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prendieron su viage por el rio. Todos los que se descuidaron algo, fueron atropellados por la muchedumbre: cuantos equipages y efectos quedaron rezagados, cayeron en sus manos: ¿á qué referir los escesos, los robos, el furor del populacho que se cebaba en las personas de los liberales, y que amenazaba al pueblo entero de saqueo? Estas escenas, que con tanto dolor y hasta bochorno se trasladan al papel, eran por desgracia iguales en casi todas las poblaciones de la monarquía, donde no estaban contenidas ó refrenadas por las tropas nacionales.

Abreviaremos cuanto nos sea posible una relacion que es tan repugnante para nuestra pluma.

El conde de Cartagena, general Morillo, luego que supo las ocurrencias de Sevilla, dió con fecha 26 de junio desde Lugo, la proclama siguiente á las tropas de su mando: «Soldados del cuarto ejército: habeis manifestado vuestra decision á no obedecer las órdenes de la regencia que las Córtes instalaron en Sevilla, despojando de sus atribuciones al Rey, de un modo reprobado por nuestro pacto social. Animado de los mismos sentimientos que vosotros he condescendido con vuestros deseos, yos declaro que no reconozco al gobierno que las Córtes han establecido ilegalmente; y que resuelto al mismo tiempo á no abandonar estas provincias á los furores de la anarquía, conservo el mando del ejército. Ausiliado por una junta gubernativa, tomaré las providencias que exijan las circunstancias, no obedeciendo á ninguna autoridad, hasta que el Rey y la nacion establezcan la forma de gobierno que debe regir en nuestra patria.»

«Soldados casi todos perteneceis á estas provincias: vuestros padres, vuestros hermanos y vuestros vecinos, necesitan de vosotros para conservar la paz y la tranquilidad, sin las cuales se hallan espuestas sus propiedades y sus personas. Jamas fue vuestra presencia mas necesaria en las filas, y no dudo que penetrados del noble encargo que os está confiado, me dareis constantes pruebas de vuestra disciplina y vuestra union. »

Cuando espidió el general Morillo esta proclama, hacia ya mas de ouce dias que el Rey estaba repuesto en sus funciones.

Permanecia, pues, en pie el mismo gobierno de quien habia recibido su investidura en aquel mando. Sin embargo, conservaba el del ejército. Sabia el general lo que habia ocurrido en Sevilla; mas estaba ignorante de lo que pasaba en Cádiz. Hasta que el Rey y la nacion establezcan la especie de gobierno que debe regir en nuestra patria, decia el conde. No habia sin duda leido las manifestaciones de la Junta de Madrid, que obraba bajo los auspicios del duque de Angulema. ¿Podia ignorar que la nacion nin guna intervencion iba á tener en esta especie de gobierno?

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La junta á que el general Morillo acababa de asociarse, de terminó que se pidiese un armisticio al general francés, y que no se reconociesen las regéncias de Madrid y de Cádiz hasta que libre el Rey, diese el gobierno que fuese de su agrado. En este sentido dirigió el conde al príncipe generalísimo un manifiesto en que se quejaba de los males que la regencia hacia al pueblo español, manifestando al mismo tiempo su resolucion de no reco nocerla, mientras no variasé de rumbo; mas no es menos cierto que el portador de esta manifestacion, presentó un acto de reconocimiento del general en jefe, á la misma regencia contra la que se espresaba en términos tan fuertes al príncipe generalísimo.

Es curiosa la nota con que en la Gaceta de Madrid del 7 de julio de aquel año, se insertó la proclama del general Morillo á las tropas de su ejército. Héla aquí literalmente: «La presente alocucion de este jefe revolucionario, presenta dos observaciones: primera: que hasta los que siguen el partido de la rebelion, miran con escándalo la inaudita conducta observada con nuestro Rey por los por sí llamados padres de la patria, verdaderamente sus verdugos: segunda: que luego que la necesidad y la impotencia física y moral los constituye en la precision de sucumbir, lo intentan con altanería y sin buena fé, sosteniendo el norte de sus errados principios tan contrarios á nuestras antiguas leyes, como parto de los deseos de dominar á la sombra de modificaciones, que dejando la grave enfermedad revolucionaria en pie, es demasiado conocida para no ser mirada con desprecio, horror é indignacion, por todos los españoles sinceros amantes de la felicidad de la nacion y S. M. ››

TOMO III.

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Se ve, pues, que estos jefes al abandonar la causa constitucional que el gobierno y la nacion les habian confiado revistiéndolos de ilimitadas facultades, no podian hacer lavar la mancha de revolucionarios, por los á quienes rendian sus armas, y á cuyas banderas se acogian: ¡preludio fatal de la triste suerte que le aguardaba!!

El general francés Bourke, concedió en efecto al conde de Cartagena el armisticio que solicitaba. Se estipuló en la capitu; lacion, que se respetarian las personas y las propiedades; que nadie seria molestado por sus opiniones, que se conservarian los empleos á los oficiales, etc. No eran, como se vé, los franceses avaros de promesas, cuyo cumplimiento decisivo no les incumbia.

Siguió Ballesteros, aunque con fecha muy posterior, las huéllas de Morillo. Habiendo abandonado el territorio de Valencia, se pasó al de Murcia, que dejó tambien, trasladándose á Granada. El 4 de agosto ajustó un convenio con el general francés Molitor, por el que reconocia la regencia de Madrid, bajo las condiciones de que ningun individuo del ejército seria molestado, ni perseguido por sus opiniones anteriores al convenio, ni por su con ducta, esceptuándose los hechos que podian competir á la justicia ordinaria. Los oficiales quedaban asimismo en la posesion de sus sueldos y empleos, y los milicianos nacionales que hacian parte del ejército, en la libertad de volver á sus hogares, donde serian protegidos. Comprendia la capitulacion las plazas fuertes del distrito de su mando: mas estas no quisieron admitirla. Lo mismo habia sucedido con la Coruña y otros puntos, cuando la capitulacion del general Morillo.

