Imágenes de páginas
PDF
EPUB

peruanos en canoas con bastimentos de toda clase en vasos de oro y plata, metales que brillaban en abundancia en sus habitaciones. Por lo mismo que mostraba ser un país tan rico, y al propio tiempo tan populoso, que fuera temeridad intentar su conquista con tan pobres medios y tan poca gente, creyó Pizarro que volviendo á Panamá y enseñando los magníficos vasos de plata y oro y las finísimas telas de lana y algodón que de muestra llevaba, no podría menos de ser auxiliada su empresa (1527). Mas se equivocó en su cálculo; el gobernador se negó á ello; en Pedrarias no tenía confianza: y como los tres asociados hubiesen apurado ya sus recursos, tomaron la resolución de dirigirse á la corte misma de España, para lo cual pudieron reunir algunos fondos. El encargado de esta comisión fué el mismo Pizarro.

A su arribo á Sevilla (1528) se vió encarcelado á instancias del bachiller Enciso, en virtud de sentencia que éste tenía ganada por cuentas atrasadas con los primeros vecinos del Darién. Pero puesto luego en libertad por orden del gobierno, presentóse en Toledo al emperador Carlos V con un aire de dignidad y de nobleza, que nadie había podido esperar del antiguo guardador de puercos. Encontróse allí con Hernán Cortés, que á la sazón había ido á justificar ante el monarca su conducta de las calumnias ó sospechas con que se le había querido mancillar. De modo que el afortunado soberano, á quien los españoles acababan de hacer dueño de Italia y casi árbitro de Europa, daba al propio tiempo audiencia á otros dos españoles, de los cuales el uno ofrecía á sus pies la corona de un vasto imperio en el Nuevo Mundo, y el otro le prometía la adquisición de otro imperio más opulento y más dilatado.

Pizarro le hizo una pintura tan viva, tan animada y discreta de los países que había descubierto y de los trabajos y miserias que había pasado por ganarlos y difundir en ellos la fe cristiana, que no sólo le prestó auxilios, sino que le hizo caballero de Santiago, le nombró gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en Nueva Castilla (que así se llamaba entonces el Perú) con el título de Adelantado de la tierra (26 de julio, 1529), dignidad esta última que se había comprometido á solicitar para su compañero Almagro, en lo cual procedió ciertamente Pizarro con tanto exceso de ambición como falta de nobleza. Don Fernando de Luque fué nombrado obispo de Túmbez y protector general de los indios en aquellas partes. Cuando Pizarro volvió á Panamá (1530), llevando consigo. de Trujillo á cuatro hermanos suyos, indignóse justamente Almagro de la deslealtad de su compañero. y sólo por mediación de Luque, y obligándose Pizarro á no pedir al rey ni para sí ni para sus hermanos otra merced alguna hasta obtener para Almagro otra gobernación igual que comenzase donde acababa la suya, pudo conseguirse que se reconciliaran de algún modo los antiguos asociados. Con esto Pizarro se dió otra vez á la vela con tres pequeñas naves y ciento ochenta y tres soldados (1531).

Cuando después de nuevos trabajos y penalidades arribó la flotilla otra vez á Túmbez, lejos de hallar Pizarro la hospitalidad de la vez primera, no encontró sino disposiciones muy hostiles, porque habían llegado á conocimiento de aquellos habitantes las rapacidades cometidas por los españoles en otros puntos. Conoció Pizarro que era forzoso emplear la

fuerza, y haciendo una marcha rápida y violenta á la sombra de la noche, sorprendió el ejército enemigo que mandaba el cacique de la provincia, y haciendo evolucionar los caballos, que en el Perú como en Méjico tomaban por monstruos, teniéndolos por una misma cosa con el jinete, y sucediéndole lo que á Hernán Cortés en Tabasco, ahuyentó los enemigos poseídos de terror, mató algunos de ellos, y recibió pronto una embajada del cacique enviándole regalos y pidiéndole la paz.

