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mayo, 1539), á poco de haber dado á luz un niño también sin vida. La muerte de esta excelente señora fué muy sentida y llorada en todo el reino, porque á su notable hermosura reunía las más bellas prendas del alma, y adornábanla grandes y muy excelsas virtudes. Contaba entonces treinta y ocho años de edad, uno menos que su marido. Hiciéronsele suntuosísimas exequias, y fué llevada á enterrar á la real capilla de Granada, con numerosa y brillante procesión de prelados, clérigos, grandes, títulos y caballeros. Hasta el rey Francisco I de Francia le hizo unas solemnísimas honras fúnebres (1).

CAPÍTULO XXII

LIGA CONTRA EL TURCO.-MOTÍN Y CASTIGO DE GANTE

De 1539 á 1540

Compromisos y consecuencias para España de la liga contra el turco. - Discordias entre los almirantes español y veneciano.-Conflicto de españoles en Castelnovo.-Su heroísmo y su trágico fin.-Triunfo funesto de Barbarroja.—Alzamiento y revolución en Gante y sus causas. Perplejidad del emperador.- Determina ir por Francia.-Caballeroso y cordial recibimiento que le hizo el rey Francisco.-Festejos que le hacen en París.-Disimulado y falso proceder de Carlos.-Marcha á Flandes. -Sofoca la rebelión de Gante.-Medidas y castigos crueles.-Desembózase con el rey de Francia, y le niega abiertamente la cesión de Milán.-Justo enojo del francés. -Vaticínanse nuevos rompimientos.-Demandas de los protestantes de Alemania, y respuesta del emperador.

Cuando el condestable de Castilla, con acento elocuente y varonil, eco de la opinión de la grandeza castellana, aconsejaba á Carlos V en las cortes de Toledo que suspendiera las guerras que consumían y empeñaban las rentas de la corona y empobrecían al pueblo; y cuando el humilde. leñador del Pardo con rústica sencillez, eco de la opinión popular, manifestaba al emperador, sin conocerle, que tantas guerras y tantos viajes y gastos eran la ruina de los pobres labradores y la perdición de España, entonces mismo traía el emperador empeñada una guerra terrible y dispendiosa allá en los mares y costas de Italia.

La liga del pontífice, Venecia, el imperio y otros Estados y príncipes cristianos contra el turco, le obligaba á mantener en pie de guerra multitud de naves y muchedumbre de soldados. El general del ejército confederado era su virrey de Sicilia don Fernando de Gonzaga; el gran almirante y jefe de la armada de la liga era el ilustre genovés Andrea Doria, ambos súbditos del emperador. Barbarroja con ciento treinta galcras turcas se había echado sobre Candia y otras plazas, y una operación

(1) La emperatriz doña Isabel era hija de los reyes de Portugal don Manuel y doña María, hija ésta de los Reyes Católicos. No se logró de ella más sucesión varonil que el príncipe don Felipe, de edad entonces de doce años. Dejaba además la infanta doña María, que fué mujer del emperador Maximiliano, y doùa Juana, que fué reina de Portugal.

naval en que la fortuna no favoreció al príncipe Doria había envalentonado al terrible general de la armada mahometana, y producido desavenencias entre los jefes de las flotas española y veneciana, Andrea Doria y Vicente Capelo, echando éste sobre aquél la culpa del mal suceso. Reconciliados después por mediación de Gonzaga, acordaron tomar á los infieles la plaza fuerte de Castelnovo, y combatiéndola españoles y venecianos por mar y por tierra, la rindieron al tercero día, haciendo mil seiscientos cautivos, y poniendo para su presidio tres mil hombres, españoles todos, al mando del valeroso capitán Francisco Sarmiento, no sin contradicción y desagrado del de Venecia, que con tal motivo volvió á enojarse, desarmó las galeras, despidió la gente y vino á quedar deshecha la liga.

