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impedimenta, que embarazaba, sobre todo el paso del tercer cuerpo, avanzaron una jornada de camino más y descansaron la noche del 22 en Guadalerza, dehesa situada en los confines de las actuales provincias de Toledo y Ciudad Real, y luego apresurando el paso el sábado, 23, el domingo, 24, a buena hora del día, llegaron a Malagón, distante unos 65 kilómetros de Toledo, habiendo caminado por jornada unos 16 escasos, y unos 11 el centro y la retaguardia, que llegaron el lunes, 25, por la tarde, cuando la villa y el castillo de Malagón estaban enrojecidos de copiosa sangre humana, y multitud de cadáveres moros yacían por todas partes, frescos e insepultos. Eran los trofeos del fulminante valor y arrojo de los ultramontanos, que, al encontrarse el día de San Juan Bautista, con aquella avanzada de los sarracenos, con un castillo fuerte y hábilmente murado y pertrechado excelentemente y defendido con virilidad, sin descansar un momento, ansiosos de morir por Cristo, (1) lo atacan impetuosamente. «Antes de una hora, según creemos, escribe Arnaldo, ganaron lo que estaba alrededor de la cabeza del Castillo. Luego atacaron sin descanso durante todo el día y la noche, con saetas y piedras, la parte principal del castillo, abriendo también minas a pico en los muros. La torre era cuadrada, de cal y piedra, con una torre lateral en cada costado, adosada a la misma, y con parapetos bien guarnecidos de tablados. Ganadas por asalto estas torres laterales, se llegó hasta los cimientos de la principal por medio de minas. Los sarracenos refugiados en la parte más alta de esta torre, se defendían como podian, sin que los nuestros pudieran llegar allí libremente, por estar amparados en unas bóvedas de ladrillo y cal o yeso. Se empezó a tratar de la entrega del fuerte, pidiendo los moros que se les recibiera como esclavos, y no queriendo los nuestros, se entregó el castillo, a condición de que se salvase la vida del Alcaide y de sus dos hijos, quedando los demás al arbitrio de los extranjeros. Feuron muertos todos los que se encontraron, a excepción de pocos.» (2)

El Prelado francés, cuyas palabras copiamos, más atento a celar por la honra de sus paisanos que a completar las noticias históricas de la expedición, pasó en silencio un síntoma grave, que pronto llegaría a inspirar a los ultramontanos una resolución ignominiosa. En el momento en que eran ovacionados por su hazaña, y quizás envalentonados por ella, a poco de llegar el rey a Malagón, dieron quejas de falta de víveres que algo escaseaban; pero Alfonso enseguida lo remedió, repartiéndolos copiosamente, dice D. Rodrigo. (3) En la carta a Inocencio III se dice: «A pesar de que los proveíamos con abundancia, quisieron dejar la empresa y volver a su país, a causa de las molestias de la tierra, yerma y algo calurosa. Sólo accediendo a los ruegos del rey de Aragón siguieron hasta Calatrava.»> Junto al castillo derruido de Malagón descansó el ejército el martes.

El miércoles se reanudó la marcha en dirección de la antigua palestra de pericia y valor de los hijos de San Raimundo de Fitero que, a consecuencia del triunfo de Alarcos en 1195, retuvo en sus zarpas el padre del actual Miramamolín. Un tropiezo grave sobrecogió a los cruzados al pisar las orillas del Guadiana. Los moros habían sembrado de abrojos, o cardos de hierro, el cauce y los vados. He aquí cómo D. Rodrigo dice: «tenían cuatro aguijones, de tal forma que por cualquier lado que al suelo cayeran, uno de ellos quedaba punta arriba para hincarse en las plantas de los hombres y en las pezuñas de los caballos. Mas como nada valen los humanos artificios contra la providencia de Dios, quiso él, que poquísimos, casi nadie quedara herido, sino que tendiendo Dios la palma de su protección sobre ellos, atravesamos el Guadiana y acampamos alrededor de Calatrava.

