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de estilo original y primitivo la acepción propia del verbo acreditar, usado en sentido de fiar, acepción que no hallo en el Diccionario de la Academia que tengo a la vista (1).

Mas, ¿quién desprovisto de plena y minuciosa erudición en las fuentes y primeras formas de la poesía popular, del conocimiento cabal de las épocas y transformaciones varias que tuvieron los conceptos e ideas primitiva y sucesivamente adoptados por ella, sería capaz de distinguir y señalar en el fárrago bastardo de las marzas montañosas, la pertenencia y origen de sus elementos varios, y en qué momentos y a qué propósito los tomó del romance caballeresco, del rústico, de la canción amatoria, la serranilla y el villancico, al cual pertenece sin duda la última estancia de las insertas? (2).

II

EXCURSIONES.-LOS JÁNDALOS.-HESPÉRIDES CANTABRAS

Bonum est nos hic esse; gocemos de la buena sombra: hagamos una mansión breve en estos parajes, empleándola en rápidos paseos, que al caer del sol nos traigan de nuevo a la paz y al descanso de este hogar cariñoso.

Otros, en fin, parecen sentencias o proverbios, como este de profundo sentido:

y el siguiente:

Antes me beséis,

que me destoquéis,

Dama, si queréis amor, amad,

que no es menos que una traducción ajustada y puntual de Séneca: si vis amari, ama. -La sentencia está en la Epístola IX a Lucilio, titulada De sapientis amicitia, pero es de Hecatón, filósofo de Rodas de la escuela estoica. Parecido pensamiento, no tan enérgico y preciso, se lee en Ovidio.—«Ut ameris, amabilis esto»-Ars amandi-II-107.

(I) Décima edición.-1852.

(2) A la marza inserta me refiero: en todos los valles de la Montaña son usadas; pero no habiendo tenido ocasión de recogerlas, ignoro si tienen otro aliño, dureza y corrección.

El paisaje es amenísimo; el lecho del Saja va por aquí hundido y silencioso, haciendo anchos pozos en que el salmón habita y se pintan, distintos y claros, árboles de la orilla, celajes del firmamento. Caminando a par del río van, por su orilla derecha, la carretera nueva; por su orilla izquierda, las trochas y veredas antiguas; y van hacia ocaso buscando ya los senos de los postreros valles cántabros y la raya de la tierra heroica de Asturias.

Tomemos por estos caminos, donde el peón deja al jinete y la carreta seguir la dura lastra y sueltos cantos, y se entra cómodamente por el blando sendero de la mies y el prado. Una aldea risueña, con aire de holgada vida y bienestar cumplido, nos mira desde un ribazo: Villapresente; más alta todavía por encima de las tejas y las copas de sus árboles, nos mira su hermana Cerrazo.

Enfrente y al Mediodía, encaramada sobre un cerro, Quijas, cuyo caserío ondea con el suelo en que asienta. Desde Cerrazo al río hay una mies de gruesas panojas, donde gustan de abrigarse las libres; desde Quijas al río un bosque soberbio, un despeñadero vestido de apretados y robustos árboles, cuyos misterios vigila en lo alto una atalaya, cuya entrada defiende en lo hondo un palacio solariego.

Si cruzas el río y te llegas al palacio, leerás en su fachada y debajo de un escudo cercado de lambrequines y trofeos: «Vi las armas relumbrantes-en los franceses blasones-de los fuertes Bustamantes-que vienen de emperadores-azules trece roeles-en campo de gran limpieza-y en orla de vencedoreslas tres celestiales flores.>>

Así compendiaban los genealogistas del siglo XV, en malos versos, la historia de las familias y el tradicional origen de sus armas. Así escribían Gratia Dei, Damián de Góes, y otros cronógrafos de artificioso y fantástico nombre.

Ya entonces el poder y la gloria de Castilla se concentraban en el trono y en la muchedumbre palaciega que le envolvía; ya olvidados del solar primitivo los descendientes de las heroicas tierras del Septentrión, se pagaban mejor de su título castella

do, de sus ópimas tierras andaluzas tomadas al moro y hasta del nuevo apellido ganado en el asalto de una villa que de su fosca torre perdida en las breñas cántabras, asturianas o gallegas, que de la caduca casa-fuerte, maltratada en las guerras intestinas. Ni gloria ni añejos timbres ayudan a sostener el cortesano atuendo, como ayudan pingües estados y rentas. Satisfacíanse los genealogistas con decir que el linaje traía su origen y su divisa de la clásica tierra, y para salvar dificultades de crítica y oscuridades densas, lo relegaban a tiempos de fábula. No se cuidaron del elemento histórico encerrado en cada una de esas reliquias venerables, y para lisonjear al poderoso bastóles encarecer los hechos y grandezas de épocas ilustradas por los inmediatos ascendientes suyos.

Queda, pues, por escribir el libro curioso de los blasones montañeses, como queda el que dijimos de las atalayas, o sea la dramática historia de la comarca en los siglos medios, como queda el de sus santuarios sin número, el de su organismo social, de sus concejos, juntas y behetrías y de sus hermandades marítimas.

