sus últimos momentos se acordó de sus infelices indios, y al despedirse del mundo les |