El dios que adoraban los peruanos era el Sol, al cual estaban consagrados los templos. La Luna era también para ellos una divinidad de orden inferior. Había entre ellos cierta comunidad de bienes, de placeres y de trabajos, y al fin de cada año se hacía una repartición de tierras á cada familia. El imperio de los Incas, hijos del Sol, fundado por Manco-Capac y por su mujer Mama-Ozello, contaba entonces, según su tradición, cerca de cuatro siglos de antigüedad: habíanse sucedido doce reyes, y habíase apoderado últimamente del trono Atahualpa, después de haber vencido en guerra civil, despojado á su hermano Huascar, y mandado matar á todos los hijos del Sol de que pudo apoderarse.

Avanzando Pizarro desde Túmbez en dirección Sur, fundó á la embocadura de un río la primera colonia con el nombre de San Miguel. A poco recibió una diputación de Atahualpa pidiéndole una entrevista, que se verificó en Caxamalca, presentándose el Inca con toda la pompa de un gran soberano. Mas en esta especie de parlamento pacífico, so pretexto de haber menospreciado el Inca los símbolos del cristianismo que le presentó el dominicano Valverde, dió Pizarro la orden de ataque. Al fuego y ruido de los mosquetes y al aspecto de la caballería española, diéronse á huir aterrados los indios; la muerte sin embargo los alcanzaba, enviada por los arcabuces de los mosqueteros y por las espadas de los jinetes. Pizarro se precipita sobre los que aun defendían á su rey, rompiendo hasta llegar á Atahualpa, á quien hace prisionero asiéndole de un brazo. Las riquezas en oro, plata y telas de que se apoderaron los españoles después de esta terrible victoria excedieron á cuanto ellos habían podido imaginar (noviembre, 1532).

Encerrado Atahualpa en una pieza de 22 pies de largo por 16 de ancho, ofreció al caudillo español que la llenaría de oro hasta la altura á que él alcanzase con la mano, si á esta costa quisiera restituirle la libertad. Gustosísimo aceptó Pizarro la oferta, y en su virtud el cautivo monarca hizo venir de Cuzco, Quito y otras ciudades del imperio cuanto oro pudo recogerse. Mas como la sala no se llenase con la brevedad que Pizarro apetecía, fué menester que tres soldados españoles pasasen á Cuzco para cerciorarse de que no era irrealizable lo que Atahualpa había ofrecido. Estos comisionados se quedaron absortos á vista del oro y la plata que en increible abundancia encerraban los palacios del rey y los templos del Sol, y en su sed de enriquecerse arrancaban con sus manos las láminas de oro que cubrían las paredes de los templos, escarneciendo sus dioses, abusando torpemente de las mujeres, y cometiendo toda clase de excesos.

Súpose en esto que Almagro acababa de arribar con refuerzos á la colonia de San Miguel, y Pizarro se apresuró á repartir el oro entre los suyos, tocando á cada uno cuantiosas sumas, que muchos quisieron venir á

1

disfrutar pacíficamente á España. Mas aunque se había reservado el valor de cien mil pesos á Almagro, quejóse éste amargamente de la desigualdad del repartimiento, y de que Pizarro se había adjudicado la mayor parte. A fuerza de regalos y promesas aplacó otra vez Pizarro á su compañero, y los dos quedaron nuevamente reconciliados (1533).

Poco valieron al infeliz Atahualpa los sacrificios por su rescate. Denunciado como autor de una conspiración horrible, por un miserable llamado Felipillo, sometiósele á un tribunal que le condenó á ser quemado vivo. El mismo Pizarro le intimó la sentencia. Lágrimas, ruegos, ofrecimientos, todo lo empleó en vano el prisionero; lo único que hizo Pizarro fué conmutarle la pena de hoguera en la de garrote, y eso porque había accedido á bautizarse. Así expió Atahualpa los crímenes con que había manchado su elevación al trono. Su muerte produjo la turbación y la anarquía en el imperio, y su familia fué ferozmente sacrificada por un general ingrato. Aprovechándose Pizarro de este desorden, y habiendo recibido refuerzos de Panamá, avanzó hasta la capital, donde entró con poca resistencia. El oro que hasta entonces habían visto los españoles, era muy poco en comparación del que hallaron en Cuzco: este metal llegó á perder su valor hasta entre los soldados.

Noticioso y envidioso de tanta riqueza el capitán Belalcázar, á quien Pizarro había dejado encomendada la colonia de San Miguel, formó el proyecto de apoderarse por su cuenta de la gran ciudad de Quito, y lo consiguió á fuerza de valor y de constancia, y de superar dificultades que parecían invencibles. Pero engañóse en sus codiciosas esperanzas, pues no sólo no encontró el resto de los tesoros de Atahualpa que iba buscando, sino que los habitantes al abandonar la ciudad se habían llevado todos los objetos de algún valor.

