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doles las mujeres, que irán sin oro, ni joyas, ni galas de seda, rezando con devoción y humildad y con lágrimas y sollozos, y descalzas las que pudieren; y pasando por Merulano y San Bartolomé, vengan al campo de Letrán y coloquense al frente de la Felonia, quedándose en silencio. A los eclesiásticos precede la cruz de la cofradía, yendo los religiosos y canónigos regulares delante, y detrás los curas y demás clérigos. Y recorriendo en este orden la calle Mayor y el arco de Basilio, vengan a ponerse frente al palacio del Obispo Albanense, en medio del mismo campo. Precede a los seglares la cruz parroquial de San Pedro, y vayan caminando, primero los Hospitalarios y detrás de ellos lo restante del pueblo. Y pasando así por San Juan y San Pedro, delante de San Nicolás de las Formas, vengan a ponerse al cabo del otro campo. Mientras esto, el Pontífice Romano entre con los Obispos, Cardenales y capellanes de la basílica que se llama Sancta Sanctorum y tomando con reverencia el leño de la cruz santificada, venga en procesión a ponerse en frente del palacio del Obispo Albanense, y sentándose en las escaleras, predique a todo el pueblo un sermón de exhortación. Acabado el cual vayan las mujeres en procesión, como habían venido, a la basílica de la santa Cruz, donde estará prevenido el Cardenal Presbítero para decir la misa, rezando la oración Omnipotens sempiterne Deus in cujus manu sunt omnium potestates, y vuélvanse las mujeres a sus casas. Y en cuanto el Pontífice baje con los Obispos, Cardenales y Capellanes por el palacio a la basílica lateranense y los clérigos por el pórtico y los seglares por el Burgo, entren en ella: y celebrada la misa con gran veneración, vaya él y todos los demás, descalzos, a la Santa Cruz en procesión, precediéndole los eclesiásticos y siguiéndole los seglares. Y después de haber hecho la oración vuelva cada uno a su casa. Ayunen todos de modo que, excepto los enfermos, nadie coma peces ni guisados, antes bien ayunen a pan y agua los que pudieren, y los que no, beban vino aguado y en poca cantidad, y coman yerbas o legumbres, y abran todos las manos y las entrañas a los pobres, para que por medio de la oración, del ayuno y de la limosna se aplique al pueblo cristiano la misericordia de Dios.» (1) Ese ayuno tan riguroso duró tres días.

Entre tanto no estaban ociosos los musulmanes, sino que hacían las dos cosas como los cristianos «invocar al que oye y responde» (2) y preparar las tropas. Escribe Marráquexi: «Después que el Miramamolín volvió de esta expedición (de la conquista de Salvatierra) a Sevilla, convocó a las gentes de los más remotos países y se le reunió una gran multitud.» (3) Fijémonos en el paralelismo, que existe, entre la conducta de los sarracenos y cristianos, según este escritor, que componía su obra doce años después de la empresa, y el Anónimo de Copenhague (4) y los autores cristianos. Estos amedentrados con la ruina de Salvatierra promueven intensamente una gigantesca cruzada: aquéllos, a pesar de la victoria alcanzada, observando el ingente movimiento de la cristiandad, reanudan la formación de un ejército potentísimo. Mejor se puede afirmar, que Anasir siguió recibiendo las fuerzas convocadas, que del interior del Africa y del Asia (pues sabido es que 10.000 asiásicos, soldados de primer orden, de la raza de los turcos o curdos, pelearon en las Navas) iban entrando en España, y el jefe almohade estimuló la venida de más tropa. De nuevo activó el reclutamiento de todas las fuerzas, que en las populosas comarcas y ciudades andaluzas y demás regiones de la Península se podían congregar. Este reclutamiento en tropas, armas y víveres fué riguroso y universal, puesto que si el Miramamolín imponía inmensos sacrificios a sus vasallos de

(1) Aguirre. tom. V.-Traducción de Cavanilles. (2) Anón. de Copenhague.-Huici. 120. (3) Huici. p. 122. (4) Huici. 119.

