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Cuando las cosas han llegado á tal altura, las negociaciones son inútiles; y en todo caso no sirven mas, que de adormecer á los incautos. Hacerse fuerte, es deber indispensable para el débil sin esta condicion, cuente siempre con depender del poderoso. Se estaba desplomando entonces sobre España una espantosa tempestad, donde se habian aglomerado elementos de destruccion que la amenazaban desde hacia dos años. Las intrigas de la corte, las conspiraciones de tantos enemigos de la libertad, las facciones armadas que en casi todas las provincias tenian alzado el estandarte, no acababan de destruir una Constitucion tan detestada. Siempre vencidos en cuantos encuentros se necesitaba pericia y disciplina, no podia suplir su obstinacion, la falta de medios militares. No estaba al alcance de estos enemigos tan encarnizados, tomar plazas, ni dominar ciudades populosas, ni dar en el seno de la capital el golpe de gracia al objeto de sus odios. Vencida en Valencia la conspiracion, vencida en Aranjuez, arrollada con tanta pérdida y mengua en Madrid mismo, era preciso pensar ya en otros instrumentos.

Ya se hablaba entonces de la celebracion de un Congreso en Verona, á que debian asistir las principales potencias de Europa, que se erigian en árbitros de sus destinos. Se anunciaba de un modo positivo, que los asuntos de España serian uno de los puntos principales de aquellas conferencias. Puesto que nuestra Constitucion resistia al fuego de la guerra civil, á todas las asechanzas de sus enemigos, claro era que allí se iban á tomar las mas sérias providencias, para acabar de una vez con instituciones que les inspiraban tan profunda antipatía. No debia de encontrar España ante este tribunal mas gracia que Nápoles, y en seguida el Piamonte. Si nuestra situacion geográfica exigia mas circunspeccion y precauciones, no era menos irrevocable la resolucion de acabar para siempre con nuestras libertades.

Si esta tempestad se podia conjurar en cierto modo, era indispensable hacer fuerte la nacion que estaba amenazada: imprimir un vigor nuevo á la estincion de la guerra civil que la desola

ba: ponerála cabeza de las provincias gefes comprometidos altamente por la causa nacional, de actividad é inteligencia, prontos siempre á moverse á donde algun apuro reclamase su presencia animar mas y mas el espíritu público: y sobre todo, hacer que reviviese la confianza, sin cuyo apoyo es inútil cuanto se trabaje en situacion tan espinosa. Era posible, que entonado asi el cuerpo del Estado, que victoriosa esta nacion de sus enemigos intestinos, que entusiasmados los pueblos con sentimientos de su libertad é independencia, ofreciesen á los ojos de las demas un objeto respetable; que los recuerdos de lo que habia sido la nuestra en su lucha contra el hombre omnipotente de la Europa, inspirase á los monarcas congregados, sentimientos de moderación y de prudencia. Si estos medios no bastaban, ningunos otros podia sugerir el estado de las cosas.

El gobierno anterior habia elegido para el mando de Cataluña al general Mina, nombre hoy célebre en Europa. Marchó bajo los auspicios de sus sucesores este caudillo á ponerse á la cabeza de las tropas nacionales, revestido de todo el poder y apoyado en cuantos ausilios y recursos podian suministrarsele en aquella situacion tan apurada. Para todos los demas puntos se nombraron hombres de accion, conocidos y probados, que se hallaban en la fuerza de la edad y en estado de ponerse al frente de la Milicia nacional, cuando las circunstancias lo exigiesen. El gobierno los tomó en todas las clases, en todas las condiciones, y en todos los partidos, es decir, los liberales; no exigia de ellos mas condiciones, que aptitud, decision, y sobre todo, notorios compromisos. A todos dijo francamente cuál era su intencion, y el principio que iba á ser el móvil de su conducta; entre las instrucciones no entró la particular, la de reprimir una faccion ultra-liberal que aspirase á dominar sobre las ruinas de las leyes existentes. Nadie podia saber mejor que aquel gobierno, que el republicanismo era una quimera, que no habia ni bastante genio ni bastante osadía en el partido que pasaba por exagerado, para ocuparse en planes de esta especie.

La posicion de los secretarios del despacho con respecto al Rey era anómala y particular, como las circunstancias que los habian llevado á la inmediacion de su persona. Que no escitaban en la corte simpatías, mejor que nadie lo sabian; los ministros mismos tampoco se lisonjearon de vencer repugnancías, que suponian invencibles. Sin salir nunca de los límites que les trazaba el respeto y decoro que debian á la alta dignidad del Rey, resolvieron tambien no desviarse de la línea que les marcaban sus deberes y compromisos con el público. Al dia siguiente de su nombramiento, anunció S. M. la resolucion de partir al Sitio de San Ildefonso, paso el mas antipolítico que podia dar en aquellas circunstancias, cuando los ánimos se hallaban tan conmovidos con las ocurrencias anteriores, cuando las idas á los sitios se presentaban siempre como presagio de alguna tempestad contra las instituciones liberales. El nuevo ministerio se opuso á esta determinacion, que le parecia inoportuna. El Ayuntamiento constitucional hizo una manifestacion cnérgica, haciendo ver los temores de que se comprometiese la tranquilidad pública con motivo de este viage. Se reunió á su consecuencia y por voluntad del Rey el Consejo de Estado, en cuyo seno espusieron francamente los ministros, los motivos que tenian para oponerse á una partida que podia ser fal vez de funestas consecuencias. Hicieron fuerza al Consejo estas razones, y se suspendió el proyectado viaje del monarca; debiendo aquí añadir de paso, que el Rey no salió nunca de la capital, durante la época de la administracion de aquellos secretarios del Despacho.