Cuando así marchaba la conquista, hubo motivos para temer que estallara una guerra fatal entre los mismos caudillos españoles. Alvarado, uno de los más valientes capitanes de Hernán Cortés, noticioso de los triunfos de Pizarro, y no bien hallado con la quietud del gobierno de Guatemala que entonces tenía, corrióse con sus tropas al Perú, y después de sufrir en su marcha grandes fatigas y horribles padecimientos, presentóse también delante de Quito. Salieron á su encuentro Almagro y Belalcázar, y cuando se temía de un momento á otro un choque sangriento entre ambos ejércitos, afortunadamente no faltó quien intercediera con interés y con éxito en favor de la paz, y contentándose Alvarado con un donativo de cien mil pesos como indemnización de los gastos de su expedición, prometió renunciar á todo proyecto contra el Perú y volverse á su gobierno de Guatemala. Pizarro, que deseaba también libertarse de un rival tan temible, le hizo presente de otra igual suma, y Alvarado agradecido le dejó al retirarse casi toda la tropa que mandaba (1534).

Entonces fué cuando Francisco Pizarro se dedicó á realizar el proyecto que había formado de fundar una ciudad que fuese el centro de sus conquistas y la residencia de su gobierno. Eligió para ello un valle agradable y fértil, y ejecutáronse con tal actividad las obras, que en un momento se vió levantada como por ensalmo una gran población con palacios y casas magníficas. Esta ciudad era Lima (1535).

Había entretanto venido á España su hermano Fernando con el oro y la plata que constituía el quinto del emperador, y que se elevaba á una cuantiosísima suma. La nación y su monarca participaron de igual regocijo, y no había elogios que no se prodigaran al conquistador del Perú. Diósele el título de marqués de las Charcas, y se le confirmó el de gobernador de aquellas regiones, que se nombraron Nueva Castilla, extendiendo su jurisdicción á otras setenta leguas más de la costa meridional. A Almagro, además del título de adelantado, se le dió el gobierno independiente del gran territorio de Chile, aunque no conquistado todavía. Estos nombramientos produjeron vivas disputas entre los dos conquistadores, que estuvieron á punto de dar el lamentable espectáculo de una guerra civil. Avenidos al fin por tercera vez los dos caudillos, y confirmado su ajuste en los altares con juramento solemne, Almagro partió para las deliciosas y fértiles regiones de Chile, donde no nos es posible seguirle en todos los obstáculos que tuvo que superar, ni en sus luchas con los audaces y robustos chilenos.

Una insurrección general de los peruanos contra los opresores de su país, á cuya cabeza se puso el Inca Mango, estalló de la manera más imponente. Por todas partes eran degollados los destacamentos españoles que cobraban los tributos en las provincias. Un ejército de doscientos mil insurrectos se dirige á atacar á Cuzco, otro casi igual acomete á Lima. De los tres hermanos Pizarros que defendían á Cuzco, Juan, Fernando y Gonzalo, el primero muere de una pedrada, los otros dos son acorralados en un barrio de la ciudad. Todas las partidas que el marqués Francisco Pizarro envía en su socorro, son acuchilladas en el camino, y él tiene harto qué hacer con atender á Lima. Por fortuna llega al valle de Jauja con un refuerzo considerable Alfonso Alvarado, hermano del gobernador de Guatemala, y con su auxilio derrota el intrépido conquistador del Perú al ejército sitiador de Lima, ahuyentándole á la montaña. Pero en esto Diego de Almagro, discurriendo que en su gobierno debe estar comprendida la provincia de Cuzco, marcha desde Chile con su ejército derecho á aquella ciudad, sorprende y derrota á los peruanos que ocupaban la mayor parte de la población, hace prisioneros á los dos Pizarros encerrados en un barrio de ella, revuelve contra Alvarado que marchaba á socorrerlos, seduce sus tropas en Abancay, y le hace prisionero también. Aconséjanle que quite la vida á los tres ilustres presos, pero Almagro rechaza la proposición, y se mantiene en Cuzco en expectativa de la resolución que tomara Francisco Pizarro (1537).