(1) Lib. VIII. c. 5. (2) Arnaldo de Narbona. (3) Lib. VIII. c. 5.

Los agarenos tenían fortificada esta villa con armas, banderas de señales y máquinas, hasta las almenas de las torres, de tal modo que a los que la quisieran combatir les pareciera muy difícil. Además, aunque la villa está emplazada en el llano, pero el río la hace inaccesible por el lado que la cine y está fortificada por los otros costados por el muro y antemural, por los fosos, torres y defensas, hasta tal punto, que parece inconquistable sin que preceda una larga batida con máquinas. Dentro estaba un agareno llamado Abencaliz (Aben Kadas) sagaz y experto por su larga carrera de las armas y constante práctica de las guerras, cuya pericia inspiraba la más grande confianza a los sitiados, si bien el comandante de la plaza era un tal Almohat.» (1)

El 28 y 29, los reyes y caudillos examinaron y estudiaron esta interesante fortaleza, y viendo, que al parecer, iba a devorar mucho tiempo su expugnación, se presentó un serio problema. Se había convocado la cruzada para atacar al musulmán en campal batalla y no para consumir el tiempo y las fuerzas en conquistar plazas fuertes, cuya importancia desaparecía automáticamente si se derrotaba al ejército enemigo, mucho más quedando a espaldas el fuerte, cuyas tropas no podían perjudicar cosa mayor en campo abierto, por ser escasas; y en cambio las fuerzas gastadas en estas conquistas tenían que mermar mucho a las que debían luchar en batalla campal, que era inevitable. Por eso se celebraron larges consejos de guerra entre los reyes y demás caudillos, y unánimemente se resolvió, al fin, que se atacara la villa: unanimidad que debió existir sólo entre los jefes del consejo, pero con disentimiento de la mayoría de las tropas, pues D. Rodrigo, que narra lo primero, expresa así su opinión y la de la mayoría:

«La mayor parte juzgaban mejor, que empezado el camino para la batalla, no se debía detener en la conquista de castillos, sobre todo que en tales casos corren peligro de inutilizarse los valientes, que se fatigue el ejército y dependa del fin de la batalla el poder adquirir y conservar tales conquistas.» (2)

El conglutinante de esa concordia de pareceres debió ser la consideración a los Caballeros de Calatrava, que suspiraban por su antiguo nido. «Por lo cual tomadas las armas y señalados a cada rey y caudillo sus puntos de ataqne, en honra de la fe, se embistió la plaza, y por el beneficio de Dios, el domingo siguiente a San Pablo (1.o de julio) expulsados los árabes, se restituyó Calatrava al rey noble, que entregó luego a los Freires, que antes poseyeron, y de ellos fué restaurada y fortificada.» (3)

Falt in aquí importantes pormenores que se hallan en la carta a Inocencio III y en la del Arzobispo de Narbona, y en la Crónica de Alberico, escrita 30 años después, en la que se han deslizado ficciones populares. En la primera se cuenta que los sarracenos, viendo que serían vencidos, se anticiparon a entregar la villa a condición de que se les dejase salir indemnes, sin llevar nada. Alfonso lo rehusó; pero el rey de Aragón y los ultramontanos le representaron que la plaza estaba muy fortificada, y que se pasaría tiempo en minar los castillos y en tomarlos y que esto cedería en daño de los calatravos, a los que se debía volver todo en el mejor estado posible, que debía obtenerse la entrega de la villa con su gran abundancia de provisiones, que eran necesarias para los cruzados, que padecían necesidad, dejando salir a los sitiados sin armas ni víveres. Añade que se doblegó a la decidida voluntad de ellos, y dispuso que el botín se repartiera entre los aragoneses y los ultramontanos a medias, quedándose sin nada los demás. Huici dice: «Esta versión es completamente falsa». (4) Y defiende que los ultramontanos no pu

(1) Lib. VIII. c. 6. (2) Lib. VIII. c. 6. (3) Ibi. (4) Pág. 40.

