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pregunta, mandato, consolación o consejo, vagaba por el valle y las colinas.

Hallábasele a menudo en la fuente o junto al río, fijos los ojos contemplando su desconocida imagen en las aguas; y cuando en las calles del lugar era perseguido con voces y piedras por los muchachos, con palabras lastimeras por las mujeres, tan indiferente parecía a la compasión como al escarnio. Cierta mañana llegó a la puerta de la torre, y hallándola abierta, en vez de pasar de largo, según acostumbraba, se entró por ella. Las gentes del señor, o no vieron al loco o no se curaron de él; tomó por la escalera arriba y llegó a un aposento, sobre cuyo suelo, de recio castaño, posaba sin ruido sus pies descalzos. Puesto de bruces sobre el alto alféizar de una ventana, contemplando la campiña florecida y verde, meditando acaso hazañas, acaso maldades, estaba el caballero, vestida con gala militar la impenetrable cuera, ceñido el ancho puñal a la espalda. Su pie derecho batía en cadencia con el talón el piso, como recordando el compás de una canción, y la breve pluma de su gorra palpitaba al paso de la brisa montañesa, como si aun viviese prendida en el ala del ave que voló con ella. El loco se llegó callada y cautelosamente, y con agilidad y fuerzas sobrehumanas le echó una mano al cuello, apretó el sujeto busto sobre la piedra, y desnudando con la otra el colgante hierro se lo hundió una y otra vez en la garganta. Las gentes que cruzaban al pie de la torre oyeron un aullido ronco, un gemido, un estertor, y cuando alzaron la vista descubrieron el cuerpo del señor doblado sobre el alféizar; caíanle hacia fuera los brazos, trémulos y convulsos todavía, y le salía copiosa sangre del cuello, corriendo por la pared y goteando hasta el suelo.

Sobre la trágica ventana cuelgan su flotante pabellón las trepadoras; por el labrado hueco entran y salen las golondrinas, huéspedes de la deshabitada torre, y del alféizar bajan negros rieles hondamente estampados en la piedra: quizás son rastros de las lluvias, quizás huellas de la sangre vertida por el vengativo aldeano.

Tan vagas son las memorias del suceso, que en ellas no queda indicio de nombre ni de fecha. ¿Tendrán relación con él los Guevaras, señores de Treceño, por aquella doña Mencía de Ceballos, de quien hablamos al saludar las torres doradas de Escalante? (1).

Aquí nació Fray Antonio de Guevara, franciscano, obispo de Guadix y de Mondoñedo, cronista del emperador, pacífica figura en aquella encarnizada y breve discordia de las Comunidades, con más pasión juzgada, si cabe, por la posteridad que por los contemporáneos y participantes en ella. Fiel a su hábito penitente, Guevara predicaba la paz; con fueros de pariente trató de mover el corazón del ambicioso Acuña, e inspirado por su alto sentido del mundo y de los hombres, le escribía: «que era imposible que si los unos no se arrepentían y los otros no perdonaban, se pudiesen remediar estos reinos ni atajarse tantos daños» (2). Vana predicación a los oídos del pertinaz prelado que se había puesto en las mientes trocar su modesta mitra de Zamora por la espléndida primada de Toledo, y de la guerra únicamente y del triunfo de la bandera popular esperaba logrado su deseo (3).

Más allá de Treceño, el camino hace una cuesta, y al des¬ embocar sobre una abierta hondonada, en cuyo verde fondo corre un arroyo, descubre a su mano izquierda y arrimado a una loma, que le guarda de Norte y Este, un barrio del pueblo de Roiz llamado Movellan.

Es cuna del célebre Juan de Herrera, glorioso arquitecto de Felipe II. De aquí marchó adolescente apenas, puesto que, según sus propias palabras, «no había entrado aún bien en el

(1) En 1627 a 30 de Mayo se dió por el rey Don Felipe III título de vizconde de Treceño al don Luis Ladrón de Guevara, que fué también primer conde de Escalante, y del cual queda hecha mención en lugar oportuno.

(2) Véanse sus cartas.-Tomo I del Epistolario en la Biblioteca de Rivadeneira.

(3) Más altos pensamientos le atribuyeron sus contemporáneos: Gonzalo Fernández de Oviedo, en sus Quincuagénas le pone esta divisa: "Nunca mitra me hastiara, hasta lograr la tiara“.

uso de la razón» (1), adonde llamaba entonces a todo español alentado el espíritu de los tiempos, a Italia (2). Era, sin embargo, tan niño, que tres años después, en el de 1551, se veía precisado a volver a España «por no tener edad-dice él mismo-de poder servir en las cosas de la milicia, a que naturalmente me aficionaba».

Cumpliósele este gusto de ser soldado al cabo de dos años, y en 1553 volvió a Italia, sirviendo en la compañía del capitán Medinilla. Hubo de distinguirse en las campañas de Piamonte y Lombardía, puesto que pasó a la guardia de arcabuceros a caballo de don Fernando de Gonzaga, siguiendo a este insigne capitán a Flandes, cuando las necesidades de la guerra le llevaron a desempeñar mando en aquellos países. Vuelto Gonzaga a Italia, pasó Herrera a la guardia del emperador, en la cual y en la del rey don Felipe II continuó sirviendo hasta que en 1563, sin decirnos la causa, trocó el caballo por el andamio, y el arcabuz y los frascos por el compás y el nivel, entrando a ayudar al famoso don Juan Bautista de Toledo en la fábrica maravillosa del Escorial.

