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consentía émulos ni competidores, desembocando improvisadamente de la maleza, se arrojó sobre el indefenso buey y le mató. No había consumado su carnicera obra, cuando el santo varón que presidía a la fábrica, insensible al terror de sus compañeros, se irguió con solemne ademán y dirigió al oso la doble fascinación de sus inspirados ojos y su inspirada palabra: «Ciego agente de la naturaleza bruta, intentas despojar al hombre de los medios que su inteligencia se procura para obedecer a Dios y servir sus altos designios; pues de parte de Dios vivo serás a tu vez instrumento dócil de su voluntad omnipotente y obedecerás al Señor de todo lo criado.» Y manso el oso, vino a ocupar el lugar del buey y a suplirle en los oficios que prestaba al bienaventurado artífice.

Diríase que la vida pura y austera de los primeros cenobitas los restablecía en aquel estado de gracia en que vivieron nuestros primeros padres antes de su culpa, cuando entera la creación animada les obedecía. Y parece que el símbolo encerrado en la sencilla leyenda corresponde a la idea que llevaba a los solitarios a sumirse en los lugares más ásperos y bravíos de las más apartadas regiones. No iban a desafiar los rigores y peligros de la salvaje naturaleza, iban a vivir en paz con ella, a ganarla con mansedumbre y perseverancia para el hombre, para que poblada toda un día, la gran familia humana cubriera la tierra que es su patrimonio, y no hubiera rincón de donde no pudiesen alzarse a Dios la noble frente, los agradecidos ojos del hombre.

IV

PEÑAS DE EUROPA

Entre las cuatro provincias limítrofes de León, Palencia, Oviedo y Santander, como un núcleo de su formación geológica, como robusto hito central del que parten y se derivan sus cuencas, valles y cordilleras, se encuentra una masa de rocas

desnudas cuyo perímetro mide muchas leguas, cuyos laberintos y senos nadie conoce, cuyas cimas culminantes suben casi hasta diez mil pies sobre el mar, a corta distancia de sus riberas (1).

Desde los más lejanos valles de aquellas provincias, como desde los páramos de Campoo, se descubre el coloso, magnifico siempre, ya fulgurando a Mediodía con el vivo centelleo de sus nieves eternas, ya recortando sobre los rojos celajes del ocaso el contorno fantástico de sus excelsas cumbres. Es visión sublime del país cántabro que comparte con el mar aquella grandeza de sus horizontes que abruma el ánimo, pero ensancha el corazón; que seca las frases en la garganta, entumece y ataja la más suelta y galana pluma, y a par causa dentro del pecho yo no sé qué intenso sentimiento partícipe del placer y del agradecimiento. Visión augusta que se deja admirar, mas no se deja definir; que toma tanto del alma y le da al alma tanto que no la deja libertad para entrar en sí, dominarse y encerrarla artificiosamente en el limitado campo del concepto, de la idea.

Esa visión era la de mi sueño mientras dormía al pie de los montes, en la modesta posada de la Hermida. No quiero detenerme a imaginar si mi palabra descolorida e incierta es traidora a la visión tanto como a la realidad. Cúmplente únicamente que ella sea leal al corazón, y que del corazón venga, lector, a tus ojos sin preparaciones ni artificios que la desnaturen o falseen. Lo que aquí no te dijere la simple frase de un relato sincero, no te lo dirán tampoco retóricas amplificaciones. Se presenta a veces la obra de Dios tan grande en su unidad sencilla, que todo comento humano la empequeñece y desfigura.

Iba a penetrar el misterio de aquellas montañas tantas veces contempladas desde Santander con la curiosidad infinita del espíritu. Montañeses y asturianos, habitantes de los valles

(1) El atlas de Coello da 9.760 pies de altura a la de Peña-Vieja en la provincia de Santander, y 9.611 a la torre de Cerredo en la de Oviedo,

tendidos en torno del impenetrable gigante me hablaban de él, como en las primeras edades humanas debieron los rib ereños hablar del mar que navegaban, pero a cuya inmensidad ignota no se atrevían.

Los tenaces acosadores de osos llegaban al confín de las lomas arboladas, donde el haya dura vive sobriamente de un resto de tierra olvidada por el aluvión en las hendijas del peñasco; subía el pastor a sestear durante el estío en los puertos cubiertos de menuda y apretada grama, verde alfombra y última alegría de la naturaleza, próxima a vestir majestad austera, y el atrevido cazador de rebezos se aventuraba a espiar sus abrevaderos en la desnuda región del agua y de la piedra, donde el manantial fluye silencioso, como si su voz se ahogara en aquella soledad sin término; pero nadie iba más allá.

Inexplorados estaban los torcidos desfiladeros y levantados picos, desmesuradas labores de aquella gigantesca corona sobre la cual el cielo deja de tiempo en tiempo caer un velo de nubes que la arrebozan y esconden, celoso de conservar su augusto prestigio al Titán que la ciñe.