El imperio del Perú se ve dividido entre dos antiguos compañeros asociados con juramento, ahora terribles enemigos, que dominan en sus dos capitales, Almagro en Cuzco, y Francisco Pizarro en Lima.

En tan crítica situación, Pizarro, sin perder su serenidad, recurre para vencer á su adversario á mañosas y artificiosas negociaciones, entretiénele con proposiciones engañosas de reconciliación, hasta que lograda la reunión de sus dos hermanos y de Alvarado, y recibidos considerables. refuerzos, declara abiertamente á Almagro que está resuelto á que se decida la cuestión con las armas. Almagro, anciano ya, achacoso y herido, ordena que sus tropas al mando de su teniente, el valeroso Rodrigo Or

dóñez, le esperen en el campo de las salinas á media legua de Cuzco. Se da un combate sangriento entre los dos ejércitos españoles; el de Almagro flaquea; Ordóñez cae prisionero, y un soldado le corta la cabeza de un sablazo con bárbara ferocidad: el ejército de Almagro queda vencido (26 de abril, 1538). El mismo Almagro, testigo de la derrota desde un recuesto en que estuvo presenciando la batalla, busca su salvación en la fuga, pero es alcanzado y preso, y conducido con cadenas á Cuzco, que se rinde sin resistencia al vencedor. Su muerte es lo único que puede saciar la venganza de los Pizarros. Acusado del delito de alta traición y sometido á un tribunal, ya se sabía que los jueces le habían de condenar á la última pena. El anciano guerrero se siente abatido por la primera vez de su vida: invoca los recuerdos de su antigua amistad con Pizarro, implora compasión, alega la generosidad con que él se ha conducido con los hermanos Pizarros que tuvo en su poder, enseña su blanca cabellera por la cual ha pasado la nieve de setenta y siete inviernos, interesa y enternece á los soldados. pero no ablanda el empedernido corazón de los Pizarros. «Pues bien, exclama recobrando súbitamente su antiguo valor, libradme de esta vida, y sáciese vuestra crueldad con mi sangre.» Este hombre insigne sufrió la muerte de garrote en la prisión, y su cabeza fué cortada después en la plaza pública de Cuzco.

La crueldad de los Pizarros indignó á muchos, suscitó vengadores, y no faltó quien denunciara sus tiranías á la corte de España. Fernando Pizarro que se presentó en ella á defender su conducta y la de sus hermanos, escandalizó con el lujo más que regio de que hacía ostentación, y en vez del resultado favorable que confiaba conseguir, se creyó conveniente asegurar su persona, y fué arrestado primeramente en el alcázar de Madrid, y trasladado después al castillo de la Mota de Medina del Campo. Se envió al Perú en calidad de comisario regio á Vaca de Castro, hombre pundonoroso, severo é incorruptible, investido con las facultades de poner en otras manos el gobierno del Perú si lo creyese conveniente, y con la comisión de residenciar la conducta de Pizarro, que seguía ejérciendo allí un despotismo insolente, y distribuyendo á su arbitrio entre sus parientes y favoritos las tierras más fértiles y mejor situadas.

Mas antes que llegase el comisionado regio, otros se habían encargado de juzgar á Pizarro de una manera menos legal, pero más enérgica. Un oficial instruído y hábil llamado Juan de Rada, con quien se había educado un hijo del desgraciado Almagro, joven que revelaba la misma firmeza de carácter que su padre, hizo su casa el centro y foco de una conspiración para matar á Pizarro y sus allegados. El astuto Rada tuvo ardid para tranquilizar al gobernador sobre las sospechas que ya le habían hecho concebir de la conjuración; y tal era la confianza de Pizarro, fiado en su máxima: «el poder que tengo para cortar la cabeza á los demás, garantiza la mía, » que aunque recibió diferentes avisos, hasta del día en que se había de ejecutar el proyecto, siempre le tuvo por imaginario, y la única. precaución que tomó aquel día fué no salir de casa, y hacer que le dijeran la misa (que era domingo) en su palacio. Por lo demás comió á la hora de costumbre con los oficiales que tenía convidados (26 de junio, 1541). Aprovechándose el intrépido Rada de aquella imprecaución, sale de

« AnteriorContinuar »