allende el estrecho en beneficio de los moros españoles, se puede calcular cuán grandes exigiría a los de aquende el Mediterráneo. Veía además por la efervescencia de la Europa cristiana, producida por las predicaciones, que el esfuerzo de los adoradores de la cruz, que trataba de aniquilar, iba a ser estupendo, el más enérgico que se podía hacer. ¿A qué número alcanzó esa «gran multitud» que dice Marráquexi? Kartás, autoridad nula, (pero fuente de Conde, Lafuente, y demás historiadores de las tres cuartas partes primeras del siglo diez y nueve) lo eleva a 600.000, llegando a escribir, que los soldados del Miramamolin tardaron dos meses en atravesar el estrecho, siendo su ejército tan innumerable que, como langostas que se levantan, llenó montes y valles, y encontró estrechas las llanuras, los collados y las hondonadas. Anasir se envaneció ante aquel inmenso ejército, en el que sólo los voluntarios eran 160.000, el grueso del ejército 300.000, los negros de la guardia 30.000, y los arqueros y agzaz (los turcos) 10.000: esto sin contar los mercenarios almohades cenetas, y árabes. (1) Las dos autoridades importantes árabes, Marráquexi y el Anónimo de Copenhague, no precisan nada, y no dan ninguna cifra concreta ni aproximativa. Entre los autores cristianos, el único que habla del número de los musulmanes es D. Rodrigo, en dos diferentes obras, en su historia y en la carta de Alfonso a Inocencio III. Dice en la pirmera «Creo que ninguno de los nuestros pudo exactamente computar la muchedumbre innumerable de estos y otros sarracenos; sino que oímos después que eran 80000 caballeros, y de peones una turba innumerable» (2) En la segunda se lee: «Eran los sarracenos, como después supimos por la relación verdadera de algunos criados de su rey, a quienes hicimos cautivos, 185.000: los peones no tenían número» (3) Ignoro qué fin ha guiado al sabio arabista Huici para endosar a D. Rodrigo en absoluto esta última cifra (4) sin apreciar la ciertamente auténtica y genuina, que es la primera, y es la que está más en consonancia con la que él propugna; y sobre todo que constándole que no es una errata la primera, ya que en la Crónica General está traducida así; y por otro lado busca autoridades para rebajar la cifra de la carta de Alfonso VIII por considerarla excesiva. Opina Huici «que el total del ejército almohade no alcanzaría, quizá con mucho, a 200.000 hombres, porque era punto menos que imposible en aquella época sostener y aprovisionar a 200.000 hombres.»> (5)

Para demostrar la «evidente exageración de los 600.000 combatientes mcros» que dice Kartás, aduce dos razones. Primera, que Anasir, según el Anónimo de Copenhague, después de instalarse en la ciudad, mandó entrar a sus soldados por cuerpos ordenados, y quedóse en Sevilla el resto de aquel año.» (6) «prueba evidente, añade, de que no eran la infinita multitud, de que habla Kartás y nuestros crónicos, pues cabían en Sevilla». (7) La segunda es la frase de Marráquexi, que literalmente es así: «Cuando volvió (Anasir) de esta expedición (de Salvatierra) a Sevilla, convocó a las gentes de los más remotos países, y se le reunió una gran multitud, con la cual salió de Sevilla a principios del año 609, (comenzó el 3 de junio de 1212) y fué a Jaén.» (8) Distingue tempora et concordabis jura. Me admira que el erudito disertante, que en otra parte de su escrito afirma que Anasir reunió su último ejército de vuelta de Salvatierra, haya podido argüir en esta forma. De que, al llegar de Africa a Sevilla, se pudieran alojar en esa ciudad todos los soldados que llegaron al principio, no se puede concluir que los que se reunieron después de la convocatoria, que hizo de vuelta de Salvatierra, pudie

(1) Huici. 34. (2) Lib. VIII. c. 9 (3) Carta citada. (4) Huici p. 61. (5) Id. p. 65. (6) Pág. 116. (7) Id. p. 34. (8) Id. 34 y 122.