El espíritu humano, sin embargo, invasor y expansivo, parece recordar y pretende mantener constantemente su prístino fuero de rey universal de la creación, y ocupa y enseñorea de memoria y con su fantasía aquellas regiones que no puede de más positiva manera; y de memoria las labra, las fecunda, las puebla, las ilumina, las hermosea o las enhorridece. Y para hacer acto de posesión, las nombra y apellida. Pero ese nombre que singulariza, concreta y determina lo nombrado, no quebranta los obstáculos que lo aíslan, ni penetra el misterio que lo envuelve, antes da ocasiones frecuentes a que, engendrándose de él la leyenda, condense la sombra y acrezca la oscuridad en torno a lo desconocido.

Eso pasaba con las Peñas de Europa.

Allí abrigaba sus criaturas la rica imaginación del pueblo; alli había dado sepulcro y apoteosis a una hija del olimpo griego, como si al genio fecundador de Oriente no hubiese

límite vedado ni rincón desconocido, y con el día que en sus aguas nace llegase el rayo de su poético numen a hermosearlo todo; allí escondía tesoros sin suma y sin dueño, guardados, a pesar de ello, por fieras y peligros, símbolo del deseo humano. Los falsos cronistas, tomando aquel nombre para atribuirle mitológica procedencia, supusieron y contaron que a estos parajes había sido traída a terminar sus viajes y aventuras aquella princesa fenicia Europa, célebre por su hermosura y por la pasión impetuosa de Júpiter (1).

Si estos montes hubieran sido titulados por los navegantes que traían rumbo de los mares americanos, como los positivistas aseguran, el nombre sería reciente cuando los falsarios le interpretaron a su guisa, y tan reciente, que mal pudieran sustituir a su generación propia y verdadera otra artificial e impostora.

Aquellos tesoros que al decir de la conseja encerraba la cueva de la reina, sí que son ciertos; aquellos tesoros que el paladin legendario hubiera ganado a punta de su lanza y a golpes de su maza, y que hoy si bien por otras gentes, son buscados a punta de hierro, aunque la lanza se llame barreno, y la maza azadón o martillo.

No son piedras preciosas ni el oro rey, sino un metal blando, común, deslucido y opaco, el cinc, lo que llena las entrañas de estos montes. Pero es tan rico el criadero y tanta la bondad de su veta, que la industria metalúrgica ha plantado aquí sólidamente sus explotaciones, y a pesar del rigoroso clima que desaloja sus cimas a todo viviente durante ocho meses del año, desde octubre a mayo, y se apodera, con sus invencibles nieves, de minas, edificios y depósitos, porfía, trabaja, y popularizando el nombre de las Peñas de Europa, cambia su prestigio fabuloso y legendario, por el formal y positivo de manifiestas utilidades materiales.

Hora es ya de que emprendamos la jornada. Disponte, lec

(1) Véanse Sota, en su Crónica de los principes de Asturias y Cantabria, y Cossio y Celis, en su Historia de Cantabria.

tor, a sentir emociones diversas, a pasar repentinamente de la niebla al sol, de Oriente a Occidente; a considerarte perdido en medio de la soledad, sin rumbo ni guía, sin indicio local alguno que esclarezca tu discurso, en una región nueva, ante una naturaleza que podrá no ser de tu agrado, pero que de seguro te sobrecoge, te sorprende y no se te olvida.

Con agria pendiente, y carretero a pesar de su angostura, arranca el camino a trepar por la aspereza y encaramarse sobre los cuetos más esquivos del peñascal; pronto revuelve por cima de una loma, penetra en la estrechez de los desfiladeros, y a los ojos del viajero desaparecen la Hermida y el Deva, sepultados en su sima de piedra.

El agua que baja de las alturas se despeña recogida dentro de un cauce estrecho, remansa en las mesetas, vistiéndolas de larga hierba, o se desliza bajo apretadas malezas al pie de un solitario aliso, salvada una y otra vez su corriente sobre ligeros puentes de madera.

Al remontar una de las vueltas que serpean por la montaña oímos son de cencerros, y mirando abajo vemos cómo con lento y seguro callo sube a distancia tras de nosotros la recua empleada en abastecer de vitualla las minas. Caminan las acémilas sosegadas y solas; su conductor ataja por riscos, mas sin perderlas de vista; y si alguna vez el macho cabecero se pára distraído por tal cual penacho de heno meciéndose a la vera del camino, un áspero silbido que estremece a la bestia, hácela arrancarse al improviso regalo y recobrar su paso y su jornada.

En un rellano yace Beges: anchas piras circulares de calamina y leña, prontas a recibir fuego, y los barracones de tabla arrimados a sus casas de piedra seca, dan a la aldehuela semblante especial. Tipos y trajes de otros re inos abigarran su población, cuya mansa vida antigua pastoril y labradora, agitan y transforman afanes y ruidos, causados por otra más codiciosa y nueva.

Parece la primera mansión del pueblo subido a las supremas cimas de la ingente masa caliza para horadar su seno y arran

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