Había intentado Barbarroja acudir al socorro de Castelnovo, mas impidióselo una tormenta, en la cual perdió una gran parte de sus naves. La pérdida de Castelnovo hirió de tal manera el orgullo del sultán que juró vengarla en venecianos y españoles, combatiendo á aquéllos en la Morea, y á éstos en la plaza cuya pérdida tanto le había irritado. Rehizo, pues, la armada de Barbarroja, dióle además diez mil turcos y cuatro mil genízaros, y llegada la primavera (1539) le envió á atacar por mar á Castelnovo, en tanto que por tierra marchaba al mismo punto el gobernador de Bosnia. Ulamen, que era un tránsfuga persiano, con treinta mil infantes, gran golpe de caballería y multitud de gente irregular y allegadiza. Acudió Juanetín Doria con veinte galeras á llevar provisiones á Castelnovo, pero volvióse luego, temeroso de que llegase la armada de Barbarroja, á quien no podía resistir con tan desiguales fuerzas. Llegaron, en efecto, algunos días después Barbarroja y Ulamen con la armada y ejército (18 de julio), ambos con igual gana de escarmentar á los españoles encerrados en Castelnovo. Los primeros combates les hicieron ya ver que las habían con gente denodada y que no se asustaba por el número de los enemigos. Prodigios de esfuerzo y de valor hicieron los cercados con ser tan pocos; y en los ataques y escaramuzas que cada día sostenían con los infieles, hubo ocasión de matar mil genízaros de aquellos que decían con arrogancia: Un español basta para dos turcos, pero un genizaro basta para dos españoles.

La repetición de hechos heroicos como éste traía de tal manera desesperado á Barbarroja, que mandó que no se gastara más tiempo en escaramuzas, y dió orden para que se atacara formalmente y sin descanso la plaza con toda la artillería de las naves y del ejército de tierra. Cinco días con sus noches estuvieron batiendo el castillo hasta no dejar piedra sobre piedra, y como había acudido allí la principal fuerza de los sitiados y le habían ganado y perdido tres veces, murieron más de mil españoles, quedándose asombrados los turcos de la resistencia que tan pocos hombres habían puesto en un pobre castillejo á los innumerables tiros de sus cañones. Arrasada la fortaleza, dirigieron sus tiros á las murallas de la plaza, que demolieron más fácilmente, dejando aquélla tan abierta como si nunca hubiera estado cercada. El valeroso Francisco Sarmiento, mortalmente herido, andaba todavía á caballo por entre los cadáveres de los suyos, alentando á los pocos que quedaban á hacer el postrer esfuerzo. Era ya

inútil. y además imposible prolongar la defensa. Entraron, pues, los turcos en Castelnovo (7 de agosto, 1539) sobre escombros y cadáveres de españoles, puesto que sólo quedaban con vida ochocientas personas entre hombres y mujeres, de las cuales unas fueron martirizadas, otras destinadas á los remos, y otras guardadas para presentarlas en Constantinopla como trofeo del triunfo, si triunfo podía llamarse la conquista de una plaza defendida por tres mil hombres, á costa de la muerte de casi todos los genízaros y de diez y seis mil turcos. Barbarroja ofrecía la libertad y una gran suma de dinero al que le presentara la cabeza de Francisco Sarmiento, pero no se halló, ó no se pudo reconocer entre tantos cadáveres (1).

Este fué por entonces el fruto de la liga, y así se derramaba la sangre española en extrañas tierras, á los pocos meses de haber suplicado á Carlos V las cortes de Castilla que suspendiera las guerras y procurara la paz

universal.

Mas no era esto sólo por desgracia. Cuando esto acontecía, ya el emperador, á quien se había rogado que permaneciera en España como remedio para curar los males que sus continuas ausencias producían, se preparaba á abandonar otra vez el reino para acudir á los Países-Bajos á sofocar el levantamiento de Gante, su ciudad natal. La sublevación de los ganteses traía su origen de la invasión de Francia, hecha por Carlos V en 1537 de concierto con sus hermanos don Fernando y doña María. Esta última, gobernadora de Flandes, obtuvo de los Estados de las Provincias Unidas para los gastos de aquella guerra un fuerte subsidio, cuyo contingente se negó á pagar la rica ciudad de Gante, fundada en un privilegio que tenía, por el cual no podía imponérsele tributo alguno sin su expreso consentimiento. En vano la gobernadora alegaba haber sido votado por los Estados de Flandes, de que eran también miembros representantes los ganteses. Decididos éstos á no renunciar á un privilegio que tanto estimaban, y que habían defendido con éxito contra sus mismos soberanos, no cedieron ni á los suaves ruegos ni á las severas medidas de la reina regente, y lograron interesar á las demás ciudades flamencas á fin de conseguir de doña María que suspendiera la percepción del impuesto hasta tanto que enviaran comisionados á España á presentar á Carlos sus títulos de inmunidad. El emperador les contestó altivamente que obedecieran á su hermana como si fuese él mismo; y que si en algo se sentían agraviados, acudiesen al consejo ó tribunal superior de Malinas (1538), cuyo fallo les fué también desfavorable.