Caso singular el de un soldado que lleva bajo la coraza vocación de artista, que aprovechaba los ocios de la tienda y del alojamiento en delinear y aprender los elementos de la construcción civil; pues tanto es frecuente el comercio y vida común de armas y letras, tanto es poco vista la unión de armas y artes. En nuestra España tan rica en vocaciones dobles, apenas hallamos otro ejemplo fuera de aquel famoso pintor y capitán Juan de Toledo, y aun éste, dando paso a lo militar sobre lo pintor, mereció llamarse Toledo el de las batallas, porque eran ellas asunto preferido y casi único de sus lienzos. Ni es la profesión de arquitecto fácil y para improvisada, y

(1) Memorial de servicios al rey, inserto por Llaguno.-Tomo II, documento núm. XXII.-10.

(2) Cean Bermúdez, en sus notas a Llaguno, presume que hizo este viaje en la comitiva del príncipe heredero don Felipe, cuando en 1518 fué por Italia y Alemania a Flandes a hacerse reconocer por aquellos Estados.

si el guardia del emperador era estimado capaz de ayudar al principal maestro y proyectista de San Lorenzo, y aun de sucederle poco tiempo después y ocupar su lugar en la dirección superior del monumento, sin duda venía preparado de sólida manera a merecer tan rápido y feliz concepto.

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Mas si, como parece probable, asistió a los desmanes de la guerra, si vió el ningún respeto que a sus furores y tiránicas realidades inspiran las maravillas de la arquitectura, y fué tal vez testigo o actor en el estrago de curiosos y venerables edificios, ¿cómo persistía en el marcial oficio, en tales violencias dolorosas sin duda par su alto ingenio y corazón de artista? Acaso entre las artes del diseño es la arquitectura la que menos pide al corazón; la invención y el gusto, que Mengs ponía como condiciones esenciales de ella, proceden de sosegada y fría especulación. Es también por su índole especial la que mayor distancia pone entre la concepción y la obra, entre la idea y la forma, entre el cerebro y la fábrica. El discurso del alarife y la mano del obrero no están como los del pintor y el estatuario en comunicación íntima y directa con el cerebro inventor, donde los gérmenes bullen y la creación se condensa y define lenta y cuidadosamente, tal vez a medida que se va traduciendo en formas visibles, y hallando quizás en su desarrollo sucesivo avisos que la corrigen y mejoran, medios que facilitan el término y perfección del trabajo.

Cean supone que en Bruselas se entregó Herrera a su afición a las proyecciones, trazas y demás artificios geométricos; ¿pero cabe imaginar que la estancia en Italia no influyera en organismo tan maravillosamente dotado para la arquitectura? Desgraciadamente justifican la suposición del ilustre crítico, o por lo menos la omisión de juicio alguno de su parte sobre la influencia italiana en el genio del insigne montañés, sus obras mismas, de cuya admirable solidez y regularidad exclusivamente preocupado, no supo o no quiso vencer la sensación fría que ambas cualidades, cuando solas y entregadas a sí mismas, producen en el observador.

Es verdad que Herrera no llegó a Roma, no pudo ver las

obras de Bramante y de San Gallo, tan armoniosas y suaves tan risueñas a pesar de su austero clasicismo; pero anduvo en Génova, donde reinaba Alessi, y sin duda visitó a Verɔna, donde acababa de florecer frá Giocondo, donde vivía San Micheli: y acaso llegó a Vicenza, donde era señor y privaba el preceptista de la época, rector y maestro del arte en el renacimiento greco-romano, Palladio. Y si asistió a la guerra de Sena, como Cean cree, pudo ver las obras del purista Peruzzi y conservar la impresión de la gracia que animaba al que por algunos ha merecido ser llamado el Rafael de la arquitectura. Pero acaso su genio, como el de Miguel Angel, era refractario a esa cualidad misteriosa y delicada que, unida a la fuerza, constituye el ideal acabado de lo bello.

La gracia es precisamente la condición negativa de la arquiectura de Herrera. En el templo escurialenșe mostró cuanto, se le alcanzaba en proporción y armonía, y los fresquistas le ayudaron a templar la glacial severidad de su numen; en el alcázar de Toledo es modelo acabado de majestad y elegancia; en la puerta célebre del puente de Córdoba adivina el no sé qué singular de los monumentos romanos, mezcla de cualidades diversas, difíciles de demostrar y largas de exponer; y en todas partes se muestra constructor audaz, físico experto y geómetra prodigioso. Sin embargo, algo falta en sus obras que se halla en aquellos admirables palacios de Roma; Farnesio, que ideó San Gallo y labraron después de él Buonarotti y Vignola; Massimi, que labró Peruzzi; en aquel templete maravilloso de Bramante en San Pedro in Montorio, construído a expensas de nuestros Reyes Católicos, joya de gallardía, primor y ligereza, erigida dentro de un cerrado claustro, como en cautela de las manos de un salteador atrevido.

En tanto razonamos acerca del inmortal arquitecto, el camino nos lleva a una altura desde la cual, a la derecha mano, descubrimos risueño horizonte, y blanqueando en él la iglesia de Udías, u Odías, que consagró, en 1099, el obispo de Burgos don García de Aragón (1). En Udías parecieron hace años (1) Flórez.-Esp. Sagr., t. XXVI.

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