ran caber en Sevilla. Ni Marráquexi dice que todos los cuerpos salieron de Sevilla cuando de allí salió Anasir en Junio, como quiere hacer creer Huici. Habla en la misma forma que se habla de Alfonso, que salió de Toledo, pero ¿quién entiende que significa del interior de los muros toledanos? Sabemos que acampaba fuera gran parte del ejército. Lo mismo se entiende de Anasir, o puede entenderse razonablemente. Ni hay precisión de admitir que todos los cuerpos de los moros andaluces se le unieron en Sevilla. La más admirable base para fijar el número aproximado de las fuerzas sarracenas nos parece la que en su historia nos da D. Rodrigo, 80.000 caballeros; y calculando que era casi doble el de los infantes, se puede creer que excedían de 250.000 los guerreros de Anasir. Es razonable admitir que Andalucía con Valencia y Baleares, que eran de Anasir, dieron al menos unos 100.000 combatientes al Miramamolín, en ocasión tan extraordinaria, pues allí existían las populosísimas Sevilla, Córdoba, Jaén, Valencia, etc. Del Africa y Oriente vendrían más de 150.000. Es el caso, que Marráquexi dice que murieron en esa batalla, «innumerables musulmanes» (1) y que «la calamidad de Ubeda fué más grave que la derrota de las Navas.» (2) Luego mucha gente debió acudir, según él. Añádase que, conforme a la narración de todos los escritores árabes, el origen del derrumbamiento del imperio almohade, y aun la causa productora del desmoronamiento del poderío árabe en la edad media fué aquel desastre de las Navas, por la inmensidad de las pérdidas de toda clase en aquel choque terrible, como reiteradamente indica nuestro crítico arabista. Por lo que hemos de concluir que era un ejército de más de 250.000 soldados. Además D. Rodrigo dice que el ejército cristiano acampó después de la victoria en la mitad del campamento que los árabes habían ocupado, señal de que el ejército enemigo ascendía más o menos a doble número. El cristiano no bajaba de 180.000 combatientes según queda demostrado.

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CAPITULO VII.

(1212. Julio.)

Jornada y triunfo de las Navas de Tolosa.

El mejor historiador y cantor de la epopeya de las Navas de Tolosa, el Arzobispo D. Rodrigo, describe del modo siguiente la partida de la gran hueste cristiana: «Por lo tanto, todos suficientemente provistos de todas las cosas necesarias, en cuanto era posible, el ejército del Señor partió de la ciudad regia, el 20 de junio; los ultramontanos a solas, acaudillados por Diego López de Haro; el intrépido rey Pedro de Aragón con los suyos; y con los suyos Alfonso; y si bien caminaban separados, corto espacio dividía los ejércitos.» (1) Era miércoles, veinte de junio de 1212. Prueba esta atinada distribución de las tropas que el genio militar inspiraba a los organizadores de aquella inmensa y heterogénea masa de guerreros, que iniciaba su movimiento al Mediodía de España. Puesto adecuado para el impetuoso y rápido ardor de los franceses, que constituían el núcleo mayor de los ultramontanos, era la vanguardia, donde podrían desarrollar la experiencia en combatir, que tenían por sus incesantes luchas con los albigenses de Francia. El centro señalado al valeroso aragonés venía a estimular a él y a sus tropas separadas, para que acrecentaran con su acostumbrada bravura y solidez los hechos gloriosos. A la retaguardia, dirigiendo sus fuerzas propias, mezcladas con las de León y Portugal, se pone en marcha el generalísimo de todas, Alfonso VIII; y el jefe espiritual de la cruzada, el organizador de la misma, el inspirador de las resoluciones de Alfonso, dominando a todos, y alentando a todos con su genio y ardor, y atrayendo las miradas universales, camina al lado del generalísimo, es D. Rodrigo, al cual podemos figurarnos radiante de gozo, con insignias pontificales, pero militarmente vestido, en el momento de trasponer los umbrales de la ciudad primada, e iniciar la bajada de la vega toledana, en que relampagueaban los bruñidos aceros de las espadas, de los yelmos, de los escudos, de los cascos y demás armas de guerra de tantos combatientes de infantería y caballería, dando solemnemente la bendición de la Iglesia sobre aquella fervorosa y valiente muchedumbre de cruzados, para realizar una santa y triunfadora campaña. (2) Momento de suprema emoción para D. Rodrigo aquel, en que, desde la vertiente de la ciudad forma la cruz de la plegaría y bendición divina sobre aquellas olas de valor y de fuerza, jamás vistas ante los muros de Toledo, en el instante mismo, en que empiezan su movimiento de avance para arrollar, envolver y aniquilar a otras olas más ingentes y

(1) Lib. VIII. c. 5. (2) Como los ultramontanos por querer ir en la vanguardia se movilizaron los primeros, el Narbonense pone su movimiento el martes.

ardorosas, que alentadas y empujadas por el joven Miramamolín, por el fuego de las predicaciones de los santones, y por el espíritu de fanatismo de Mahoma, habían comenzado a avanzar, 17 días antes, de Sevilla, e iban aproximándose a las fronteras castellanas.