Irritados con esto los ganteses, tomaron las armas, se alzaron en rebelión abierta, se apoderaron de los fuertes de la ciudad, prendieron á los oficiales reales, nombraron su consejo de gobierno, y conociendo que para poder sostenerse necesitaban un protector, despacharon secretamente emisarios al rey de Francia, ofreciendo reconocerle por soberano y ayudarle á recobrar el condado de Flandes, que en otro tiempo había pertenecido á la corona de Francia. Por más que halagara al rey Francisco tan

(1) Sandoval, lib. XXIV, núm. 12.-El Dr. Diego José Dormer pone una larga lista nominal de los capitanes y oficiales españoles que murieron en Castelnovo. Anales de Aragón, cap. LXXXVIII.

inesperada y lisonjera proposición, y por más ventajosa que se le representara la fácil posesión de un condado de más valer que el de Milán que tan afanosamente había ambicionado, el monarca francés, amigo entonces del emperador, y dado á los golpes caballerescos, no sólo rechazó la propuesta de los ganteses, sino que llevando al extremo su galantería ó su interés en conservar la amistad de Carlos, le avisó de lo que pasaba en Gante, y aun le envió originales las cartas de invitación que había recibido (1539). Carlos, que conocía bien el carácter de sus compatricios, su amor á la libertad, su apego á las inmunidades de que gozaban, su genio tardío en resolverse, pero firme, perseverante, inflexible una vez tomada una resolución, comprendió la necesidad de obrar con energía y con celeridad para ahogar tan imponente movimiento. Desde luego pensó en trasladarse personalmente á los Países-Bajos, y á ello le instaba también la princesa su hermana: pero el paso por Italia y Alemania era más lento de lo que la urgencia del caso permitía, y para ir por mar necesitaba de una armada respetable. Lo uno y lo otro ofrecía dificultades de mucha consideración.

En esta perplejidad, tomó una determinación que nadie podía ni aguardar ni imaginar; la de pasar por Francia, que era el camino más corto, bien que para ello tuviera que pedir su beneplácito al monarca francés. En vano el consejo entero desaprobó semejante resolución, y en vano le expuso lo arriesgado que era entregarse así en manos de su antiguo enemigo. Carlos, contra el dictamen de todos, insistió en su proyecto y pidió permiso, que Francisco le otorgó sin vacilar. Ambos monarcas aparecían generosos, el uno en ponerse en manos de su rival, el otro en recibirle como un amigo en su reino, ofreciéndole todo género de seguridades. Mas bajo esta apariencia de mutua caballerosidad y confianza, proponíanse sin duda ambos un fin interesado. Entretenido como tenía el emperador al rey con la promesa de dar el ducado de Milán, ya al uno, ya al otro de sus hijos, Carlos calculaba que Francisco había de ser galante con él, esperando obtener por este medio una cesión definitiva, y Francisco se proponía comprometer y obligar á Carlos, á fuerza de generosidad, á que no pudiera negarle nada. Veremos quién de los dos procedió con más doblez, y quién fué el engañado.