dieron pedir tal capitulación, por ser contraria a los cánones, que prohibían tales pactos con los infieles, y contraria a sus hábitos de exterminio y sangre con los albigenses, y por haber hecho el degüello de Malagón. Además Alberico dice que los franceses se retiraron, porque Alfonso firmó la capitulación de Calatrava; y Marráquexi escribe: «los musulmanes, que la ocupaban, la entregaron a Alfonso después que les prometió la vida; lo cual fué causa de que gran número de cristianos abandonasen a Alfonso, pues al ver que no les permitía degollar a los musulmanes de Calatrava le dijeron: «Nos has traído únicamente para ganar tierras por nuestro medio, y nos impides el saquear y matar a los musulmanes; para esto no tenemos por qué acompañarte.» (1) Sin embargo se ha de tener en cuenta que ni el Narbonense ni D. Rodrigo (francés aquél) testigos de los sucesos, dicen palabra de lo que esos dos escritores posteriores aseguran. La carta a Inocencio III se escribió a los pocos días de la victoria y su tono es tan seguro que no aparece razón para suponer una superchería en cosa semejante.

Es inadmisible que la causa determinante de la retirada de los extranjeros fuera la que dicen Alberico y Marráquexi. Si así fuera, falsario sería el autor de la carta a Inocencio III, cosa imposible, tratándose de un hecho tan notorio y de tanta resonancia como es el presente. ¿Cómo iba a escribirse cosa distinta al Papa en la relación oficial dirigida a Roma en nombre de Alfonso VIII? Es claro por lo tanto que no fué la causa de la retirada la que citan esos autores. Se comprende que se echó a volar también ésa como una de las que movieron a los ultramontanos. Lo único que se podrá decir es que la versión de la citada carta no es completa, pero no que es falsa. Además Alberico se inspira en el relato vulgar francés, mezclado ya de invenciones populares, que le restan autoridad. He aquí la prueba. «Ganaron, dice, esta fortaleza los franceses por modo milagroso; porque entró en ella el primero un sacerdote con el Cuerpo del Señor, y recibió en el alba, de que iba revestido, más de sesenta saetas, sin que ninguna le hiriese. Interrumpido el combate con la noche, vinieron los principales de la comunidad musulmana ocultamente al rey-chico (Alfonso) pidiéndole que, a escondidas de los franceses, les dejase aquella noche salir en camisa, con las vidas salvas, y ellos entregaban el castillo con todos los pertrechos de armas, provisiones y tesoros. El rey se lo concedió y (los) puso en su campamento. Al verlo al día siguiente el Prelado de Burdeos y el de Nantes, indignados se volvieron a su patria.» (2) En el Narbonense, que era francés, y que refiere este suceso minuciosamente, no hay rastro de semejante acto de Alfonso. Cuenta que los dos reyes atacaron por distintos costados la plaza y por el tercero los ultramontanos, y que al segundo día del ataque se rindió la misma, y concluye así: «Plugo a los reyes, para evitar dilaciones y la muerte de los cristianos, recibir el castillo, a condición de que saliesen las personas libres...» Ni una palabra más sobre esta defección, que debió mirarla con sonrojo, procurando velar con el silencio por el buen nombre de sus compatriotas. Si hubiera sido motivo tan religioso, como dice Alberico, aunque a él no le convenciera, lo alegaría en favor de ellos.

El golpe que más barrenó el pecho de D. Rodrigo, fué sin duda esta deserción en masa de las huestes ultramontanas, que con tantos ardores y sacrificios suyos había reunido, y hasta entonces había procurado conservar en buen espiritu. En su historia sólo dice de resbalón cual fué la causa que determinó tan fatal resolución, a saber, que el enemigo de los cristianos «envió a Satanás al ejército de la caridad y conturbó los corazones de los que emulaban por la cruzada, hasta el

(1) Pág. 40. (2) Tradución de Mondéjar. Ap. 122.

