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V

LA MAREA.-LA HERMANDAD DE LAS VILLAS

Poníase ya el sol, y las velas que parecían esparcidas por el horizonte, se acercaban unas a otras llegándose a la costa Desde el peñón de Santa Ana se las veía desfilar, saltando sobre las olas, y arriando su aparejo viraban para penetrar en la angosta gola que entre sí dejan los muelles de la dársena. Y lentas y silenciosas, como animadas de oculto espíritu, acostumbrado a la obediencia y disciplina, arrimábanse las lanchas en ordenada hilera, la proa a tierra, descansando del trabajo de la mar, sobre las aguas serenadas y tranquilas del puerto. Aprestábanse a desembarcar los marineros: unos aferraban las velas, cargaban otros con los remos, y otros se repartian las cestas de los aparejos, los tabardos embreados, en tanto que mozos, mujeres y chicos acudían a la descarga de la marea. Llaman marea los pescadores de Castro a la pesca de un día, al resultado de una jornada, a la riqueza que la escuadrilla del gremio mareante arranca a los senos del Océano, entre su partida y su arribada, desde el oriente al ocaso de cada sol.

Pronto cubrió la rampa, apilado en montones, tantos como lanchas, el copioso botín de los marineros. Había entre aquellos peces algunos tan corpulentos, que a duras penas los arrastraba un hombre membrudo. Traianlos agarrados por el angosto engarce de la cola, barriendo las piedras con el agudo hocico, y pintando en ellas una estela roja.

Aparecían las hacinas de cadáveres erizadas de aletas curvas y afiladas como gumías árabes; en su base serpeaban hilos de agua y sangre que, siguiendo la inclinación del suelo, corrían hacia el mar o se perdían en las anchas juntas de los sillares; y los cuerpos, tendidos, despidiendo a la luz crepuscular acerados reflejos de su tersa piel, mostraban no sé qué apariencia de vida en el iris de topacio de sus ojos redondos y

fijos, y en las abiertas agallas, prontas a recobrar el acompasado vaivén de su respiración.

Nos dijeron que era interesante asistir a la subasta y distribución de la marea, y tomamos camino para verlo.

Yo suponía que el cabildo había de tener asiento en una casa vieja, semejante a las que en otras partes he visto, de las cuales aún no ha muchos años Santander conservaba alguna, con puerta y ventanas ojivas, torres transformadas en viviendas a favor de un tejado sobre el almenaje, y una escalera exterior agarrada a la escabrosa mampostería, como tronco muerto de una yedra centenaria; mas cuando en la calle adonde nos habían encaminado preguntamos a las mujeres, nos indicaron un edificio de fachada reciente y buen aspecto, decorado con molduras de yeso.

En cambio, el aposento interior, cuando se hubieron reunido en él las gentes de la subasta y dado comienzo al acto, ofrecía un cuadro de Rembrandt. Sentáronse el alcalde y prohombres de la corporación delante de una mesa, en una especie de tribunal levantado sobre gradas al extremo de la sala; cerca de ellos se agruparon algunos señores y curiosos de los estacionales visitadores de la villa; a lo largo de las paredes ocuparon asientos numerados, parecidos a los de un coro de iglesia, cuantos pensaban participar de la contienda y hacer postura; y allá en el fondo, entre la puerta y una cancela que partía el sitio, con balaustres de madera, se encontraba el pueblo. Algunas bujías sobre la mesa del tribunal, o colgadas del techo, alumbraban la escena; una tinta gris, opaca, bañaba el recinto, resultado del macilento color del revoque, del natural de la madera desnuda y del humo ambiente de pipa y tabaco; más diáfana en las inmediaciones de la luz, más obscura en los extremos, donde brillaba a intervalos el ascua de un cigarro avivada por las labios que lo saboreaban.

Pocas palabras hablaron entre sí los que presidían el acto; el principal de ellos, el que se sentaba en medio, no pronunció una sola; era un hombre maduro, seco, de rostro curtido, apretada boca, nariz aguileña y ojos amparados de pobladas cejas;

rapadas las barbas, conservaba los arranques de ellas entre ojo y oreja, suficientes para mostrar lo cerrado y negro del varonil adorno: busto de granito, semblante sereno, que si el fuego interno de las ideas ani.na y dilata pocas veces, tampoco palidece y se contrae al amago de riesgos exteriores. ¡Cuántos vendavales han azotado su piel curtida! ¡Cuántos rociones del mar ha secado el sol sobre ella!

Leyéronse en voz alta los nombres de los buques y de sus patrones, y la cifra de la carga de cada uno de ellos; levantóse a la izquierda del presidente otro marinero de parecido tipo, más desaliñado en traje y persona; asemejábanse en los sombreros echados atrás, como para dejar frescura a la frente y al pensamiento amplia libertad y desahogo, y en el rollo de tabaco, apurado casi, pero encendido todavía, que uno y otro revolvían entre dientes; se diferenciaban en las facciones acusadoras de mayor severidad y entereza en el alcalde; las de su subalterno, con una condición más blanda y flexible, anunciaban en la jerarquía moral una distancia entre ambos sujetos, equivalente a la que los distinguía en el orden social.

