es otro de nuestros principios históricos: la edad moderna tenía que ser una modificación de la edad media, como la edad media lo fué de la edad antigua: los tiempos se encadenan; el presente, hijo del pasado, engendra lo futuro, y los períodos de desarrollo de la vida social de los pueblos vienen á su tiempo como los de la vida de los individuos, y unos y otros padecen en los momentos de la crisis. Cierto que á la mitad y en el último tercio del siglo XV por una larga serie de calamidades había venido la sociedad española, y principalmente Castilla, la monarquía madre, á tan miserable estado de descomposición, de anarquía y de abatimiento, que parecía amenazada de una disolución semejante á la que sufrió en el siglo VIII, y es natural que los que vivieran en aquella edad desventurada se preguntaran: «¿cómo es posible hallar quien levante de su postración y comunique aliento y vida á este cuerpo cadavérico?» Pero la ley providencial tenía que cumplirse, y la manera como se realizó su cumplimiento fué maravillosa. Si en situación tan desesperada hubiéramos visto sentarse en el trono de Castilla un hombre de edad madura y de robusto brazo, de larga experiencia y de acreditado saber, la regeneración social de España, bien que meritoria, nos hubiera parecido el resultado del orden natural de los sucesos. Mas cuando pensamos en que esta ardua misión fué encomendada á una mujer, á una joven princesa, hija y hermana de los más débiles reyes, y no ensayada ella misma en el arte de gobernar, entonces no puede dejar de mirarse la trasformación con cierto asombro. Si se hubiera debido sólo á Fernando, la miraríamos como la obra admirable de los esfuerzos de un hombre. Si Isabel la hubiera realizado sola, habría quien lo atribuyera todo á la Providencia. Ejecutada por Isabel y Fernando juntamente, representa la obra simultánea de Dios y de los hombres. Por una cadena de acontecimientos, de esos que en el idioma vulgar se nombran casos fortuitos, que el fatalismo llama efectos necesarios del Destino, y para el hombre de creencias son providenciales permisiones, se vieron Isabel y Fernando elevados á los dos primeros tronos de España, á que ni uno ni otro habían tenido sino un derecho eventual y remoto. Por no menos singulares é impensados medios se preparó y realizó el enlace de los dos príncipes, que trajo la apetecida unión de las dos monarquías. ¿Pero hubiera bastado el matrimonio de los dos príncipes para producir él solo el consorcio de los dos reinos? Trescientos años hacía que se habían unido en matrimonio un rey de Aragón y una reina de Castilla, y sin embargo, aquel enlace no sirvió sino para avivar los celos, enconar las rivalidades, y encender más las discordias y las guerras entre los naturales de los dos pueblos. ¿Era acaso menos ambicioso de dominio y de poder Fernando II que Alfonso I de Aragón? Con tan arrogantes pretensiones vino el uno como había venido el otro de dominar en Castilla como esposo de una reina castellana. ¿Cómo, pues, en el siglo XV, con hechos y circunstancias tan análogas y semejantes, se verificó la dichosa unión que estuvo tan lejos de verificarse en el siglo XII? Obra fué esta, tal vez la más grande (y es en la que menos parece haberse fijado los historiadores), del talento, de la discreción y de la virtud de Isabel. La hermana de Enrique IV, siguiendo opuesta conducta á la que había observado con su esposo el rey de Aragón la hija de Alfonso VI, supo moderar con suavidad las aspiraciones del aragonés, y reducirle con su prudencia á aceptar un convenio de justa partición de poderes y de mando. Merced al carácter de Isabel, desde el matrimonio hasta la muerte marchan acordes las voluntades de los dos esposos. Isabel parecía ejercer una especie de fascinación sobre Fernando; pero su talismán era solamente su amor, su discreción y sus virtudes. Con él resolvió el difícil problema de poderse regir dos distintas monarquías con un mismo cetro, de poderse gobernar con dos cetros una monarquía misma, y de poder reinar dos monarcas juntos y separados. Isabel, dominando el corazón de un hombre y haciéndose amar de un esposo, hizo que se identificaran dos grandes pueblos. Esta fué la base de la unidad de Aragón y Castilla, y el principio de los grandes progresos de este reinado. II. Halló Isabel cuando comenzó á reinar una nación corrompida y plagada de malhechores, una nobleza díscola, turbulenta y audaz, un trono vilipendiado, una corona sin rentas, un