punto de que, habiéndose ceñido para la palestra de la fe, desistieron de su buen propósito. Pues casi todos los ultramontanos acordaron en común abandonar las penalidades de la guerra, despojándose de las enseñas de la cruz y regresar a los suyos. Mas el rey noble repartió víveres cuanto era menester. Pero ni por eso se pudo lograr que volvieran de su iniciada obstinación. Sino que todos, sin gloria, por partes, se retiraron, excepto el venerable Arnaldo, Arzobispo de Narbona, que, con todos los que pudo convencer, y muchos nobles de la provincia de Viena permaneció constante, y no desistió de su buen propósito. Quedaron cerca de ciento treinta caballeros, además de algunos peones, de los que algunos se quedaron. Quedó también Teobaldo de Blazón, de Poitou, hombre valeroso, de nación español, oriundo de Castilla.» (1) Como se ve por estas noticias de D. Rodrigo, la escasez de víveres fué la principal causa de la desbandada de los franceses. Lo mismo se indica en la carta a Inocencio III, pues se lee allí, «todo el botín de Calatrava lo repartió (Alfonso) a medias entre los ultramontanos y el rey de Aragón» sin que esto contuviera a aquéllos. El Tudense escribe que «vencidos por el amor a su patria, se volvieron a sus tierras,» y dice que hubo murmuraciones. (2) Huici pretende que D. Rodrigo intentó desfigurar las cosas con eufemismo al insinuar, que por arte del diablo se produjo la deserción, y que además omitió la capitulación de Calatrava. (3) Basta leer al Arzobispo para saber que dice otras muchas cosas, y que allí no se percibe ni se advierte en su relato ese cálculo, y en cambio señala sin ambages en el citado capítulo y en el siguiente la penuria de vituallas, y nada dice que contradiga a la versión de Alberico.

Comenzó la desbandada de los transpirenáicos el miércoles, 4 de Julio, y aunque no fué simultánea, como se ve en el Arzobispo Rodrigo, (passim recesserunt) pronto se consumó: y como era una muchedumbre, en que bullía gente maleante, su conducta fué reprensible. En vez de encaminarse a sus países, muchos de ellos continuaron en Castilla, durante toda la campaña, cometiendo excesos, e intentando apoderarse de Toledo traidoramente. Dicen así los Anales Toledanos: «E en toda esta facienda non se acercaron y (aquí, al campo del combate) los omes de Ultrapuertos, que se tornaron de Calatrava, e cuidaron prender a Toledo por trayzón. Mas los omes de Toledo cerráronles las puertas, denostándoles e llamándoles desleales e traedores e descomulgados.» Bien al vivo pone el analista la maleante y cobarde conducta de esa plaga funesta de espectadores del éxito de la cruzada, sin valor para acercarse al heróico ejército. Alberico escribe que algunos de ellos pasaron por Santiago de Compostela. D. Rodrigo hace una curiosa observación providencialista sobre este punto. Miramamolín, temiendo no triunfar, pensó primero no pelear, para gastar en escarceos guerreros las fuerzas cristianas, entre las cuales temía el esfuerzo de los extranjeros; pero sucedió, que después de la retirada de éstos, unos cuantos, seducidos por el diablo, ocultamente pasaron al moro, y contaron el estado del ejército cristiano, su escasez de víveres y la defección de los peregrinos. Esta noticia mudó el plan de Anasir. Por eso dice el Arzobispo: «Por esto, acaso, por providencia del Altísimo ocurrió que se retiraron los extranjeros.» (4) En fin, merece consignarse, antes de perder de vista a esos volubles ultramontanos, que D. Rodrigo conservó de ellos mal recuerdo y los comparó al Cirineo, que ayudó a llevar la Cruz, pero no de grado y por espíritu de sacrificio. (5)

(1) Lib. VIII. c. 6. Choca que en la carta de Alfonso se dice respecto del número de los que quedaon, que fueron 50 caballeros y de peones ninguno.» (2) Chonicón, p. 111. (3) Huici. p. 106-107. (4) Lib. VIII. c. 7. (5) lb. c. 6.

