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ELÓGIO

DE LA RÉINA CATÓLICA

DOÑA ISABEL,

LEIDO EN LA JUNTA PÚBLICA QUE CELEBRÓ LA REAL ACADÉMIA
de la história EL DIA 31 DE JÚLIO DE 1807,

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98-61-11

Tres siglos han pasado desde la muerte de la Réina católica

á

Doña Isabel, y el cuarto empieza con los públicos y solemnes 1oores que la Académia consagra á su memória. Mientras el tiempo consumidor oscurece poco poco, y borra la de otros personages ruidosos un dia, se aumenta por el contrário y extiende la veneracion de la posteridad á nuestra princesa; y la glória que derrama sobre su nombre el grato recuerdo de sus virtudes, va creciendo cual rio caudal á proporcion que se aparta de su origen.

Doña Isabel nació en Madrigal, pueblo pequeño de Castilla la vieja, pero destinado por la Providéncia á ser pátria de sugetos notables é ilustres. No habia cumplido aun cuatro años, cuando la muerte de su padre el Rei Don Juan el II la condujo al retiro de Arévalo, en compañia de su madre la Réina viuda Doña Isabel de Portugal. El nuevo Rei Don Enrique, nacido de otro matrimónio, indolente y flojo por condicion, olvidó con facilidad los postreros encargos de su padre, desatendiendo la suerte de aquella desgraciada família y dejándola padecer ménguas y escaseces aun de lo necesário: y la Réina que habia ya algun tiempo estaba lastimada del juicio, acabó de perderlo á manos de la soledad y de los pesares.

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Privada Isabel por la enfermedad de su madre del único arrimo de su niñez, á la vista de un hermano menor todavia otro espectáculo que el de la afliccion y sin otro maestro que la adversidad, pasó sus primeros años alternando entre las inocentes ocupaciones de la infancia y el aprendizage de las labores mugeriles. Lejos del fausto, de los placeres, de la lisonja y demás atractivos del vício, se labraba en siléncio aquella piedra preciosa que después debia brillar tanto en el trono.

Á los diez años de su edad, el Rei Don Enrique, ó reconociendo el poco decoro con que se criaban sus hermanos, o mas bien por asegurarse de sus personas, los trasladó de Arévalo á su palácio. Las costumbres de Isabel, en quien la oscuridad y el abstraimiento habian madurado anticipadamente la reflexion y formado un alma fuerte y austera, pudieron resistir al áire inficionado de una corte corrompida y á los ejemplos de la Réina Doña Juana, á lado la puso cuyo el Rei su hermano. Tuvieron campo en que lucir sus nacientes virtudes. Entre ellas no fue la menor el respeto y deferéncia á su cuñada, á pesar de la emulacion esencial en el sexo, de la diversidad de princípios y de conducta, y de la oposicion de los mútuos intereses, señaladamente después que la Réina dió á luz aquella hija, ocasion de tantas turbuléncias y desgrácias. Siguióse la escandalosa escena de Ávila, la batalla de Olmedo y la sorpresa de Segovia por el Infante Rei Don Alonso, proclamado y sostenido mas que por el amor de sus partidários, por el ódio á los desórdenes de Enrique. Isabel que entonces se hallaba en Segóvia, volvió á reunirse por este médio con su hermano después de algunos años de separacion: pero no fue sinó para breves dias, al cabo de los cuales le vió espirar en sus brazos, herido de la peste ó del tosigo, á primeros de Julio de mil cuatrocientos sesenta y ocho.

La Infanta, retirada en un monastério de Ávila, trataba solo de buscar algun alívio á su dolor y de cumplir con lo que debia á la memoria de su desventurado hermano, cuando los magnates que habian llevado su voz, y al frente de ellos el Arzobispo de Toledo, vinieron á ofrecerle el cetro de Castilla. Isabel desecho resueltamente la propuesta. Llena de las máximas de una moral severa, á preséncia del último desengaño en la triste suerte del joven Don Alonso, lastimada profundamente de las ruinas y estragos de la guerra civil de que habia sido testigo, siguió con docilidad los impulsos de la sangre, y del amor y reveréncia á su hermano el Rei Don Enrique: y en una edad, en que la razon todavia mal formada apenas tiene que oponer á la seduccion y ataques de las pasiones, sola y sin consejo, dió esta leccion memorable de moderacion á un prelado, que debiendo por su ca

rácter predicar la tranquilidad y la concórdia, era por el contrário uno de los principales autores de los distúrbios del réino.

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Accion tan generosa facilitó la reconciliacion de Isabel con Don Enrique, y proporcionó el famoso congreso de los Toros de Guisando donde el Rei la proclamó heredera de sus réinos y domínios. Los Grandes, los Prelados, la Corte, la Nacion entera celebró y aplaudió la feliz determinacion del Monarca: Castilla empezó á respirar de las pasadas calamidades, y despues de tantas inquietudes creyó que podria gozar finalmente dias de sosiego y de paz,

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Pero fue de corta duracion esta calma. Apenas habia salido Isabel de la niñez, cuando fue otorgada por esposa á un Príncipe ilustre en nuestros fastos por su literatura y por sus desgrácias, á Don Carlos de Viana, hijo primogénito del Rei Don Juan de Aragon. La arrebatada muerte del nóvio deshizo unos tratos en que tenia menos parte el corazon que la conveniéncia y el estado de los negócios políticos. Víctima del amor de los pueblos y del ódio de su madrastra, dejó el campo á otro hermano mas venturoso á quien la Providéncia habia reservado la union con Isabel y el cumplimiento de sus designios para el engrandecimiento de la monarquía española. Aragon, Portugal, Inglaterra y Fráncia se disputaban el provechoso honor de dar esposo á la Infanta heredera de Castilla. El Rei su hermano, que unas veces por influjo de su muger, apadrinaba el partido de Portugal, y otras el de Fráncia por sugestion de sus validos, habia llegado entre estas alternativas á prometer la mano de Isabel á un vasallo; á un vasallo revoltoso y perverso, que habiendo querido otro tiempo manchar la castidad de la madre, osaba ahora poner su pensamiento en la hija. España estuvo á pique de perder sus altos destinos: la reunion de Aragon y Castilla, el esplendor y poderio que le estaban destinados y que se acercaban á largos pasos, hubieron de ser sacrificados á la timidez y mezquina política de Enrique. Pero el cielo propício lo dispuso de otra manera; y la muerte imprevista del Maestre de Calatrava, sacó á Isabel y á España de la crítica y casi desesperada situacion en que se hallaban. Por último la Infanta, conociendo lo poco que podia esperar del Rei su hermano, deliberó

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