Partió, pues, el emperador de Madrid (noviembre, 1539), con corto, aunque lucido acompañamiento. Al llegar á la frontera de Francia, encontró ya á los dos hijos del rey, el delfín y el duque de Orleáns, que ambos se ofrecieron á venir á estar en España como en rehenes hasta el regreso de S. M. Cesárea. Carlos les contestó que él no necesitaba ni quería más seguro que la fe y palabra real, y prosiguiendo adelante, halló en Castelherault al mismo Francisco I, que no obstante el mal estado de su salud, se había adelantado á recibirle. En su entrevista se hicieron las demostraciones más expresivas de amistad y mutua confianza. De allí marcharon juntos por Amboise, Orleáns y Fontainebleau á París. En todo el tránsito fué el emperador objeto de alegres festejos; los gobernadores salían á entregarle las llaves de las ciudades, abríanse en obsequio suyo las prisiones, y se le tributaban los mismos honores que si fuese su propio monarca. Sin embargo, en algunos puntos parece que le ocurrieron esce

nas que le pusieron un tanto receloso, porque sospechaba no faltar quien abrigara intenciones malévolas hacia su persona, si bien tales conatos, ó fueron castigados, ó se frustraron por los buenos oficios del condestable Montmorency y de la duquesa de Etampes, señora muy discreta, de gran valimiento para con el rey, y de quien gustaba mucho el emperador (1). Gran sensación y novedad causó en la capital de Francia ver juntos, y al parecer en la unión más íntima, á los dos soberanos que se habían hecho la guerra por espacio de veinte años, y por cuyas rivalidades tanta sangre se había vertido en Europa. Las fiestas con que en París fué agasajado el emperador fueron tan suntuosas y brillantes, que al decir de todos, excedieron á las que se habían hecho por la coronación del mismo rey Francisco. A media legua de la ciudad salió á recibirlos procesionalmente el clero, tan numeroso, que, según un historiador, «de sólo frailes se contaban seiscientos franciscanos, cuatrocientos dominicos, trescientos agustinos, y así de otras religiones.» Iban doscientos arcabuceros á caballo, trescientos arqueros y doscientos ballesteros vestidos de librea recamada de plata; todos los oficiales comunes con trajes de escarlata; veinticuatro regidores, de morado, con forros de varias pieles; cien mancebos de la nobleza, de terciopelo con guarniciones de oro; doscientos cincuenta oficiales de la corte á caballo, con ropas talares; el preboste de París con los abogados y procuradores; el parlamento con doce virreyes, en mulas y con vestidos de grana; los tribunales con sus presidentes; el consejo real y el gran canciller de Francia; doscientos gentiles-hombres con la guardia ordinaria de suizos; el duque de Alba, Saint-Paul y Granvela; los cardenales Tournón y Borbón; cerca de ellos, el emperador en medio de los dos hijos del rey, y detrás seis cardenales, con los duques de Vendome y de Lorena, y otros grandes señores. Pasó la procesión por vistosos arcos triunfales, y el emperador era llevado debajo de un palio de brocadɔ, y todo esto en medio de una población de seiscientas mil almas puestas en movimiento.

A vista de este espectáculo, y de los multiplicados festejos de que fué objeto el César en los siete días que permaneció en París (enero, 1540), concebíanse las más halagüeñas esperanzas de una verdadera y perpetua concordia entre los dos émulos, que asegurara la quietud y el sosiego de

(1) Cuenta Sandoval que en el castillo de Amboise, donde durmieron los dos soberanos, un criado, ó por descuido ó con malicia, prendió fuego con una bujía á uno de los tapices del aposento del emperador, y que comunicándose á las demás colgaduras produjo tal humo, que estuvo en peligro la vida de Carlos: que habiéndose hecho pesquisas, el rey Francisco mandó ahorcar á los culpados, pero que á ruego é intercesión de Carlos se les otorgó indulto.

Refiere también que una tarde, estando el emperador en entretenida y agradable plática con la duquesa de Etampes, se le cayó á aquél un precioso anillo que solía llevar, y con el cual jugaba distraído; que habiéndose bajado la duquesa á recogerle y queriéndosele entregar con mucha cortesía, le dijo el emperador: «Ese es vuestro, señora, porque es costumbre de los reyes y emperadores, que lo que una vez se les cae de las manos no vuelva á ellas.» Y como la duquesa replicase no merecer tan preciosa joya, el César le rogó la guardase como una memoria de aquella jornada y de lo que habían hablado en Orleáns. - Historia de Carlos V, lib. XXIV, núm. 17.

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