Momentáneamente hagamos somera revista de esa heróica gente y su armamento. Conocemos ya a los aguerridos ultramontanos con sus insignes jefes.

En el cuerpo del centro, compuesto de aragoneses y catalanes, gallardean miles de inclitos caballeros, príncipes y magnates, destacándose entre todos García Romero, Jimeno Cornel, Miguel de Luesia, Aznar Pardo, Guillén de Cervera, el Conde de Ampurias, Guillén de Cardona, y los Obispos de Tarazona y Barcelona, (1) y a todos inspira valor y entusiasmo el valerosísimo y romántico D. Pedro. En la retaguardia vemos desfilar más número, más grandeza, más poder, más brillo, más nobleza, más famosos caudillos. Allí los tres magnates Núñez de Lara, Fernando, Alvaro y Gonzalo: allí los poderosos Lope Díaz de Haro, Rodrigo Díaz de los Cameros, Gonzalo Rodríguez, (2) Alvaro Díaz, hermano del de Cameros; Juan González, (3) los cuatro superiores de las cuatro Ordenes militares, insignes Prelados, y Alfonso VIII, tan magnánimo, tan experto, tan valiente, tan resuelto y tan bien aconsejado.

Sus armas ofensivas son múltiples: espada, lanza, arco, ballesta, maza, honda, saeta, guadaña para «lidiar bien». Los «que pertenescien pora deffender sus cuerpos en la batalla» (4) o defensivas, son loriga, perpuntes, capellina, almofar, escudo, de que vienen «muy guarnidos». (5) Arrastran maquinaria para abatir muros, perforarlos y apoderarse de fuertes, (6) ingenios, delabras, algarradas y otras invenciones para lanzar piedras destructoras. Ahi van las garitas de atalayar al enemigo, cuando la hueste acampe en algún punto, las cuales se clavarán en derredor de la misma, para evitar sorpresas de cualquier clase; allí las guardas protectoras de la línea exterior, a manera de muros y torres, guaridas de héroes bajo la vigilancia de jefes nobles. Asombra esa briosa e inmensa caballería, que hace trepidar la tierra con el derroche de sus habilidades y bravuras. Y en la ingente impedimenta de convoyes y víveres va «quanto buen caballo, buena mula, rozines, acémilas buenas avien en Espanna» y que los que no pudieron ir en persona, «llegáronle allí al rey en ayuda de reyes, de condes, de rycos omnes, de los prelados de sancta Eglesia, de los conceios, en present de que se ayudasse a tal tiempo et en tal priessa, como aquella, et muchos otros caballos, que aduxieran y (aquí) a vender los cibdadanos et lavradores buenos, que se los criavan pora eso.» (7) Y por encima de las cabezas de todos flotan las enseñas simbólicas y distintivas de los altos ideales, de profundos y santos amores. Son las banderas y los pendones de las distintas unidades y fracciones de las tropas. Ondean enseñas de todos los colores, formas y tamaños, y cada una hace latir corazones de diversa nación, de diverso concejo, de diverso Señor, de diversa falange. Y las divisas allí grabadas proclaman hazañas y virtudes, con que sus portadores penetraron en el ejército de los héroes o de los bienhechores de la patria, de la religión o de la humanidad. Y en el centro de cada una de esas selvas de banderas y en cada pecho de ese mar de guerreros, se destaca el signo de la empresa, la santa cruz.

Este gran ejército cruzado acampó sucesivamente los días 20, 21 y 22, que eran miércoles, jueves y viernes, junto a los arroyos Guadaxarat, (Guajaraz hoy) Guadazalet y Algodor; pero los ultramontanos, ávidos de pelear, y libres de la enorme

(1) Lib. VIII. c. 3. (2) Ibi. (3) (5) Ib. Ib. (6) Lib. VIII. c. 6.

(7)

Ibi. c. 9. (4) Crónica General. c. 1012. De rebus. Lib. VIII. c. 3.
Crón. Gener. c. 1014.

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