Delante de la mesa, en medio de la grada, se levantaba hasta la cinta de un hombre una urna prismática, cuya base superior parecía partida en divisiones convergentes, e inclinadas hacia su centro; el mecanismo de esta máquina extraña se reveló luego.

Cantó el alguacil con voz hueca y perezosa: «¡cuarenta!»> y el ruido se apagó suavemente en un silencio general; gritó luego: «¡treinta y nueve!» y tuvo igual resultado; y así, sustrayendo unidades, corrió la numeración descendente hasta gritar: <¡treinta y seis!»>, a cuya voz respondió súbitamente un ruido extraño, y una bola blanca saltando sobre la base de la mesa rodó al centro.

Tomó la bola el centinela de la urna, y leyó un número impreso en ella; todos se volvieron hacia la silla señalada con el mismo número, y el que la ocupaba, cuyo nombre pronunciaron varias voces y él mismo, añadió: «¡veinticuatro!» Esta cifra indicaba los quintales de pescado que tomaba para sí el rema

tante, y la gritada por el alguacil el precio que a la marea ponía el tribunal. Cesó pronto el murmullo excitado por aquel primer lance, apuntáronse los números, y la subasta continuó por tan ordenada y sencilla manera, terminando en poco tiempo.

Sencilla es asimismo la explicación de la invisible máquina. Por bajo del entarimado que cubre el suelo, corren sistemas de palancas aislados, cada uno de los cuales remata por un extremo en una de las sillas arrimadas a la pared, por donde el que la ocupa dispone del movimiento del sistema; el otro extremo va a empujar dentro de la urna un tope vertical sobre que descansa la bola numerada.

Aquella Asamblea popular, ordenada y pacífica, aquel comicio donde con fecunda mesura se agitaban intereses del común e intereses de los particulares, sin torcidos propósitos ni recíprocos recelos, sin violencias de lenguaje, indicio de personal sentimiento, sin destemplanzas de voz, señal de interno desorden del espíritu, contagioso desorden las más veces, recordaban otros tiempos, otras costumbres, otras necesidades, a cuya previsión y remedio acudían nuestros costeños, cuando emancipados de sus reyes castellanos u olvidados por éstos, organizados en potencia marítima, pequeña pero animosa, proveían por sí a la independencia de sus aguas, al libre rumbo de sus naves, al desahogo y extensión de su tráfico.

Era Castro-Urdiales centro de la confederación que abarcaba los puertos y villas desde Santander hasta Fuenterrabía; en ella entraban Laredo, Bermeo, Guetaria, San Sebastián con Vitoria, que aunque internada y no marinera se asociaba a los que podían franquearla fronteras menos cerradas que las que por todas partes la envolvían. En Castro se celebraban las juntas, se discutían los pactos, se custodiaba el archivo y se guardaba el sello de la hermandad (1), signo de su poder, san

(1) Representaba un castillo con ondas debajo, según consta de un pergamino original conservado en Guetaria, cuyo traslado inserta con el núm. 57 la Colección diplomática que acompaña a la crónica de Fernando IV, ordenada por el Excmo. Sr. D. Antonio Benavides y publicada por la Real Academia de la Historia.

ción de sus acuerdos, fe que legitimaba sus providencias y las hacía aceptables, obligatorias y cumplideras para todo vecino de cada uno de los ocho concejos asociados. Este emblema de autoridad y soberanía tenía diputados para su conservación tres hombres buenos de la villa, que en 1236 eran los llamados don Pascual Ochanarren, don Bernalt, el joven (hidalgos), y Lope Pérez, el joven.

En el citado año, y a 4 de Mayo, se pactó la confederación y alianza de los ocho concejos, extendiéndose su carta de hermandad, que aún se conserva (1).

La férrea disciplina que establecía, condenando a pena capital a contraventores y desobedientes, a cuantos validos de extraño fuero pretendieran alzarse contra lo prescrito en la carta común, a cuantos movidos de codicia personal no curasen de las limitaciones impuestas a la navegación y al comercio, en beneficio de todos, negándoles a éstos toda forma de proceso, todo derecho de asilo, salvo el del aposento real (2), fué sin duda fundamento y principio de tan sólida constitución, que robustecida la hermandad y creciendo en bríos, llegó a hombrearse con los soberanos. Así en el año de gracia de 1351, envía a Londres sus mensajeros y procuradores Juan López de Salcedo, Diego Sánchez de Lupar y Martín Pérez de Golindan, los cuales derechamente y de poder a poder conciertan con el rey Eduardo III de Inglaterra un tratado de paz y comercio valedero para veinte años, y lo firman y sellan a 1.o de Agosto monarca y diputados (3).

Este es el acto culminante de soberanía ejercido por las gentes marítimas de Castilla y de Vizcaya. Antes y después, celebran convenios, pactan treguas con sus eternos enemigos

(1) Documento citado. En él aparecen los agujeros correspondientes para nueve sellos de plomo: sin duda los ocho de los concejos y el de la hermandad ya descrito.

(2)

vala menos por ello, e toda la hermandat en uno, e cada uno de nos quel podamos co.rer, e matar sin calonna do quier que le fallemos, salvo en la casa do fuer el Rey... doc cit.

(3) Lo traduce e inserta el Sr. D. Manuel de Assas, en su Crónica de la provincia de Santander.

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