Asi de los cuatro ejércitos que se habian alistado y organiza do lo mejor posible con alguna anterioridad á la invasion francesa, se habian perdido ya tres sin lucha y sin combate. Abun dantes frutos cogia, como se ve, el gabinete de las Tullerías, de la discordia que habia encendido, de la division, de la cizaña que habia sembrado en un terreno tan preparado para recibirla, Halagando por un lado con la esperanza de volver al favor del Rey; conservando los empleos y honores adquiridos; aterrando por el otro con todos los furores de la guerra en caso de obstinada re

sistencia; abrumando su imaginacion con la idea de que toda Europa estaba próxima á desplomarse sobre España en caso de que no fuesen suficientes los ejércitos franceses, no debe parecer estraño que cabezas débiles, no acostumbradas á cuestiones pohticas, que no habian querido comprender tal vez por espíritu de partido la grande pero sencilla cuestion que entonces se agitaba, hubiesen caido en el lazo que tan astutamente les tendian.' Entre conservarlo todo no peleando, y arriesgarlo todo y hasta la existencia corriendo á la pelea, la eleccion no era dudosa; y cuanto mayores eran los bienes que se iban á perder, mayor debió de ser tambien la apatia, la repugnancia de arrostrar los azares del combate. Asi fué esta mayor en los generales, que en los jefes; en los jefes, que en los simples oficiales; en estos que en la tropa, donde tardó mas en apagarse el entusiasmo. ¿Combatireis, se les decia, lo arriesgareis todo en favor de unas instituciones que la nacion no quiere? ¿Hareis causa comun con algunos pocos demasiado comprometidos por la causa liberal para obtener indulgencia ni perdon? ¿Sereis instrumento de la política torcida del gobierno yunas Córtes, cuya obcecacion estúpida ha atraido sobre la nacion aquel cúmulo de desgracias y de calamidades? Esto se les decia, y repetia á cada instante. No hubo argumento, ni sofisma, ni engaño, ni arteria, ni medio cualquiera de fascinacion, de que no se hiciese uso con la astucia mas diabólica. Y asi se esplica la inaccion de aquellos generales, y la capitulacion con que coronaron una conducta á los ojos del sentido comun, incomprensible. ¡Qué! Si hubiesen previsto que iban á perderlo todo sujetándose á la junta de Madrid, que el despojo de sus empleos, que los suplicios, las cárceles y la proscripcion, era el solo porvenir que les estaba reservado sometiéndose sin combatir, no hubiesen combatido? ¿A quién se podrá persuadir que aquellos generales, que aquellos jefes, puestos en la alternativa de pelear ó perccer, no tuvieron mas remedio que dejarse llevar al sacrificio como victimas? ¿Que con tantas tropas como tenian á su disposion, carecieron absolutamente de medios, de oportunidad en un pais como España, de dar algun golpe á los franceses, que no marchaban todos formando una columna; que revestidos de tanto po

der, con la influencia del nombre respetable que llevaban, les era imposible inflamar en nada el pais, y animar el espíritu de los muchos, muchísimos liberales con que contaba, y que abandonados tuvieron que implorar el perdon del vencedor, y estampar tal vez sus nombres en las felicitaciones que las provincias dirigian á la regencia de Madrid, deshaciéndose en protestas de celo y adhesion á los derechos absolutos del monarca? ¿No tenian ojos ni oidos para saber lo que pasaba? ¿Podian ignorar el espíritu reaccionario que animaba á la regencia de Madrid, y que la proscripcion no se estendia tan solo á las leyes, á las instituciones, á las reformas que habian tenido lugar desde 7 de marzo de 1820, sino que alcanzaba á los empleos, á los grados, á las condecoraciones? Mas no capitulaban con la regencia de Madrid y sí con los franceses, se nos responderá. ¡Estraña obcecacion! ¿Y que eran los franceses mas que los causantes, los fautores, los apadrinadores de la regencia de Madrid? Si se supone, como era cierto, que no aprobaban de corazon todas sus disposiciones, no lo era menos que no podian impedirlas y que por mucho que repugnase á sus sentimientos y su orgullo, no eran ni mas ni menos que los instrumentos de una espantosa reaccion, que los asociados y los colaboradores de los Mosen Anton y los Trapenses. En suma; los que habian de dar cumplimiento á las capitulaciones no eran los franceses que las ajustaban, sino la regencia que efectivamente gobernaba; y en seguida el Rey, cuando saliese de lo que con tanto énfasis se designaba con la apelacion de cautiverio.

Desmoralizado asi el ejército español en las cabezas principales, ¿qué se podia ya esperar de sus esfuerzos ulteriores? ¿Quién ignora que estas máquinas tan complicadas, solo se sostienen por los lazos misteriosos de la obediencia, por la confianza que inspiran los que mandan y dirijen, y que cuando faltan estas, todo se desbarata y al cabo se destruye? Tal fué la suerte que cupo á los restos de nuestros ejércitos, que obraron aislados en diversas direcciones. Ya hemos visto que el ejército que mandaba el conde del Avisbal, mermado por la desercion, tomó el camino de Estremadura. Allí volvió á dividirse, dirigién

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