pueblo agobiado y pobre: halló prelados opulentos y revoltosos como el arzobispo Carrillo de Toledo, caballeros ambiciosos y rebeldes como el gran maestre de Calatrava, magnates codiciosos é intrigantes como el marqués de Villena, próceres osados y traidores como Pedro Pardo, ricos delincuentes como Álvaro Yáñez, alcaides criminales como Alonso Maldonado, una competidora al trono. incansable y tenaz como la Beltraneja, un rival despechado, presuntuoso y emprendedor como Alfonso V de Portugal, un enemigo poderoso, político y astuto como Luis XI de Francia, un ejército portugués dentro de Castilla, otro ejército francés en Guipúzcoa, y por todas partes tropas rebeldes capitaneadas por magnates castellanos. A los pocos años los magnates se ven sometidos, los franceses rechazados en Fuenterrabía, los portugueses vencidos y arrojados de Castilla, la competidora del trono encerrada en un claustro, el jactancioso rey de Portugal peregrinando por Europa, el ladino monarca francés firmando una paz con la reina de Castilla, los ricos malhechores castigados, los receptáculos del crimen derruídos, los soberbios próceres humillados, los prelados turbulentos pidiendo reconciliación, los alcaides rebeldes implorando indulgencia, los caminos públicos sin salteadores, los talleres llenos de laboriosos menestrales, los tribunales de justicia funcionando, las cortes legislando pacíficamente, con rentas la corona, el tesoro con fondos, respetada la autoridad real, restablecido el esplendor del trono, el pueblo amando á su reina y la nobleza sirviendo á su soberana. Castilla ha sufrido una completa trasformación, y esta trasformación la ha obrado una mujer. Sin esta favorable mudanza en los ánimos y en las costumbres públicas y privadas, sin esta variación en el estado social y político del reino, no se hubiera podido realizar la empresa de la conquista de Granada. Por eso los monarcas que la habían concebido supieron aguantar insultos, sufrir injurias, padecer y callar antes de acometerla, hasta contar con elementos para no malograrla. El mérito de la oportunidad fué también de la reina Isabel, que templando la impaciencia, y moderando los fogosos ímpetus de su esposo, supo contenerle hasta que vió llegado el momento y la sazón de obrar. La conquista de Granada no representa sólo la recuperación material de un territorio más ó menos vasto, más o menos importante y feraz arrancado del poder de un usurpador. La conquista de Granada no es puramen te la terminación feliz de una lucha heroica de cerca de ocho siglos, y la muerte del imperio mahometano en la Península española. La conquista de Granada no simboliza exclusivamente el triunfo de un pueblo que recobra su independencia, que lava una afrenta de centenares de años, que ha vuelto por su honra y asegura y afianza su nacionalidad. Todo esto es grande, pero no es solo, y no es lo más grande todavía. A los ojos del historiador que contempla la marcha de la humanidad, la material conquistal de Granada representa otro triunfo más elevado; el triunfo de una idea civilizadora, que ha venido atravesando el espacio de muchos siglos, pugnando por vencer el mentido fulgor de otra idea que aspiraba á dominar el mundo. La idea religiosa que armó el brazo de Pelayo, el principio religioso que puso la espada en la mano de Fernando V. La tosca cruz de roble que se cobijó en la gruta de Covadonga es la brillante cruz de plata que se vió resplandecer en el torreón morisco de la Alhambra. La materia era diferente; la significación era la misma. Era el emblema del cristianismo que hace á los hombres libres, triunfante del mahometismo que los hacía esclavos. Con razón se miró la conquista de Granada, no como un acontecimiento puramente español, sino como un suceso que interesaba al mundo. Cor. razón también se regocijó toda la cristiandad. Hacía medio siglo que otros mahometanos se habían apoderado de Constantinopla: la caída de la capital y del imperio bizantino en poder de los turcos había llenado de terror á la Europa; pero la Europa se consoló al saber que en España había concluído la dominación de los musulmanes. Allí se levantaba el imperio Otomano, y acá desaparecía el imperio de Ben Alhamar. El cristianismo de Occidente acudía á consolar al cristianismo de Oriente, y España templaba el dolor de Europa. Al cabo de algunos años todo el poder reunido de la cristiandad había de marchar á combatir al coloso mahometano de Asia, y no había de poder arrancarle