Los enormes gastos indispensables, que reclamaba aquella situacion, hacian mas sensibles cada dia los apuros pecuniarios, en que no podian menos de verse cuantos gobiernos se sucedian en aquella época. Esta circunstancia, reunida á otras políticas de un órden elevado, hicieron al gobierno pensar sériamente en convocar las Córtes estraordinarias. Encontró tambien esta medida con una fuerte resistencia; mas como era su sistema administrar en todo y por todo como ellos lo entendian, ó dejar sus puestos, fueron las Córtes convocadas para los primeros dias de octubre.

Antes de hablar de sus sesiones, echemos una rápida ojeada sobre los acontecimientos mas importantes que ocurrieron en el intermedio.

Habia sido instalada con toda formalidad el 15 de agosto la regencia absoluta de la Seo de Urgel, á cuya cabeza se pusieron el marqués de Mataflorida, D. Jaime Creux, arzobispo nombrado de Tarragona, y el general baron de Eroles. Pasaba este, no por hombre absolutista, sino por partidario de reformas; mas cualesquiera que fuesen sus verdaderos sentimientos, contribuyó con su firma al manifiesto de la regencia, en que declaraba que las cosas serian por entonces restituidas á su ser y estado como en 9 de marzo de 1820, declarando de ningun valor cuantas órdenes y disposiciones se habian dado por el monarca desde aquella época. Tambien se hablaba de Córtes; mas ya se sabia lo que esto significaba, desde el decreto de 4 de mayo de 1814. «Los fueros y privilegios que algunos pueblos mantenian á la época de esta novedad (el restablecimiento de la Constitucion), confirmados por S. M., serán restituidos á su entera observancia, lo que se tendrá presente en las primeras Córtes legitimamente congregadas.»

Fué organizada la regencia del modo mas aparatoso y mas solemne. Sobre un tablado que se erigió en la plaza, un rey de armas y el alferez mayor de la ciudad, proclamaron en alta voz al rey, diciendo: España por Fernando VII: enarbolando una bandera con una cruz que tenia en un lado la leyenda in hoc signo vinces, y las armas reales en el otro. Se dió realce á dicha ceremonia con repique de campanas, músicas, festejos y fuegos de artificio. Una gran rogativa recorrió las calles, á que asistieron los nuevos regentes, el obispo, el clero, las autoridades, guarnicion, etc. No faltaron frailes á esta ceremonia, ceñidos de sables, con un crucifijo pendiente del pecho, y las pistolas sostenidas por el cordon del hábito. Tal fué el modo de inaugurar la época, en que segun el lenguaje usado entonces, «se restituia al Rey en la plenitud de sus derechos.»

A pesar de algunas dudas, disputas y desavenencias, fué reconocida esta regencia por las juntas, corporaciones é indi

viduos, que obraban en sentido absolutistä en Navarra, Galicia, Aragon y las demas provincias. Lo fué tambien por todos los generales y demas individuos de las tropas, que por la misma causa peleaban. La reconocieron del mismo modo todos los obispos espatriados, y cuantos españoles en paises estranjeros se habian declarado enemigos contra las instituciones liberales. Asi se disipó como el humo, la ilusion de la carta á la francesa.

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Se organizó con nuevo ardor, en virtud de la instalacion de la nueva regencia, la insurreccion que infestaba á Cataluña. Salieron á campaña con mas celo que nunca, los famosos cabecillas Romagosa, el Trapense, Mosen Anton, Misas y otros varios, que reconocían al baron de Eroles por gefe de las operaciones militares. Sobre Aragon se habia corrido el Trapense, y en Navarra tenia el mando el general Quesada, que no pudiendo hacerse con ninguna plaza, habia establecido en el fuerte de Irati, sobre la misma frontera, la base de sus operaciones.

Eran, pues, teatro de la guerra aun mismo tiempo, Cataluña, Aragon, Navarra, y en escala inferior, algunas provin cias de Castilla, Valencia, Galicia, Estremadura, alcanzando el fuego á las Andalucías. Entrar en pormenores de operaciones militares, no está en el plan de nuestra obra. Nos contentamos con decir, que la victoria no abandonaba casi nunca á nuestras armas nacionales.

Fué quemada en Barcelona la declaracion de la regencia de Urgel, y ¿quién hubiera podido contener los justos resentimientos que semejante escrito provocaba? Hubo prisiones, justas y merecidas unas, efecto solo de presunciones y enemistades personales, otras. Los mas fueron conducidos á la ciudadela aquella noche y embarcados al dia siguiente, con rumbo para las islas Baleares. Era una época de pasiones provocadas voluntariamente, y á cuya espansion no podian poner un dique las autoridades.

Valencia fué por aquel tiempo teatro de un lugubre espectáculo. Desde marzo de 1820 se hallaba preso en la ciudadela el general Elio, antes capitan general, de quien hemos hecho

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