La parte mayor de esas casas derramadas por nuestro horizonte, deben su enlucido, ampliaciones y restauro a caudales hechos en Andalucía.

Los montañeses de esta parte occidental de la provincia tienen hereditaria afición al Mediodía. Menos ambiciosos o no tan aventureros como sus hermanos de Occidente, no se dejan tentar por la vaguedad del Océano y la misteriosa lejanía y apartamiento de las provincias americanas. Tiéntales, en cambio, poderosamente aquella otra comarca que sus progenitores ganaron a lanzadas y de la cual oyen contar maravillas a sus contemporáneos.

El hombre, como la planta, no vive fuera de su clima nativo sin modificar su naturaleza, tomando cualidades propias del suelo en que arraiga y de cuyos jugos bebe. Así el jándalo es rumboso, enamorado y ponderativo. Menos paciente que el indiano, aguijado su amor propio y su amor a la patria por la menor distancia y las facilidades de salvarla, no aguarda para

visitar su aldea más que a poder presentarse con el conveniente lucimiento y majeza.

Dispone su jornada y mide el tiempo de camino para bajar en sazón y punto de celebrarse la más nombrada feria o ro mería de su valle o del valle vecino. Y en hora de la tarde, en que agotadas las emociones, embotada la curiosidad por el calor y la fatiga, se hallan los vecinos mejor dispuestos a saborear mejor lo inesperado y nuevo, hele aquí apareciendo jinete en una jaca de Zapata o del Saltillo, trotando largo, encogido sobre el arzón y renegando para sí de la frondosidad de los castaños, cuyas ramas bajan a besarle su rico y aplanchado sombrero de calaña, estorbando el ademán gallardo, la enhiesta apostura con que se prometió aparecer en la tela.

Llega apartando gentes a lo más apretado del concurso, y allí se pára y endereza el busto; amigos y conocidos acuden a felicitarle y darle la mano; él, afable, se deja lucir y da tiempo a que las mujeres deletreen a sabor su porte y vestido; a que las viejas, acurrucadas en círculos, le admiren diciendo: «¡Gran mozo está, bendito sea Dios!»; a que los chicos envidien sus patillas de chuleta y los mozos su cadena de reloj y su vistosa faja de colores.

En tanto los inteligentes pasan la mano por las ancas de la jaca, le pulsan los belfos y averiguan la edad del bruto, cuyos ijares laten agitados por la carrera; sus finos remos, acostumbrados al blando piso de los arrecifes andaluces, tiemblan azorados del brusco choque de las durísimas camperas y los cudones montañeses; pero menos tarda en sosegarse, que sus admiradores y críticos en ponerle tachas y recorrer sus primorosos jaeces de campo, obra de algún famoso talabartero je

rezano.

Aquellos momentos son solemnes, decisivos a veces, memorables siempre en la vida del jándalo.

Nunca sintió más fresco el cerebro, más alegre el corazón, más expedita la lengua; sírvele dócilmente su labia, habla mucho, tiene ocurrencias, hace gracia; se ve aplaudido y celebrado por el corro de los mancebos, por el enjambre de los chi

cos, por un cordón más apretado de muchachas casaderas puestas en fila, que sonríen meciendo con indolencia los abanicos y moviendo con el aire los flecos, enredados en las varillas, de su pañuelo de Indias pajizo o colorado, que las cruza el pecho. Luego se fijan en ellas los ojos del jándalo, aunque no falte quien diga o suponga que desde su llegada, y aparentando mirar a todas partes, no veían otra cosa; las interpela, ellas se ruborizan, callan y apresuran el abaniqueo; él no las tiene todas consigo, pero se serena preguntando a los que tiene cercanos el nombre de la una, la familia de ésta, el lugar de la otra, y se va reconociendo y recordando antiguas relaciones, y pregunta a las conocidas y echa una flor-¡bendita lengua española!-a la más guapa, y para no suscitar enojos remata el coloquio con un «¡Vaya un manojito de rosas!», que las aturulla y hace subir a cárdeno purpúreo el rubor de las mejillas.

Y en tal hora puede acontecer que desde el jinete a una de las coloradas pase y vuelva y torne a pasar una centella fugaz, invisible, que apenas tiene cuerpo y forma en el pensamiento, y, sin embargo, aprisiona y liga dos almas tan de firme que, para haberse de soltar, han de sudar lágrimas y llorar sangre, y así y todo, no lo consiguen sin quedarles heridas que nunca sanan ni se curan.

Se apea el jándalo, no sin dar dos vueltas a la mano de las riendas para que la jaca se revuelva y pompee su cola y estremezca las crines y salpique de blanco con su resuello a los más inmediatos. A pie y descalzos han venido siguiéndole los chicos de su lugar, sin más ambición ni esperanza que la de tenerle el caballo. El que logra tamaña fortuna no se trocaria por nadie en el mundo, como no fuese por el mismo jándalo, ideal insuperable, blanco de toda admiración, extremo de toda envidia.

Entonces acuden las vendedoras ambulantes de la fiesta, arvellaneras y rosquilleras.-El jándalo convida; hace colmar dos pañuelos anchos como manteles de una y otra golosina, brinda con ellos sucesivamente a la concurrencia, teniendo el

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