su presa. La España se había bastado á sí misma para aniquilar al coloso árabe-africano. Lenta y penosa fué la expulsión de España de los árabes y de los moros; pero volvamos la vista á Oriente, miremos á la Turquía europea, y contemplemos á Constantinopla todavía en poder de los hijos de Osmán hace más de cuatro siglos á la puerta de los más vastos y poderosos imperios cristianos. ¿Durará allá el dominio de la media luna tanto tiempo como ondeó aquí el estandarte del profeta de la Meca? Por lo menos en el suelo español nunca gozaron de reposo los enemigos del nombre cristiano. Por lo mismo, aunque la gloria de su definitiva destrucción tocó á Fernando é Isabel, esta gloria ni eclipsa ni daña la que antes habían ganado los Alfonsos, los Ramiros, los Berengueres, los Jaimes y los Fernandos que habían contribuído á su vencimiento: porque el campo de las glorias es fecundísimo y produce laureles para todo el que sabe cultivarle. Cuanto más que las grandes obras del esfuerzo humano, como las grandes obras del entendimiento, nunca han podido ser de uno solo, y así dan honra y prez al que las concibe y comienza, como al que las prosigue ó mejora, y como al que tiene la fortuna de perfeccionarlas ó acabarlas. La guerra de Granada fué una epopeya no interrumpida de diez años. Desde la sorpresa de Alhama hasta la rendición de Granada, todo fué heroico, todo fué épico, todo dramático. Los poetas no han podido representar sino cuadros aislados é imperfectos de aquel gran drama histórico. No lo extrañamos. Es de aquellos sucesos en que la realidad histórica sobrepuja á los esfuerzos é invenciones de la poesía, en que la verdad es mil veces más maravillosa que la fábula. Se ha comparado aquel período con el de la guerra de Troya, así por su duración, como por las hazañas y episodios heroicos y por las figuras homéricas que la ilustraron. En efecto, la tierna entrevista del marqués de Cádiz y el duque de Medina-Sidonia abrazándose al pie de los muros de Alhama, convertidos por la benéfica intervención de la reina de enconados rivales y terribles enemigos en tiernos amigos y auxiliares fieles; los lances trágicos de don Alonso de Aguilar, del maestre de Santiago, del marqués de Cádiz y del conde de Cifuentes en las breñas y desfiladeros de la Ajarquía y en las Cuestas de la Matanza; la prisión de Boabdil y la muerte del intrépido Aliatar en los campos de Lucena; la catástrofe de los caballeros de Alcántara en la pradera de Sierra-Nevada; el riesgo que Isabel y Fernando corrieron en el pabellón del campamento de Málaga de caer bajo el puñal de un fanático santón; las maravillosas hazañas de Hernán Pérez del Pulgar; el heroísmo rudo y salvaje de Hamet el Zegrí; la galantería heroica del príncipe moro Cid Hiaya; los venerables religiosos embajadores del Gran Turco en la tienda de los reyes cristianos; la resignación estoica del Zagal; los amores y desdenes de Muley Hacem, y los celos y rivalidades de las sultanas Aixa y Zoraya; los combates sangrientos de la Alhambra y el Albaicín; la reina de Castilla soltando cadenas á millares de cautivos, acariciándolos como madre y dándoles á besar su real mano; los contrastes de cultura y de ferocidad, de generosidad y de fiereza de las rivales tribus gomeles y zegríes, abencerrajes y gazules; los ardides y proezas y las peligrosas aventuras de Juan de Vera, de Hernán Pérez, de Martín de Alarcón y de Gonzalo de Córdoba; la galante conducta del conde de Tendilla con la bella Fátima; el campamento cristiano en la Vega; el noble marqués de Cádiz recibiendo á la reina en su pabellón de seda y oro; los combates caballerescos; el incendio de las tiendas, y la prodigiosa aparición de una ciudad como de milagro fabricada; el desventurado Boabdil saliendo con abatido semblante por la puerta de los Siete Suelos á entregar á su afortunado enemigo las llaves del último baluarte del imperio musulmán; el gran sacerdote de España, el cardenal Mendoza, subiendo por la cuesta de los Mártires á tomar posesión de los regios alcázares moriscos en nombre de su reina y de su religión; la reina Isabel postrada de rodillas con su ejército y con su clero en el campo de Armilla adorando la cruz que resplandecía en la torre de la Alhambra, y haciendo resonar los embalsamados aires de la Vega con el canto poético que los cristianos entonan en acción de gracias al Dios de las victorias; escenas y situaciones son éstas que no ceden en interés dramático á las de las más |