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de su esposo, supo contenerle hasta que vió llegado el momento y la sazón de obrar.

La conquista de Granada no representa sólo la recuperación material de un territorio más ó menos vasto, más o menos importante y feraz arrancado del poder de un usurpador. La conquista de Granada no es puramente la terminación feliz de una lucha heroica de cerca de ocho siglos, y la muerte del imperio mahometano en la Península española. La conquista de Granada no simboliza exclusivamente el triunfo de un pueblo que recobra su independencia, que lava una afrenta de centenares de años, que ha vuelto por su honra y asegura y afianza su nacionalidad. Todo esto es grande, pero no es solo, y no es lo más grande todavía. A los ojos del historiador que contempla la marcha de la humanidad, la material conquista de Granada representa otro triunfo más elevado; el triunfo de una idea civilizadora, que ha venido atravesando el espacio de muchos siglos, pugnando por vencer el mentido fulgor de otra idea que aspiraba á dominar el mundo. La idea religiosa que armó el brazo de Pelayo, el principio religioso que puso la espada en la mano de Fernando V. La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadonga es la brillante cruz de plata que se vió resplandecer en el torreón morisco de la Alhambra. La materia era diferente; la significación era la misma. Era el emblema del cristianismo que hace á los hombres libres, triunfante del mahometismo que los hacía esclavos.

Con razón se miró la conquista de Granada, no como un acontecimiento puramente español, sino como un suceso que interesaba al mundo. Cor. razón también se regocijó toda la cristiandad. Hacía medio siglo que otros mahometanos se habían apoderado de Constantinopla: la caída de la capital y del imperio bizantino en poder de los turcos había llenado de terror á la Europa; pero la Europa se consoló al saber que en España había concluído la dominación de los musulmanes. Allí se levantaba el imperio Otomano, y acá desaparecía el imperio de Ben Alhamar. El cristianismo de Occidente acudía á consolar al cristianismo de Oriente, y España templaba el dolor de Europa. Al cabo de algunos años todo el poder reunido de la cristiandad había de marchar á combatir al coloso mahometano de Asia, y no había de poder arrancarle su presa. La España se había bastado á sí misma para aniquilar al coloso árabe-africano. Lenta y penosa fué la expulsión de España de los árabes y de los moros; pero volvamos la vista á Oriente, miremos á la Turquía europea, y contemplemos á Constantinopla todavía en poder de los hijos de Osmán hace más de cuatro siglos á la puerta de los más vastos y poderosos imperios cristianos. ¿Durará allá el dominio de la media luna tanto tiempo como ondeó aquí el estandarte del profeta de la Meca? Por lo menos en el suelo español nunca gozaron de reposo los enemigos del nombre cristiano.

Por lo mismo, aunque la gloria de su definitiva destrucción tocó á Fernando é Isabel, esta gloria ni eclipsa ni daña la que antes habían ganado los Alfonsos, los Ramiros, los Berengueres, los Jaimes y los Fernandos que habían contribuído á su vencimiento: porque el campo de las glorias es fecundísimo y produce laureles para todo el que sabe cultivarle. Cuanto más que las grandes obras del esfuerzo humano, como las grandes obras

del entendimiento, nunca han podido ser de uno solo, y así dan honra y prez al que las concibe y comienza, como al que las prosigue ó mejora, y como al que tiene la fortuna de perfeccionarlas ó acabarlas.

La guerra de Granada fué una epopeya no interrumpida de diez años. Desde la sorpresa de Alhama hasta la rendición de Granada, todo fué heroico, todo fué épico, todo dramático. Los poetas no han podido representar sino cuadros aislados é imperfectos de aquel gran drama histórico. No lo extrañamos. Es de aquellos sucesos en que la realidad histórica sobrepuja á los esfuerzos, é invenciones de la poesía. en que la verdad es mil veces más maravillosa que la fábula. Se ha comparado aquel período con el de la guerra de Troya, así por su duración, como por las hazañas y episodios heroicos y por las figuras homéricas que la ilustraron.

En efecto, la tierna entrevista del marqués de Cádiz y el duque de Medina-Sidonia abrazándose al pie de los muros de Alhama, convertidos por la benéfica intervención de la reina de enconados rivales y terribles enemigos en tiernos amigos y auxiliares fieles; los lances trágicos de don Alonso de Aguilar, del maestre de Santiago, del marqués de Cádiz y del conde de Cifuentes en las breñas y desfiladeros de la Ajarquía y en las Cuestas de la Matanza; la prisión de Boabdil y la muerte del intrépido Aliatar en los campos de Lucena; la catástrofe de los caballeros de Alcántara en la pradera de Sierra-Nevada; el riesgo que Isabel y Fernando corrieron en el pabellón del campamento de Málaga de caer bajo el puñal de un fanático santón; las maravillosas hazañas de Hernán Pérez del Pulgar; el heroísmo rudo y salvaje de Hamet el Zegrí; la galantería heroica del príncipe moro Cid Hiaya; los venerables religiosos embajadores del Gran Turco en la tienda de los reyes cristianos; la resignación estoica del Zagal; los amores y desdenes de Muley Hacem, y los celos y rivalidades de las sultanas Aixa y Zoraya; los combates sangrientos de la Alhambra y el Albaicín; la reina de Castilla soltando cadenas á millares de cautivos, acariciándolos como madre y dándoles á besar su real mano; los contrastes de cultura y de ferocidad, de generosidad y de fiereza de las rivales tribus gomeles y zegríes, abencerrajes y gazules; los ardides y proezas y las peligrosas aventuras de Juan de Vera, de Hernán Pérez, de Martín de Alarcón y de Gonzalo de Córdoba; la galante conducta del conde de Tendilla con la bella Fátima; el campamento cristiano en la Vega; el noble marqués de Cádiz recibiendo á la reina en su pabellón de seda y oro; los combates caballerescos; el incendio de las tiendas, y la prodigiosa aparición de una ciudad como de milagro fabricada; el desventurado Boabdil saliendo con abatido semblante por la puerta de los Siete Suelos á entregar á su afortunado enemigo las llaves del último baluarte del imperio musulmán; el gran sacerdote de España, el cardenal Mendoza, subiendo por la cuesta de los Mártires á tomar posesión de los regios alcázares moriscos en nombre de su reina y de su religión; la reina Isabel postrada de rodillas con su ejército y con su clero en el campo de Armilla adorando la cruz que resplandecía en la torre de la Alhambra, y haciendo resonar los embalsamados aires de la Vega con el canto poético que los cristianos entonan en acción de gracias al Dios de las victorias; escenas y situaciones son éstas que no ceden en interés dramático á las de las más

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