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30 VIMU AMBORLIAD

bellas páginas de la Iliada, y personajes son que igualan, si no exceden, en grandeza, á los Hectores, los Ayax, los Patroclos, los Aquiles, los Ulises y todos los demás héroes de Homero.

De contado, sobre faltarle á la guerra de Pérgamo el interés de ser la última jornada de un drama inmenso que había comenzado hacía más de siete siglos: sobre carecer del gran contraste de los dos principios religiosos, que eran el resorte de las acciones heroicas y el móvil de los actores y de los combatientes de uno y otro campo, no tuvo el cantor de Smirna bastante fecundo ingenio para idear una figura tan noble, tan bella, tan magnánima, tan sublime y tan interesante como la de la reina Isabel. No, no alcanzó la imaginación del poeta de la Grecia á concebir una idealidad que se asemejara á lo que en realidad fué una reina de veinticinco años, radiante de gracia y de hermosura, esposa tierna y madre cariñosa, cuando se presentaba en el campamento de Moclín cabalgando en su soberbio palafrén, con su manto de grana y su brial de terciopelo, llevando al lado la tierna princesa su hija, y seguida de las ilustres damas y de los gallardos donceles de su corte; cuando el espejo de los caballeros andaluces, el marqués de Cádiz, recibía y saludaba á la soberana de Castilla al pie de la Peña de los Enamorados; cuando el duque del Infantado y los escuadrones de la nobleza abatían á compás, para hacer homenaje á su reina, los viejos estandartes rotos y acribillados en cien batallas; cuando el rey Fernando se adelantaba en su ligero corcel, ciñendo al costado una cimitarra morisca, y dejando atrás la flor de los caballeros de Castilla se apeaba ante su esposa, y la saludaba reverente, y después imprimía en las mejillas de la esposa y de la hija el ósculo de amor.

Homero no inventó un cuadro como el que ofreció la aparición repentina de la reina Isabel en los reales de Baza, como el ángel del consuelo, ante un ejército desfallecido, consternado, abatido de las fatigas, del frío, del hambre y de la miseria, y reanimando con su presencia, é infundiendo valor, aliento y vida á los descorazonados combatientes, y convirtiendo en júbilo y regocijo el desánimo y tristeza de capitanes y soldados. El primer poeta del mundo no ideó un espectáculo como el que presentaron las colinas de Baza el día que Isabel, recorriendo á caballo, con aire esbelto, rozagante y gentil, las filas de sus guerreros, circundada de un coro de doncellas y de un cortejo de prelados y sacerdotes, de caballeros y donceles, por entre mil banderas aragonesas y castellanas desplegadas al viento, y resonando por el espacio los agudos sones de las bélicas trompas, al tiempo que vigorizaba á los suyos, llenaba de admiración y asombro á los moros y moras de Baza que la contemplaban absortos desde los alminares de sus mezquitas, y encantaba y fascinaba al caballeroso príncipe Cid Hiaya, que entró en envidia de hacer alarde de ciestras evoluciones y vistosos torneos ante la reina de los cristianos, para concluir por rendirse á su mágico influjo, y por hacerse súbdito suyo, y cristiano como ella, y caballero de Castilla.

Y este mismo efecto producía en el campamento de Santa Fe y á la vista de los muros de Granada, y este mismo entusiasmo excitaba doquiera que se aparecía.

Pero esta influencia portentosa en capitanes y soldados no era ni una

decepción en que cayeran ellos, ni un artificio de la reina para seducir. Es que veían en ella su genio tutelar. Es que á la aparición de la mujer hermosa contemplaban la reina que se afanaba por que no les faltasen los mantenimientos, empeñando para ello sus propias alhajas; es que tenían delante á la institutora de los hospitales de campaña; á la que curaba con su mano á los heridos, á la que premiaba con largueza los hechos heroicos, á la que consolaba, alimentaba y vestía á los miserables que salían del cautiverio, á la que compartía con el tostado guerrero los traba jos y fatigas de las campañas, á la que concebía los planes, organizaba los ejércitos, mantenía la disciplina, ordenaba los ataques y presidía la rendición de las plazas.

Y si se considera que esta reina, cuando se presentaba en las trincheras de los campamentos y entre los cañones y lombardas, era la misma que hacía poco había estado sentada en un tribunal de justicia, adminis trándola á sus súbditos con la amabilidad de la más cariñosa madre y con la rectitud del más severo juez; ó que acababa de visitar un convento de religiosas, y de enseñar á las monjas con su ejemplo á manejar la rueca y la aguja, excitándolas á abandonar la soltura de costumbres, y cambiarla por la honesta ocupación de las labores femeniles, entonces al entusiasmo del soldado se une el asombro del hombre pensador.

No privemos por esto á Fernando de la gloria que le pertenece como al primer capitán en la guerra y conquista de Granada: ni tampoco á los demás caudillos que con tanto heroísmo en ella se condujeron. Comportáronse todos como bravos campeones; el rey llenó dignamente su primer puesto, y Dios protegió á los defensores de su fe Por eso dijimos en otro lugar que á esta grande obra de religión, de independencia y de unidad, cooperaron Dios, la naturaleza y los hombres.

III. ¡Cosa maravillosa! Apenas España ve coronada la obra de sus constantes afanes de ocho siglos, apenas logra expulsar de su territorio los últimos restos de los dominadores de Oriente y de Mediodía, apenas ha lanzado de su suelo á los tenaces enemigos de su libertad y de su fe cuando la Providencia por medio de un hombre le depara, como en galardón de tanta perseverancia y de tanto heroísmo, la posesión de un mundo entero! Este acontecimiento, el mayor que han presenciado los siglos, merece algunas observaciones que en nuestra narración no hemos podido hacer.

Una inmensa porción de la gran familia humana vivía separada de otra gran porción del género humano. La una no sabía la existencia de la otra, se ignoraban y desconocían mutuamente, y sin embargo estaban destinadas á conocerse, á comunicarse, á formar una asociación general de familia, porqué una y otra eran la obra de Dios, y Dios es la unidad, porque la unidad es la perfección, y la humanidad tenía que ser una, porque uno es también el fin de la creación. Pues bien, el siglo XV fué el destinado por Dios para dar esta unidad á los hombres que vivían en apartados hemisferios del globo, no imaginándose unos y otros que hubiera más mundo que el que cada porción habitaba aisladamente. ¿Por qué estuvieron en esta ignorancia y en esta incomunicación tantos y tantos siglos? Misterio es este que se esconde á los humanos entendimientos; y

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