En el mismo día que conmovían hondamente y llenaban de pena al ejército cruzado tales sucesos se adoptó para el día siguiente la resolución de dividir los castellanos y aragoneses. El 5 partieron aquellos para Alarcos, quedándose el rey de Aragón en Calatrava, «en espera de caballeros suyos y del rey de Navarra, que todavía no se habia unido a nosotros.» Palabras de la carta de Alfonso, que indican que-estaba anunciada la proximidad de los navarros por algún mensajero que con mucha anticipación debió enviar Sancho el Fuerte, para asegurar su cooperación efectiva. Téngase por eso ajeno a la verdad el pintar como inesperado el advenimiento del refuerzo navarro, como tantos autores lo hacen. Era un refuerzo que se esperaba como uno de los factores para el éxito de la campaña, desde que a su paso por Navarra, D. Rodrigo había introducido en la mente de Sancho altos pensamientos, aunque su retraso inquietaba los ánimos; porque todavía seguiría aprisionando el espíritu de D. Sancho lo que escribe un autor: «que le había tentado fuertemente aquella ocasión tan propicia para vengar sus agravios, y tuvo que batallar mucho consigo para dar al olvido las expoliaciones de Alfonso VIII y los atropellos de los reyes de Castilla, que habían sufrido no sólo su padre y abuelo, sino todos sus progenitores desde la muerte de D. Sancho el de Peñalén.» (1) Pero como dice D. Rodrigo, que perfectamente conocía el ánimo del rey de Navarra, «aunque al principio dió muestras de no querer venir, cuando llegó al trance crítico del peligro, no negó al servicio de Dios la gloria de su valor.» (2) Los navarros se juntaron a los aragoneses en Calatrava, dirigiéndose juntos a Alarcos, punto en que se verificó el contacto de la vanguardia de las fuerzas de Alfonso, que avanzaba en dirección de Salvatierra, lugar, en que se realizó la formación de un solo cuerpo de ejército compacto con la reunión de la tropa de D. Sancho. Así se desvanece la aparente contradicción de los dos Arzobispos con las palabras de Alfonso, que dice que los navarros se unieron en Salvatierra, y los Arzobispos dicen que en Alarcos. Por eso dice D. Rodrigo que los reyes «el primer día acamparon alrededor de Salvatierra» pero después del primer contacto en Alarcos. Alfonso VIII recalca con insistencia, que era corto el número de caballeros navarros, a saber, doscientos, pero guerreros de primer orden, como era natural, ya que eran caballeros, que alternaban con el monarca, que sobresalía entre todos los héroes de su tiempo por la destreza y valor de las armas, verdadero «héroe del cantar de la Gesta» (3) En cambio debía escoltar al rey navarro y a sus caballeros gran número de soldados de infantería o peones, porque la hueste navarra formó el núcleo principal del ala derecha en el día del combate. Los navarros disiparon la tristeza que la defección de los ultramontanos había producido en los castellanos y aragoneses.

Parte de las tropas se detuvo a completar la reconquista de la villa y castillo de Alarcos y de otros castillos vecinos más o menos lejanos, guarnecidos de moros, y fuertemente muradɔs, que era menester destruir para limpiar de moros toda la región y no dejar enemigos a las espaldas. Los principales, que distaban mucho entre sí, eran, además del citado, Piedrabuena, Benavente y Caracuel. Los castellanos quisieron por su parte vengar la afrenta de 1195, reconquistando por sí mismos la villa y castillo de Alarcos, para rescatar aquel campo luctuoso, en que yacían las cenizas de tantos magnates y de tantos héroes. A pesar de ser fortísimo el castillo, pronto se rindió al empuje furioso de los castellanos, que hubieron de pasar a cuchillo a todos los defensores, suerte que cupo también a todos los sarracenos, que guarnecían los demás castillos. D. Rodrigo sólo dice que se ocupó Alarcos, y

(1) Huici. ibi. (2) Lib. VIII. c. 6. (3) «Rincones de la Hist.» I. c. 6.

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